Palabras inaugurales en la XVI Feria Internacional del Libro de Venezuela
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Siempre me he preguntado, al igual que todo el mundo, para qué sirve un escritor. La primera respuesta que se nos ocurre es obvia: para nada. En otros sitios los literatos motorizan industrias editoriales que ensucian mucho papel y mueven mucho dinero. En un país donde los índices de lectores subieron abruptamente y posiblemente se desplomaron tras el bloqueo, vuelve el escritor a ser fantasma sin aplicación, salvo el arribismo político o el malabarismo burocrático. Esta respuesta es falsa, pero me siento cómodo con ella. Sostener que un ser humano debe servir para algo es mercantilismo ajeno a la Utopía, donde el Ser se justificará por el prodigio de su propia existencia y sus creaciones. Instalarse en un oficio sin escalafón ni tabla de remuneraciones es conquistar de manera soberbia una parcela del Reino de la Libertad: del vivir sin deberle a nadie excusas ni plusvalía. Vale decir, la aristocracia sin siervos ni esclavos a la que acceden sólo creadores e indigentes.
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Me corrijo: el escritor sí sirve para algo, o más bien para todo. Los seres vivientes acceden a la condición de animales sociales al desarrollar el lenguaje. Abejas, hormigas y delfines disponen de complejos medios de comunicación. El de los seres humanos es el que más depende de la capacidad de invención. De creerle a Noam Chomsky, las estructuras profundas de nuestro lenguaje serían fijas e innatas, pero a partir de ellas hemos desarrollado millares de idiomas y culturas distintas. El escritor organiza, fija, potencia y preserva las palabras, primero en el mecanismo mudable de la memoria, luego en la trama de los signos preservados en piedra, arcilla, nudos, papel o pulsos electromagnéticos. La palabra dicha es local y fugaz, sin más alcance que la voz y el recuerdo. La reducida a signos en la escritura aspira a perdurable. Gracias a ella disfrutamos de inagotable acceso a todo lo dicho desde el comienzo de los tiempos y el confín de las distancias.
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Sin lenguaje sería imposible coordinar conductas humanas; sin escritura, hacer esta coordinación perdurable. Las palabras no son la realidad, pero erigen modelos modificables de ella. Las más poderosas nombran objetos intangibles. Tribu, Aldea, Ciudad, Nación, Religión, República, Estado, son palabras. El escritor incesantemente construye y destruye la concepción del mundo. Alrededor de textos como la Biblia, las Analectas, la Odisea, el Popol Vuh, el Corán, El Príncipe o El Quijote terminan de decantarse los idiomas que a su vez definirán naciones. La escritura fija la realidad fluyente del idioma y mediante él estabiliza el sistema compartido de valores que llamamos Nación. Cada escritor desarrolla un estilo y cada comunidad una civilización, especie de intangible frontera del cuerpo político. Hay Naciones cuya cultura perdura milenios después de destruido su Estado, y Estados aniquilados porque dejaron morir su cultura.
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La naturaleza se nos hace inteligible a través del lenguaje. Organizamos vocablos mediante gramáticas cuyas construcciones llamamos filosofías, con las cuales explicamos el mundo. El universo es sólo caos de sensaciones hasta que lo ordenamos con el mito, la Historia y las matemáticas. No hay escritor más preciso que quien traza números, a pesar de que su cosmos está poblado de criaturas insensatas: el cero, el infinito, los números irracionales. No olvidemos al que apunta sonidos y nos interna en orbes musicales al parecer desprovistos de otro sentido que el de cautivarnos. Pintores y escultores articulan imágenes y formas, ingenieros y arquitectos palabras sólidas. Todo lo real fue escritura; pasado su tiempo devendrá Historia.
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Cuenta Maquiavelo que luego de pasar el día discutiendo con jornaleros y pastores, se encerraba en su biblioteca para conversar con los grandes hombres del pasado. La filosofía no ha encontrado mejor manera de definir el Ser que considerarlo una hilación de ideas, vale decir, de palabras. Seguir el monólogo interior de James Joyce es temporariamente convertirse en él. Mediante la lectura disponemos de mil vidas; mediante la escritura, de la ilusión de ubicuidad e inmortalidad. Sólo muere el escritor cuando ya no es leído; sólo deja de serlo cuando evade su Verdad. Nace muerta la palabra que expresa adulación o moda. La venalidad no expresa más que el precio que la compra.
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Toda opresión es legitimada por cadenas verbales. Su fin llega cuando son resignificadas las palabras de sus murallas conceptuales. Toda Revolución es disparada por la prédica de una Vanguardia Ilustrada. La Revolución Francesa, la Independencia, la Bolchevique, la China, la Descolonización, la Cubana, la Sandinista, la Boliviana, fueron movimientos explosivos detonados por mechas de conceptos. El bolivarianismo es intento de plasmar lo mejor del nacionalismo, el antiimperialismo, el integracionismo, el socialismo del proyecto de la izquierda de los años sesenta. En vano desdijeron de este último algunos de sus autores. Lo dicho en vida sobrevive a quien muere en espíritu.
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Sobre la tierra se baten a muerte el discurso de la Alienación y el del Reino de la Libertad. Algoritmos de dividendos deciden hecatombes. Mentes artificiales enuncian palabras digitales que asfixian la esperanza y proscriben el futuro. Cada vocablo que tecleamos es registrado por mecanismos espías y cribado por análisis de contenido. La información se concentra en un número cada vez menor de softwares. Todo lo que digamos puede ser digitalizado en contra nuestra. Más de un millar de idiomas hablamos los humanos: las máquinas los han traducido a uno solo. Mientras construimos el mundo con conceptos los ordenadores lo reducen a data. Debemos aprender idiomas inhumanos que sólo conocen el uno y el cero para defender nuestra patria, que es el infinito. Una vez más, es preciso inventar el lenguaje que nombre la vida. La palabra es nuestra memoria y nuestro consuelo. Nuestro anhelo de arribar al mundo donde, como anticiparon Carlos Gardel y Alfredo Lepera, no habrá más penas, ni olvido.
Por Luis Britto García | 17/11/2020
Fuente: http://luisbrittogarcia.blogspot.com/2020/11/para-que-sirve-un-escritor.html
Entre todos los elementos sensibles que podríamos mencionar, el proyecto de golpe de Estado en Venezuela revela muy claramente lo que llamaré crisis de la política Occidental. Esta sobrevolaba casi siempre sobre el pivote de la humanidad como un fin en sí mismo, como un ámbito de realizaciones individuales y colectivas. Se entiende por realización, una adquisición progresiva de un saber en la relación diferencial y comprensiva hacia los otros, y un balance subjetivo sobre varios conceptos que llaman al equilibrio: uno, el contrato social, donde cada uno se pone en el interior de la voluntad general y reconoce a ésta como parte indivisible del todo. Otro, la humanidad kantiana, “obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio”.
Otra insignia del pensar Occidental podría ser la reflexión sobre el problema que proviene de la razón que se alberga en el mundo de vida, y su choque con la razón instrumental. Entre ambas se desequilibran, y ese desequilibrio alumbra una necesidad de contenerla en un horizonte político y filosófico. Estas nociones ya casi nos han abandonado. También parece haberse ido para siempre la idea de que hay una revelación o una natalidad cada vez que se comprende como inaugural un discurso o una acción. Todo eso ha estallado. La distinción entre la ética de la responsabilidad y la ética de convicción, ya no tiene ningún empleo real para definir la acción política. El neoliberalismo ha malgastado a la primera; y a la segunda la aniquiló con el desprecio a las ideas trascendentales. Lo que a la vez hizo trizas la idea de Habermas de que en un espacio público ideal triunfa siempre “el mejor argumento”.
Ideas que parecen profundas y acertadas, como la inversión que hace Foucault de las máximas Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política”, no sirven más para advertirnos que siempre ha existido un sustrato bélico en la primera instancia de significación de una sociedad, lo que hace que todo tenga matriz de conquista y despilfarro de vidas. Y sin necesidad de ningún arabesco teórico. Asimismo, la crítica a la industria cultural, que data de mediados del siglo XX, no solo está abolida de hecho por el total triunfo de ésta en todo el mundo, sino porque organiza las creencias colectivas. Hasta la elevación de una traza ferroviaria urbana puede no verse como un hecho técnico necesario o una especulación inmobiliaria, sino como parte de la mencionada industria cultural, un bien de consumo colectivo, una estética o ilusión de la libertad urbana.
Precisamente este ideal libertario que es aglutinador profundo de los sentidos que la palabra Occidente podría contener, está cercado por circunstancias que lo falsifican a diario, tanto el miedo orgánico que destruye toda idea comunitaria, como la esperanza sin pasión, es decir, el viejo recurso de la promesa ennoblecedora con un tipo de voto de felicidad futura, convertido en una oferta tentadora de supermercado o en una publicidad sobre el mejor método de elegir una cama de hotel en cualquier lugar del mundo.
Yendo al grano: la escena de los embajadores, una media docena larga de diplomáticos europeos, de Francia, Canadá, Alemania, España y Holanda recibiendo a Guaidó en Maiquetía, hacen pensar. Países que son una buena parte de Occidente ¿no es cierto? Seguramente ese espectáculo lo produjeron personas que se sintieron tocadas en su núbil corazón humanitario. Entre los mecanismos resueltos por el golpe de Estado, se encuentra la crítica a la falta de medicamentos en Venezuela, típico reclamo humanitario, es decir, referido a la humanidad que pudieron definir grandes juristas de todos los tiempos, lo que cerraría toda discusión. Hay que sacar entonces al Maligno, al Katechon, al Anticristo. Los golpistas no quieren justificaciones de ocasión, si los apuran pueden ir a Carta a los Tesalonienses.
En ciertas épocas, Occidente significó no un hegelianismo de derecha sino un militarismo de la llamada guerra fría, metáfora ingenua, pues las guerras tienen temperaturas comunicacionales de varios tipos y gradaciones. Las discusiones de Grocio sobre la guerra en el siglo XVII, que influyen sobre Alberdi en “El crimen de la guerra”, ya han sido superadas por el ascenso de una nueva política sin filosofía. Sin nociones de lo que es la humanidad, sin prevenciones sobre la índole paradójica de las estructuras ético-prácticas de lo humano. Protestan cínicamente por una ayuda humanitaria que no logró pasar la frontera. De este modo toman el enunciado como parte del derecho de gentes de la antigua Europa, y encontraron una justificación de la guerra, del dominio global, de lo que denominan guerra comercial y de las técnicas del golpe de estado que dejan hecho un poroto a las que describió el neofascista Curzio Malaparte.
Recurren para sus acciones al revestimiento humanitario de los misiles y los aviones militares, como el que tiró la bomba atómica en Hiroshima, hecho que lleva hasta hoy a reflexiones sobre la culpa y el arrepentimiento. Se sabe de la jactancia de uno de lo pilotos, mientras otro exclamaba “Dios mío, qué hemos hecho”. Son las grandes discusiones de Occidente en relación a la razón técnica y la conciencia crítica, siempre en torno a que hace lo humano sobre lo humano. Hay suficiente documentación sobre este debate, olvidado por los que ahora postulan en Venezuela el “drama humanitario” que ellos mismos han creado. El bombardeo en nombre de la humanidad es un modelo de acción de lo que llamaríamos el modo norteamericano de encarnar la decadencia de Occidente, con el cortejo de los humanistas embajadores europeos, que no son Vico ni Goethe, sino funcionarios de pequeños poderes “sub delegados de la guerra comercial”.
El avión que lanzó aquella bomba se llamaba Enola Gay, nombre tierno de la mamá del piloto Tibbets. Es cierto que Norteamérica es Emerson, Withman, Raymond Chandler o Faulkner. Pero también es Tibbets y el Comando Sur. Hoy gobiernan. Y es cierto que hay en Europa discursos como el de Melenchón, que casi en absoluta soledad, señalan estos postreros capítulos del “jus publicum europaeum”. Las ruinas del humanismo sosteniendo la operación golpista. Mantienen Guantánamo y hablan de derechos humanos. Cierran sus naciones con un despunte inadmisible de neoracismos y endorracismos que reviven de sus cenizas, y acusan de dictadores a los gobernantes legítimos de Venezuela. Entretanto, sostienen gobiernos de los que se conoce mundialmente la estructura despótica con la que administran territorios petrolíferos lejanos.
Rebajan la política a actos de chantaje y pistolerismo, como los anuncios de Trump desde sus corbatas tornasoladas, rojo sangre. Personifica mejor Roger Waters el humanismo universal que el declarado discípulo de Paul Ricoeur, que gobierna Francia. Ricoeur era un hermeneuta interesante, pero él mismo no era interesante. El sostenimiento del gobierno legítimo de Venezuela, encarnado en el presidente Maduro, no es un hecho que pueda juzgarse con el vocabulario restringido de Trump o Macri, que hablan de un dictador y apelan -teólogos ellos-, a la idea del Mal. Bailotean sobre un humanismo ficticio, escondiendo proporciones de guerra y agresividad política, tras camiones con medicamentos. No sé cómo Ricoeur analizaría esta “metáfora viva”, entre las ojivas medievales del gótico europeo y las ojivas nucleares de la “ciudad gótica” estadounidense.
Batman y Robin podrían haber llamado medicamentos a sus cirugías de extirpación de gobiernos que no están desposeídos de la voluntad general popular, sino que la tienen de una forma que los dueños de los misiles “Patriot” no consideran adecuada. Han dado vuelta todos los nombres, los miran por su revés, pero los siguen usando. Dicen humanismo y lanzan llamas. Con el largo intento golpista, la tradición del humanismo occidental tiene en Venezuela su resquebrajamiento moral más concluyente, la eclosión trágica de sus arcaicos resplandores y deseos.
Daniel Ortega falleció en combate a una edad precoz. No había cumplido 22 años cuando participó en la tentativa del Frente Sandinista de Liberación Nacional de implantar un foco guerrillero en las montañas de Matagalpa. Un error de los rebeldes hizo posible que la Guardia Nacional de Anastasio Somoza los ubicara y los aniquilara en el cerro de Pancasán. Allí cayeron, entre otros, el legendario Pablo Úbeda, maestro de profesión; Silvio Mayorga, nativo de Nagarote; el obrero Carlos Reyna y un muchacho aún más joven que Daniel, Otto Casco, quien apenas cursaba la secundaria. El médico Óscar Danilo Rosales fue capturado vivo y torturado a muerte en una mazmorra del tirano. La dictadura somocista parecía eterna por entonces y nada permitía presagiar su caída, y mucho menos el triunfo de una revolución armada.
Dos años después de aquellos sucesos, la Guardia Nacional cayó sobre una casa de seguridad del Frente ubicada en el que se llamaba por entonces Barrio Maldito de Managua. Allí murieron combatiendo Julio Buitrago y Daniel Ortega. El segundo volvió a ser asesinado por la dictadura en 1970 al lado de Luisa Amanda Espinoza y junto a María Castil. Cayó en combate o huyendo de la represión en las mismas fechas en las que mataron a la chinita Arlen Siu, a Julia Herrera, a Mildred Abaunza, a Mercedes Avendaño, a Claudia Chamorro, a Ángela Morales, a Genoveva Rodríguez, a Pilú Gutiérrez, a Mercedes Peña, a Martina Alemán, a la enfermera Clotilde Moreno, a la mexicana Araceli Pérez, a Idania Fernández, a Laura Sofía Olivas, a Nydia Espinal, a la bailarina Ruth Palacios, y a tantas otras que lucharon por una patria libre, pero también por un país en el que se respetaran los derechos de las mujeres y en el que ningún gobierno acabara prohibiendo el aborto.
Pero uno de los pocos sobrevivientes de la gesta de Pancasán, Bernardino Díaz, fue detenido por los esbirros de Somoza y su cadáver fue encontrado con huellas de tortura cerca de Wasaka. Otro cuerpo fue identificado como perteneciente a Daniel Ortega, un todavía joven sandinista que había estado en la cárcel por asaltar un banco con el propósito de recuperar fondos para la lucha y que había escapado de la prisión. Su muerte heroica lo salvó de contemplar el vomitivo espectáculo que tuvo lugar dos décadas más tarde, cuando unos comandantes derrotados en las urnas se repartieron la propiedad de todos en un acto de pillaje conocido como la piñata.
El comandante Daniel Ortega Saavedra fue capturado cerca del río Zinica junto con Carlos Fonseca Amador, fundador y dirigente máximo del FSLN, cuando se realizaban esfuerzos por reunificar al Frente, que por entonces estaba partido en tres tendencias; ambos fueron ejecutados por un soldado borracho. Pero además, Daniel murió en vísperas del triunfo revolucionario al lado de Germán Pomares, El Danto, y cayó combatiendo en Rivas al mismo tiempo que el cura asturiano Gaspar García Laviana, quien se había unido a la lucha sandinista años atrás, y junto a tantos otros que dieron su vida por la democracia, la igualdad, la libertad, el estado de derecho, la probidad y, sobre todo, la decencia.
El general Daniel Ortega Saavedra murió de tristeza el 25 de febrero de 1990, cuando perdió las elecciones presidenciales frente a lo que era entonces la derecha, y falleció en la década pasada por la vergüenza que le causó el haber sometido al poeta Ernesto Cardenal a una persecución judicial injustificada y vesánica.
El émulo de finquero presidencial, el dictadorzuelo tropical que fue relecto en Nicaragua hace unos días no tiene nada que ver con aquel comandante guerrillero que peleó por su país y que luego encabezó un intento de transformación social durante 11 años. El hombre abotagado y grotesco que exhibe la jefatura de Estado en la Nicaragua de hoy se llama igual y algunos de sus gestos y de sus rasgos evocan vagamente al joven Daniel Ortega Saavedra, pero fuera de eso no hay nada en común entre ambos. Daniel Ortega falleció en combate.
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Hace algunos días participé en la presentación del libro de memorias Banderas y harapos, de la periodista Gabriela Selser, y empiezo por contar su historia singular. Su padre, Gregorio Selser, se volvería para mi generación un personaje mítico. Entre los libros clandestinos que un adolescente se imponía leer en la Nicaragua de los Somoza, el que más marcó mi vida fue Sandino, general de hombres libres, escrito por él en Argentina, y que circulaba en copias mimeografiadas, y así mismo El pequeño ejército loco, nombre que Gabriela Mistral había dado al puñado de campesinos y artesanos que luchaba contra la intervención armada de Estados Unidos.
Triunfó la revolución en 1979, y las dos hijas
de Selser, Irene y Gabriela, se vinieron desde México, donde la familia vivía su exilio tras el golpe militar que encabezó Videla, para meterse de cabeza en el turbión de la revolución que arrastraba a gente de todo el mundo y cuándo no, a dos muchachas que habían aprendido sobre Nicaragua con el mejor maestro que alguien pudiera tener.
En su libro, Gabriela acude a la cauda de sus recuerdos de alfabetizadora adolescente primero, y de periodista juvenil después, corresponsal de guerra del diario Barricada durante siete años. Quiso ser parte de aquella novedad incandescente desde el día mismo de bajarse del avión, testigo privilegiado en adelante de los dramáticos acontecimientos que sacudirían a Nicaragua a lo largo de toda una década que asombró al mundo. Ahora, estamos en el presente despiadado. Las banderas de la revolución se volvieron harapos.
Las presentaciones de libros en Nicaragua son por lo general ceremonias modestas, pero esa noche, en el auditorio César Jerez S. J. de la Universidad Centroamericana, no cabía el público que ocupaba los asientos y muchos permanecieron de pie, hasta el final, recostados a las paredes. Algo extraño vibraba en el aire, como si el espíritu de aquellos tiempos de agonía y esperanza bajara sobre las cabezas de los que habían sido parte de la hazaña, y estaban allí.
Y jóvenes, que habían oído hablar de aquellos tiempos y también estaban allí. En un país donde la inmensa mayoría tiene menos de 30 años, la memoria de los hechos sigue enterrada para las nuevas generaciones, o ha sido adulterada. El olvido y el engaño se han impuesto desde arriba.
Muchos de los presentes, ahora en la edad madura, habían alfabetizado a los campesinos en lo profundo de las montañas, en las selvas y cañadas, en caseríos lejanos, y lo supe porque al preguntar quiénes habían participado en la cruzada, más de la mitad de los presentes levantaron la mano. Y estaban, ya ancianos, el padre y la madre adoptivos de Gabriela, quienes habían llegado de Waslala, un poblado en la ruta hacia la costa del Caribe. Los alfabetizadores, jóvenes y adolescentes de todas las clases sociales, quedaron llamando mamá y papá a quienes los habían acogido en sus hogares humildes, casas de bajareque y ranchos de paja.
Y también estaba el hermano adoptivo de Gabriela que tomó la palabra para decir que ella le había enseñado a leer y a escribir y ahora era ingeniero agrónomo. Era como estar volviendo a un sueño tejido por miles de manos juveniles, el sueño de la solidaridad que desterraba el egoísmo, la hora de entregarse a los demás viviendo en las condiciones en que vivían los demás, para sacarlos del pozo ciego del atraso y la ignorancia. El sueño cuyos hilos terminaron por romperse para quedar en una red llena de huecos por los que se cuelan otra vez los fantasmas del pasado que aquellos muchachos de entonces, y que ahora llenaban el auditorio, habían querido desterrar.
Uno tras otro, quienes intervinieron al final de la presentación, hablaron de la necesidad urgente de rescatar la memoria de aquella década. Los que alfabetizaron, los que recogieron cosechas, los que fueron a la guerra. Contar su propia vida de compromiso, contar su experiencia, no dejar que el olvido se coma la vida, no dejar que la historia oficial suplante, con sus excesos, sus mentiras, sus lagunas, sus falsificaciones, lo que cada uno vivió. Sumar libros de memorias, contar desde dentro, hacer de la experiencia propia, del testimonio personal, una historia entre todos, así como la revolución se hizo entre todos. No dejarse robar la vida vivida, ni la historia, que es vivencia.
Uno de los asistentes dijo que ni siquiera se había hecho nunca un inventario de los jóvenes caídos en combate, y citó una cifra, serían 23 mil. ¿Y los que cayeron del otro lado, los que pelearon bajo la bandera de la contra, en su mayoría campesinos, cuántos fueron? Quizás otro tanto, quizás más. De ellos hay que hacer también un inventario. Para recordar se necesita nombrar a unos y otros. No sólo enlistar sus nombres, recoger también sus datos biográficos, familiares. Convertir los números en seres humanos, dar vida a las cifras.
Para tener futuro hay que ponerse en paz con los muertos, es la convicción de la doctora Marta Cabrera, una reconocida sicóloga que participó en el panel y se ha especializado en las terapias de guerra para ayudar a los sobrevivientes, muchos convertidos en desadaptados que han terminado en el alcoholismo y en las drogas. Ella misma perdió a un hermano, asesinado en una emboscada por la contra, y confiesa que, a pesar de no haber logrado aún sanar su duelo, trata de ayudar a los demás.
Alguien perdió a alguien. Las heridas siguen abiertas, y para sanarlas son necesarias las palabras. Una historia completa, como un mosaico, en la que cada quien ponga de por medio su historia leal, y real, la historia de la propia vida.
No hay otra manera de contar la Historia con mayúscula, que a través de las historias con minúsculas. El relato de cada universo personal, que venga a ser el universo compartido, años y desilusiones después.
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¿Para qué ha de servir la poesía revolucionaria? –se preguntó Roque Dalton–. ¿Para hacer poetas o para hacer la revolución? Roque ya estaba muerto cuando la respuesta llegó, en Managua, en 1979: para que los poetas hagan la revolución y para que la revolución haga poetas. Porque la sandinista fue una revolución de poetas. Un parnaso donde oficiaban Ernesto Cardenal, Mejía Godoy, Sergio Ramírez, Gioconda Belli, Rosario Murillo (sí, Rosario Murillo, poeta). Escritores, periodistas, cantautores... Hasta Daniel Ortega tuvo su paso por la poesía, y más de alguno de sus poemas mereció el reconocimiento de escritores como Salman Rushdie.
A Rushdie, que hizo una visita de turismo cultural en 1986, Ortega le confesó: “Todo nicaragüense es un poeta hasta que demuestre lo contrario”.
Los sandinistas escribieron una de las páginas más poéticas de la historia centroamericana: derrocaron al dictador Anastasio Somoza, resistieron a Estados Unidos y a la contra financiada por éste, y comenzaron la participación colectiva en la construcción de una utopía. De todos los movimientos revolucionarios que nacieron inspirados en los barbudos cubanos, el sandinista fue el único que triunfó.
La revolución duró apenas una década. El distanciamiento con el pueblo que el poder generó en los comandantes, aunado a las ambiciones de algunos y el desorden administrativo de otros, más el desgaste de la guerra contra la contrarrevolución y la caída del muro de Berlín, llevaron a su derrota electoral en 1989. Antes de irse, Daniel Ortega distribuyó entre amigos y parientes algunas de las mansiones, ranchos de playa y tierras que la revolución había confiscado. Ese evento, conocido como “la piñata”, marcó la muerte del proyecto revolucionario.
La bandera sandinista sobrevivió monopolizada por Ortega. La mayoría de escritores e intelectuales que nutrieron la revolución abandonaron el partido, porque sólo servía de sombra al comandante y a su compañera, Rosario Murillo.
Ortega ha sido, desde 1984, el único candidato presidencial del Frente Sandinista. Perdió contra los liberales Violeta Barrios, Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños. Cuando, bajo el gobierno de este último, los tribunales nicaragüenses juzgaron y condenaron a Alemán por corrupción, Ortega se alió con el corrupto y dividió a los liberales. Así recuperó la presidencia.
Después modificó la Constitución para poder reelegirse, y lo hizo una vez más para poder hacerlo indefinidamente. Convirtió al Frente Sandinista en el partido del Estado, imponiendo jueces, descalificando a rivales, haciéndose del control de los tres poderes del Estado. Se ha cuidado a tal grado de que nadie le haga sombra que, aun hoy, la mayoría de los nicaragüenses no sabe quién es el tercero al mando del partido, después del comandante y su compañera.
Puso a sus hijos al frente de inversiones públicas y privadas, a controlar medios de comunicación y, en un gesto digno de un dictador africano en un país igual de pobre, mandó traer desde Italia el Festival de Puccini para que su hijo Laureano, un aspirante a cantante de ópera, pudiera lucirse en un escenario de altura. En eso va hoy la revolución sandinista.
Por eso no sorprendió a nadie que Ortega, después de eliminar por decreto a sus opositores, nombrara a su esposa, Rosario Murillo, como su compañera de fórmula. Ella lleva a cabo la mayor parte de las tareas gubernamentales de su esposo, cansado y enfermo.
Durante los últimos años ha sido su jefa de gabinete y la vocera oficial del gobierno. Se encarga de la mayor parte de la administración pública y, en su obsesión por controlarlo todo, dispone hasta tareas municipales. Ni sus críticos más acérrimos le niegan una extraordinaria capacidad de trabajo. Pero hasta ahora la compañera Murillo era, oficialmente, la primera dama.
La semana pasada, cuando el matrimonio presidencial se presentó ante el Consejo Electoral a inscribir la fórmula, Ortega dijo que lo hacía para reafirmar su compromiso de mantener al menos la mitad del aparato público nicaragüense en manos de mujeres. “Y para ser consecuentes con este compromiso se hablaba, bueno, ¿quién va a asumir la vicepresidencia? Ahí no podíamos dudar de que tenía que ser una mujer, y quién mejor que la compañera que ha realizado ya una labor puesta a prueba, con mucha eficiencia, con mucha efectividad, con mucha disciplina, con mucho sacrificio, ¡sin horario!”
Si Murillo se convierte en vicepresidenta será la sucesora inmediata de su marido. Si algo le sucede al comandante de 70 años, cada vez más visiblemente enfermo y con escasas apariciones públicas, la familia seguirá controlando el aparato del Estado. El matrimonio controla ahora los tres poderes, más el Consejo Electoral, la policía y el ejército. Hace unas semanas el presidente rechazó a observadores electorales mientras la Corte Suprema declaraba ilegítimo el liderazgo del Partido Liberal Independiente, su mayor rival, y ordenaba entregar ese partido a aliados de Ortega. Ahora el comandante es el único candidato presidencial con opciones reales de triunfo. Y para que a nadie le quepan dudas, el Congreso de mayoría sandinista destituyó hace un par de semanas a 28 diputados opositores.
El comandante aprendió las lecciones de los días del gobierno revolucionario. Olvidó la utopía y la poesía, y aprendió a hacer política inescrupulosa. Se alió con el enemigo de la revolución, el cardenal Obando y Bravo; y con los grandes empresarios centroamericanos (los mayores empresarios salvadoreños, que advierten todos los días que el Fmln es enemigo de la democracia, son aliados de Ortega y hacen jugosos negocios en Nicaragua). Y la alianza la hizo basándose en un principio pragmático: ustedes hacen negocios (conmigo); guían nuestra moral (a través de mí y de mi esposa) y me dejan a mí la política, que incluye volcar todo el aparato público a hacer propaganda electoral y copar las instituciones del Estado con las banderas sandinistas.
El comandante es hoy la cabeza de un régimen que se parece más al de Somoza que a la sociedad utópica para el nuevo hombre que prometía la revolución. Ha destruido a la oposición; persigue a sus críticos; ha pervertido el sistema judicial, expulsado a activistas y diplomáticos extranjeros y modificado la Constitución a su antojo. A través de los programas de la Alba financiados por Venezuela, de cuyas finanzas no rinde cuentas, controla ahora gran parte de la economía nicaragüense. Sus cómplices, los empresarios centroamericanos, juegan al ciego que no ve sus excesos familiares y sus políticas autoritarias. Obando y Bravo, el cardenal retirado que aparece purpúreo y sonriente en todos los eventos de los Ortega, ha sido nombrado prócer de Nicaragua.
Si Ortega gana las elecciones de noviembre, y todo parece indicar que lo hará, podrá permanecer más años seguidos en el poder de los que se mantuvo el último de los Somoza, acumulando más poder que el dictador. Y, como el primer Somoza, quiere que el poder se convierta en una dinastía familiar. Si los Somoza fueron instalados y apadrinados por Estados Unidos (en Washington se atribuye al presidente Roosevelt esta frase sobre el abuelo Somoza: “Puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”), los Ortega han contado con el petróleo venezolano y las inversiones de China y Rusia. En todas esas inversiones aparecen siempre su hijos.
En noviembre, además de presidente, los nicaragüenses elegirán también a alcaldes y congresistas. Eliminada la oposición, el Frente Sandinista obtendrá más control, en un sistema de partido único disfrazado de democracia.
¿Pero acaso no era la revolución un sistema de partido único, también, en la que el directorio sandinista dictaba todas las reglas del juego? ¿Qué hay de diferencia con esto? “Para empezar, la Guerra Fría ya terminó hace décadas”, me dijo hace poco la escritora Gioconda Belli, que también fue revolucionaria (y en cuya casa, en San José, vivía Rosario Murillo cuando conoció a Ortega). “Pero, sobre todo, que nosotros trabajábamos por un sueño. Creíamos que estábamos construyendo una sociedad más justa, un mundo nuevo. Podés pensar que era muy romántico, pero eso era lo que creíamos. Estábamos dispuestos a sacrificarnos por un ideal. Pero esos ideales ya no están. Daniel acabó con el sandinismo. Lo que tenemos ahora es orteguismo.”
Murillo ya no es poeta. Ni siquiera cuando hace ese papel y escribe sus terribles panegíricos destinados a la demagogia y la política.
A principios de este año, acuerpada por todos los focos del oficialismo, recitó una oda a Sandino y Rubén Darío que sólo es memorable por mala. Un desfile cursi de clichés “aturronados”. La poeta murió con la revolución. El orteguismo la hizo burócrata.
Ya no quedan en Nicaragua tantos poetas como presumían hace treinta años. Si los tuvieran sabrían que el sandinismo ya no tiene poesía, ni revolución; que hoy es apenas un negocio, un gran negocio familiar.
El martes de la semana pasada la primera dama salió sonriente de la inscripción de su candidatura. Vestida con un chal rosa flamingo y con el cuello cubierto por collares de cuentas de madera de colores, tomó el micrófono para hablar a unas decenas de jóvenes uniformadas de jeans y camisetas blancas que aplaudían cada paso de la pareja presidencial. Dijo algunas palabras: “Las mujeres en Nicaragua somos luchadoras, batalladoras y, en la medida en que más mujeres y más mujeres están presentes en los espacios de liderazgo económico, social, político, promovemos más liderazgo de mujeres, porque sabemos que nos identificamos con mujeres que pueden, y todas nos sentimos capaces; sabemos que también podemos, y vamos llegando... Ahora, recordemos también, para nosotras es muy importante que, en un día como hoy, que el Frente Sandinista inscribe una fórmula de presidente y vicepresidente con el 50 por ciento, recordar que la revolución popular sandinista, que la lucha revolucionaria, es la que permite que en Nicaragua se reconozca el liderazgo y la capacidad de las mujeres”.
Después sonrió en grande, saludó uno por uno a los asistentes y se fue de la mano de su marido cansado.
* Director de elfaro.net, El Salvador.
El pasado 9 de octubre se cumplieron cuarenta y ocho años de su muerte. Fue uno de los grandes iconos de mi generación. En el verano del '68, en los meses del Movimiento Estudiantil, su retrato se repetía múltiplemente en las calles y plazas de Ciudad de México. Frases de él, una real, y otra atribuida, se leían en grafiti en los muros y en pequeños carteles como pequeñas catedrales: Hasta la victoria siempre y Seamos realistas, exijamos lo imposible. La segunda frase, cuya autoría real es de Herbert Marcuse, y la cual es acaso la más conocida, cifra como ninguna lo que buena parte de la generación del '68 anhelaba más intuitiva que racionalmente: la utopía revolucionaria y la encarnación de la utopía. Es curioso, fue un extranjero, Ernesto Guevara, quien personificaba mejor en el '68 mexicano la aspiración al cambio, uno de los varios motivos para que funcionarios del criminal régimen diazordacista arguyeran como prueba de que los estudiantes –dicho en su lenguaje bufo– se intoxicaban de "ideas exóticas" e "influencias extranjerizantes".
Tres grandes narradores argentinos, disímbolos ideo-lógicamente, escribieron admirativamente sobre Ernesto Guevara: Ernesto Sabato (1911-2011), Julio Cortázar (1914-1974) y Ricardo Piglia (n. 1940). Es curioso, para ellos fue Ernesto Guevara o sólo Guevara, porque Che, a fin de cuentas, puede ser cualquier argentino, incluyendo a ellos mismos. O más precisos: para Piglia, el que a Guevara lo llamaran Che significaba en el extranjero su identificación argentina; en lo demás podía pertenecer a cualquier país latinoamericano o del Tercer Mundo.
El adolescente Guevara había leído con admiración de Sabato Uno y el universo, y aun le escribió una carta diciéndoselo luego del derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista. En un discurso muy emotivo ("Homenaje a Ernesto Guevara"), leído en la Universidad de París veinte días después de la muerte del Che, Sabato trata de explicar(se) su muerte, y escribe que más que morir por elevar la vida del pueblo de la miseria –eso está implícito–, su anhelo fue crear "el ideal de un Nuevo Hombre", lo cual será dable por la comunión de hombres libres y dignos y no por aquellos "vueltos máquinas y seres numerados". Una nueva sociedad, sí, pero lejana a los dos grandes imperialismos de entonces: ni la del comunismo burocrático totalitario de la urss y los países europeos del este, ni la consumista y robótica estadunidense.
Si para Piglia el Che Guevara representa el romántico y el héroe, muy parecidamente para Sabato "su carencia de sentido realista" deja para la posteridad una "imagen romántica y solitaria", un hombre que muere "a la cabeza de un pequeño pelotón perdido". Julio Cortázar lo ve de alguna manera así en su cuento "Reunión" (Todos los fuegos el fuego, 1966), que narra el desembarco de los rebeldes del Granma y los primeros días de la lucha en Cuba, y sobre todo en un poema que escribió inmediatamente después de la muerte del Che y que adjuntó en una carta a Roberto Fernández Retamar.
Con objeto de subrayar su condición romántica, Sabato y Piglia –uno, en el discurso de homenaje, y otro, en su extraordinario ensayo "Ernesto Guevara, rastros de lectura" (El último lector)–, citan la carta de Guevara de adiós a sus padres, escrita en Cuba, donde se compara con el Quijote, o si se quiere, lo toma como el modelo idealista: "Otra vez siento bajo mis talones el costillar del Rocinante, vuelvo mi camino con mi adarga al brazo." Es decir, destacaría Sabato: Guevara tiene el espíritu quijotesco: es "el hombre puro de corazón, lanza en ristre y coraje invencible". Para Piglia sería también una forma de unir lectura y vida: "La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en una ficción." Es simplemente el que deja todo para irse a una aventura con un destino menos incierto que trágico.
LA ETERNIDAD DE LOS SÍMBOLOS
Sabato y Piglia coinciden en que es imposible imaginar a Guevara como un funcionario burócrata en el aparato comunista. En su cuento y en su poema, Cortázar lo retrata a través de los hechos como un hombre de acción, y para Piglia, dicho explícitamente, es el hombre de acción por excelencia, "una suerte de modelo mundial del revolucionario en estado puro". Guevara, vaticinaría Sabato, quedará en "la perduración de las banderas, la eternidad de los símbolos"*.
Sabato y Piglia resaltan la renuncia de Guevara a su condición burguesa. De su lado, Sabato argumenta que los "grandes revolucionarios, acaso los mejores, [salieron de] entre las filas de las clases privilegiadas: desde príncipes como Kropotkin hasta burgueses como Marx y Engels". Piglia enfatiza aún más sobre esta renuncia señalando tres aspectos: su vestimenta sin ningún aliño, su desdén por el dinero y la identificación en sus viajes sin dirección fija por América Latina con "el linyera, el desclasado y el marginal, los enfermos y los leprosos, los mineros bolivianos, los campesinos guatemaltecos y los indios mexicanos".
Uno de los temas recurrentes en la literatura de Piglia es el de la lectura, o el de lectura y escritura, y en el caso de Guevara –visto por él–, ambas experiencias unidas a la acción política. ¿No cita Piglia de Guevara dos frases dichas en el Congo sumamente ilustrativas? La primera: "Mi impaciencia es la del hombre de acción", y la otra: "Mis dos debilidades fundamentales: el tabaco y la lectura" (el subrayado es mío). En su ensayo, Piglia recuerda tres imágenes de la vida de Guevara que relacionan lectura y lucha guerrillera: una (coincide con el epígrafe del cuento "Reunión", de Cortázar) es cuando al desembarcar del Granma, herido, recuerda un cuento de Jack London, en que el personaje, abrumado por la nieve, de hecho sin salida, se recarga en un árbol y sólo piensa en morir con dignidad. En esas horas cuando son bombardeados por la aviación del ejército de Fulgencio Batista, Guevara anhela, como el personaje de London, morir con dignidad.
La segunda imagen es la de una fotografía en Bolivia donde está leyendo arriba de un árbol. Son los días de la feroz persecución y no encuentra mejor manera de abstraerse y al mismo tiempo de no estar desprevenido frente a un ataque, que leer de una manera que recuerda al barón rampante de Italo Calvino.
La tercera imagen es devastadoramente conmovedora. Débil, con la pierna herida, totalmente cercado en Ñancahuazú ¿qué lleva sólo Guevara consigo? Un portafolios donde hay su diario de campaña y libros. El hombre de acción por excelencia, sí, diría Piglia, pero también a su manera, el último lector. Y aún más: su diario de campaña boliviano es de hecho la continuación en el tiempo de los diarios que escribió en sus viajes y en Cuba y en el Congo, o sea, es también la última escritura.
"En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea", dijo alguna vez Guevara. En efecto: perdió todo en la apuesta, pero sabía, deliberada o inconscientemente, que iba a perderla. ¿No dijeron cercanos a él que se había ido a Bolivia –añadiríamos desde luego al Congo– como una forma de suicidio calculado? ¿No sabía muy bien –y si no lo sabía, lo averiguó muy pronto– que en el Congo sobre todo, y en Bolivia, eran muy otros los códigos, y que al no entenderlos ni menos descifrarlos, encontró incomprensión, desesperación, fracasos? ¿Qué hay después de Cuba, sobre todo en Bolivia, si no aislamiento, paulatino abandono de los compañeros, la traición de los comunistas, las derrotas sucesivas, la ventana al sacrificio, la muerte? ¿Pero no es todo ese fracaso, que se vuelve triunfo en la posteridad, lo que vitaliza la perduración del mito?
Por una coincidencia extraña, que ligan de nuevo vida y literatura, casi once años después del desembarco del Granma, el 8 de octubre de 1967, Guevara es aprehendido por soldados bolivianos en Ñancahuazú, y llevado a una escuelita en el pequeño pueblo de La Higuera, donde a la mañana siguiente lo ultimará a tiros en el salón de clases el sargento Mario Terán. El anhelo del tipo de muerte del personaje de London se cumple al fin en el anhelo del tipo de muerte de Guevara: morir con dignidad. ¿Quién lo mata? A Cortázar le parece dolorosa la paradoja: un hombre del pueblo, o sea, uno de aquellos por los que Guevara luchó.
* Para Octavio Paz no fue un romántico, sino "un justo trágica y radicalmente equivocado", uno que dio la pauta del "blanquismo" en las formas de lucha revolucionaria en las décadas de los sesenta y los setenta". Y cita a Engels: "De la concepción de Blanqui se desprende la necesidad de una dictadura después del triunfo del golpe de Estado revolucionario. Su concepción afirma que cada revolución es un golpe de Estado ejecutado por un pequeño grupo de revolucionarios" (El ogro filantrópico, "Aterrados doctores terroristas", 1979). En otro artículo ("Los centuriones de Santiago"), Paz criticó asimismo que Guevara quisiera imponer su ascetismo socialista a los trabajadores cubanos.
“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.
¿Entonces, para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”.
(Eduardo Galeano)
El 5 de junio de 2012, bajo un sol canicular que calentaba el municipio cordillerano de Pijao (Quindío), niños, mujeres jóvenes, adultos, indígenas, campesinos, autoridades departamentales, hicimos un canto a la vida, a la esperanza, como símbolo de resistencia contra la política depredadora de la minería a cielo abierto.
Desde nuestras danzarinas cascadas de las verdes montañas y el embrujo de nuestro esmeraldino paisaje cultural cafetero, en homenaje, y haciendo honor a los guerreros pijaos y al cacique Calarcá, desde la Plaza de Bolívar de este bello poblado nos concitamos alrededor de defender la “pacha mama”, poniendo como principio fundamental la defensa de nuestros recursos naturales, sustento de vida.
En un país de muchos sueños frustrados y de muchas esperanzas vigentes, acunado por dos océanos; bañado por tres ríos arteriales en cuyas fuentes nadie padecería de sed; con abundantes riquezas naturales que contrastan con la miseria de la gente; con una prolija diversidad cultural en la cual se hablan 86 lenguas indígenas, despliega sus alas un joven departamento (Quindío) que bordea los casi 50 años de vida administrativa, amenazado ahora por una gran cantidad de multinacionales que pretenden expoliar sin compasión sus entrañas.
En la vertiente occidental de la Cordillera Central, rodeado por los páramos de Chili, Cumbarco y Barragán, y por los dulces y mansos ríos Santo Domingo, Barbas y Verde, con palmas que le hacen cosquillas al cielo, miradores que otean las estrellas; con campos aromatizados por el café y cuchicheados por suspiros de guadual; con una rica historia cultural que habla de indios que hacían cantar al oro y lo convertían en chispeantes ánforas y poporos; con un pasado de resistencia indígena liderado por el ventrudo cacique Calarcá, con una población aproximada de 600.000 personas, el Quindío se encuentra enajenado en un 70 por ciento de su territorio a las grandes multinacionales mineras.
Antes fue el terremoto que dejó en la miseria a miles. Luego la crisis económica de finales de los 90s, producto de la cual gran cantidad de familias fueron desmembradas, con sus miembros viajando a otros mundos en busca de mejor presente e irrenunciable futuro. Ahora la minería a cielo abierto cubre con su manto siniestro al departamento y encuentra profusas desigualdades socio-económicas como caldo de cultivo para hechos peores: la pobreza, legada por el pasado y aupada por el neoliberalismo; la exclusión de vastos sectores sociales, la concentración del poder político en pequeños reductos familiares que mantienen su dominio gracias al clientelismo y la corrupción, todo lo cual ha desvencijado los magros presupuestos municipales, declarados en su mayoría “paisaje verde cafetero”.
Los problemas que se generarán con la minería de gran escala serán de índole política, económica, social, cultural, ecológica. Harán que esta región se convierta en todo un infierno social, como es característica en otras tantas del país donde se explotan recursos naturales.
Con estos antecedentes, los manifestantes del 5 de junio exigimos al gobierno nacional que se respete la dignidad del pueblo quindiano, no permitiendo que continúe este modelo de desarrollo depredador. Con la pujanza de esta tierra cafetera, como hace 500 años, debemos empuñar la lanza pijao, defender el territorio Kakataina, preservar nuestra identidad cultural; defender el agua, el oxígeno. No se requieren leyes ‘leguleyas’ para saber que estos son derechos básicos fundamentales.
¡Sin maíz no hay país! ¡Queremos chicha, queremos maíz! ¡Fuera multinacionales del país! Fueron éstas las consignas constantes que se gritaron al unísono en las calles de Pijao.
Está comprobado que la minería de gran escala atenta contra la seguridad y la soberanía alimentaria de nuestra región. El cianuro, el mercurio, la dinamita, no pueden ser la política de desarrollo sustentable que nos prometen.
Proponemos desde este manifiesto proteger y volvernos custodios de nuestras montañas, porque ellas hacen que la madre naturaleza nos brinde la mejor obra pictórica que es nuestro verde andino. La segunda y definitiva independencia es, y tendrá que ser, contra las multinacionales, los nuevos invasores de este continente.
Para completar este aterrador panorama, la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos hará que toda su normatividad esté por encima de la legislación nacional, garantizando y blindando a las multinacionales para que sigan explotando en forma indiscriminada nuestros recursos naturales. Además, la agricultura para agrocombustibles y el reemplazo de las semillas autóctonas por transgénicas harán que las futuras generaciones padezcan hambre y sed. ¡La paz empezará cuando terminen el hambre y la miseria en nuestros pueblos!
Como dice el gran pensador y titán de las letras latinoamericanas Eduardo Galeano, la violencia engendra violencia, como se sabe; pero también engendra ganancias para la industria de la violencia, que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo.
¡Una vez más el Quindío se alza y se pronuncia contra la megaminería!
Marzo 20 - Abril 20 de 2021 |
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