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«La realidad anda más despacio que la ambición». Caucho

«La realidad anda más despacio que la ambición». Caucho
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Los primeros usos en Europa (botas, mangueras y capas) a principios del siglo XIX toman impulso con los procesos de investigación modernos de masticación y sobre todo de vulcanización en 1819 y 1839, por la compañía inglesa Hancock y la norteamericana Good Year, que corrigieron la sensibilidad natural de la goma a los cambios de temperatura, abriendo el camino para su utilización en mayor escala en plena era industrial.

Los ingleses a la caza

Hacia 1865 el inglés Henry Alex Wickham se estableció en Santarem, a mitad de camino sobre el Amazonas, entre Manaos y la desembocadura del gran río en el Atlántico; comenzó cultivando tabaco, tapioca y azúcar, para luego dedicarse a explotar el caucho, producto que se vendía con facilidad en Inglaterra. Un funcionario de la oficina colonial de la India, Clemente Markham, lograba transplantar la quina a tierras coloniales hindúes, ingeniaba una operación similar con el caucho, para lo cual elaboro una estratagema conjunta con el jardín botánico de Kew, en las afueras de Londres, en forma tal que a Wickham se le pagarían 10 libras esterlinas por cada mil semillas de la variedad más resistente, la Hevea Brasiliensis o Para. Wickham se traslado a un afluente del río Tapajos, aparentando ser un inocente investigador científico para no despertar sospechas entre los pobladores indígenas, le permitió reunir la considerable cantidad de 70.000 semillas listas a ser enviadas a sus ansiosos compradores.
Las semillas comenzaron a ser enviadas para ensayos infructuosos en tierras de Birmania, luego en Ceilán (hoy Sri Lanka), ambos pertenecientes a la India, hasta que se dieron satisfactoriamente en la también colonia inglesa de Malasia, lo que permitiría unas décadas mas adelante que la explotación de la goma pasara a ser producida por empresarios británicos en tierras del imperio, un negocio aún más rentable.

La Casa Arana

La explotación había llegado a la zona fronteriza colombo peruana en las dos últimas décadas del siglo. El Perú había fundado Nauta e Iquitos en el margen izquierdo de río Marañón hasta el Napo, mientras que Rafael Reyes y sus hermanos, ocupados en el negocio de la quina desde 1875 transportaban caucho extraído entre Caquetá y Putumayo, denominado caucho negro, de menor calidad del extraído en la región brasileña. Del lado sur del Putumayo, en 1898, el peruano Cappa y el argentino Reátegui iniciaron la extracción del caucho sobre la banda derecha del Putumayo. Ya en l899, muchos colombianos comenzaron a llegar a la zona, consiguiendo establecerse en “colonias” entre los mismos ríos, una de ellas “La Chorrera”, sobre el río Igaraparaná, seria la base de la Casa Arana. Desde el Napo comenzaron a llegar peruanos, como Manuel Chuquizonbdo y José Mori Ramírez (“El Chúmelo”), que se asociaron con Cappa y Reátegui. En ese mismo año llegó el transportador peruano Julio Cesar Arana al Putumayo y desalojó a todos los colombianos, asociado con Hipólito Pérez, José Gregorio Calderón o Benjamín Larrañaga, dueño original de ”La Chorrera”. Al resto de propietarios colombianos se les forzó a vender, cerrando el suministro de municiones, monopolio asegurado por la poderosa familia o logrando que la policía peruana pusiera presos a los renuentes, ante la indiferencia del vicecónsul colombiano en Iquitos, Juan Vega, y la taimada habilidad de otro connacional, José Cabrera, que se inició como socio de los hermanos Mauricio y Braulio Cuellar en la primera sociedad con perspectivas de éxito en la región. Los Cuellar fueron despojados mediante habilidosas jugarretas financieras de Cabrera que, a la postre, perdió todo frente a los Arana. Otros ejemplos fueron los de Carlos Lemos, Idelfonso González y Rafael Tobar quien, después de pasar un tiempo en la cárcel de Iquitos, logró establecerse en el Vaupés. Estas historias fueron recogidas por Rafael Uribe Uribe, en un Manifiesto publicado con el título “La invasión peruana”, dentro de su obra más general Por la América del Sur.

La casa Arana llegó a ser propietaria de 5.872 kilómetros cuadrados – superficie equivalente a reunir los departamentos de Risaralda y Quindío-, según el ingeniero Eugenio Rabuchón y dos colegas suyos, publicado en periódicos limeños hacia 1905, de donde lo reprodujo el alemán Rolf Wesche para una publicación del instituto Agustín Codazzi. Si bien tiene imprecisiones, la magnitud de la propiedad se extiende en el occidente desde el río Tamboryacu, hasta el sitio donde el río Caguán desemboca en el Caquetá, que le sirve de frontera norte hasta su confluencia con el Cahuinarí, recorre parte del Putumayo y su límite sur está conformado por la casi totalidad del río Yaguas, cubriendo así territorios que desde 1922 pertenecen más a Colombia que al Perú.

Las atrocidades de la Casa Arana-Peruvian Amazon Company

Por la misma época viajaban dos jóvenes norteamericanos, Walter Hardenburg y W. Perkins, en busca de aventuras por tierras exóticas, siguieron la hoya amazónica y comenzaron a escuchar historias de maltrato a la población nativa por parte de la compañía inglesa Peruvian Amazon Company. Oían de matanzas, azotes, torturas, violación a mujeres, cada vez con más fuerza a medida que extendían su peregrinaje por la selva cauchera, decidieron ir a enterar a los jefes de la empresa de la situación, convencidos de poner fin así a los atropellos. Llegaron a El Encanto, puesto que la Peruvian no era otra que la todopoderosa Casa Arana, convertida en compañía inglesa con la emisión de acciones en Londres en 1904, aunque bajo el control gerencial de la familia. Se les oyó y por respuesta fueron a dar a la cárcel, de donde salieron en consideración a su nacionalidad y, sin arredrarse, pusieron en conocimiento del Cónsul de su país lo que había sabido, sin lograr su atención.

Resolvieron entonces embarcarse para Gran Bretaña, allí ubicaron a los miembros de su junta directiva. Fueron oídos por los imperturbables Directores sin lograr inmutarlos, porque creían en la corrección de Arana. Alguien les sugirió recurrir a la sociedad Anti-Esclavista y protectora de los aborígenes, regida por el Reverendo John Harns, quien unos años antes había denunciado los desmanes de la empresa del Rey Leopoldo I de Bélgica en su colonia particular del Congo. El ministro anglicano creyó en principio la versión de sus visitantes y los presentó al editor del semanario The Truth, el 22 de septiembre de 1909 se publicó la primera parte de los atropellos con el titular: “The Devil Paradise: A British owned Congo”. Recogida por un diario, el Morning Leader, que tituló: “Our Congo”, los Directores comenzaron a inquietarse, Arana no respondió a las acusaciones y el Foreing Office envió al militar y antropólogo Capitán Whiffen para que verificara en el sitio qué validez tenían las denuncias. Su informe las confirmó, de lo cual siguió una comisión formal designada por los Directores para que se ahondara en la investigación.

El informe rendido causó enorme sensación. El gobierno le pidió al Perú poner fin a las atrocidades y lo propio hicieron el Papa y el presidente de Estados Unidos, William Taft. La Cámara de los comunes abrió un debate público de carácter investigativo. Los debates atrajeron brillantes defensores para los citados, se criticó acremente el no haberse percatado de las atrocidades que se venían cometiendo con dineros puestos a la disposición de la empresa.
Arana logró impresionar a los parlamentarios en su primera intervención, pero oídos los testimonios la segunda vez que Arana compareció se hizo evidente que era el explotador inescrupuloso y torturador. No podía legalmente procesársele por no ser súbdito británico, pero la Compañía fue obligada a disolverse, aunque para entonces los Arana habían acumulado suficientes ganancias como para no requerir más fondos de terceros y se mantuvieron en actividad, hasta que el mercado se desplazó de Sur América a Malasia y Sumatra, de británicos y holandeses.

La indemnización colombiana al victimario

El Perú, ad portas del Tratado de 1922, le tituló a la Arana el enorme territorio que había ocupado por veinte años, documentación que le permitió en 1939 percibir una indemnización colombiana de US$ 200.000, que se le entregaron en dos contados: US$ 40.000 ese año, pagados por el Banco Agrícola Hipotecario y el resto en 1964, que sufragó la Caja Agraria.

En 1918, el abogado José Eustacio Rivera comienza a interesarse en las atrocidades en el Casanare, a donde viaja con frecuencia por cuenta de un cliente suyo, terrateniente de la región. Más tarde, incursiona por toda la Orinoquia, como integrante de la comisión demarcadora de límites con Venezuela, remite un informe oficial al Ministerio de Relaciones Exteriores sobre atropellos a la población, publica varios artículos sobre el asunto y en 1925 aparece su novela La Vorágine.

El epílogo de la etapa cauchera lo escribió Henry Ford, ansioso de hacerse él mismo productor de la materia prima para dotar de llantas a su imperio automovilístico, compró en 1925, dos millones de hectáreas en la zona de Santarem, la misma de donde salieron las 70.000 semillas de la planta cincuenta años atrás. La gigantesca hacienda se denominó “Fordlandia” su objetivo era doblar la producción mundial de caucho, en un territorio que superaba la totalidad de las plantaciones asiáticas, lo cual llevó a las grandes productoras norteamericanas Goodyear y Firestone a pensar en siembras del producto en Costa Rica y Liberia. En Fordlandia, no obstante, la vieja mata se negó a producir suficientemente, desprovista del follaje de la selva, expuesta de manera directa a los rayos solares y sin los nutrientes naturales que la habían hecho florecer en sus orígenes. La naturaleza tomó venganza, como dice la frase final de La Vorágine.

Tras varios años de terquedad, el magnate americano se resignó y vendió su propiedad al Estado de Pará por US$ 250.000, un tres por mil de lo invertido.

La vorágine

Dos grandes apartes sobre la configuración del ser nacional colombiano, nos brinda Eustasio Rivera en La vorágine: la primera descrita en el Llano, donde ser colombiano -para los años 20 del siglo XX- no significa nada. Se está en plena colonización y el indígena sigue tratado como en la época de la colonia. La segunda descrita en la selva, donde la acumulación de capital se vive con plena violencia, como en tiempos de la esclavitud. El indio es una mercancía más, pero también otros muchos seres humanos. Es necesario releer esta gran obra para comprender el sino de nuestra nacionalidad.

Pág. 75
-Mulata, -le dije-: ¿cuál es tu tierra?
-Esta onde me hayo.
-¿Eres colombiana de nacimiento?
-Yo soy únicamente yanera, del lado de Manare. Dicen que soy craveña, pero no son del Cravo; que pauteña, pero no soy del Pauto. ¡Yo soy de todas estas yanuras! ¡Pa qué más patria, si son tan beyas y tan dilatáas! Bien dice el dicho: ¿Onde ta tu Dios? ¡Onde te salga el sol!
-¿Y quién es tu padre? –le pregunté a Antonio.
-Mi mamá sabrá.
-¡Hijo, lo importante es que haz nacido!
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Destemplado por la zozobra, me atrasé de mis camaradas cuando nos alcanzaron los perros. De repente, la aulladora jauría, con la nariz en alto, circundó el perímetro de una laguna disimulada por elevados juncos. Mientras los jinetes corrían haciendo fuego, vi que una tropa de indios se dispersaba entre la maleza, fugándose en cuatro pies, con tan acelerada vaquía, que apenas se adivinaba un derrotero por el temblor de los pajonales. Sin gritos ni lamentos, las mujeres se dejaban asesinar, y el varón que pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas, apedazado por los molosos. Mas con repentina resolución surgieron indígenas de todas partes y cerraron con los potros para dejarretarlos a macana y vencer cuerpo a cuerpo a los jinetes. Diezmados en las primeras acometidas, desbandarónse a la carrera, en larga competencia con los caballos hasta refugiarse en intrincados montes.
-¡Aquí Dólar; aquí, Martel! –Gritaba yo de estampía, defendiendo a un indio veloz que desconcertaba con sus corvetas a dos perros feroces. Siguiéndolo siempre, paralelo a las curvas que describía, lo vi desandar la misma huella, gateando mañosamente, sin abandonar su sarta de pescados. Al toparme, se enmatorró, y yo, receloso de sus arrestos, paré las riendas. Más de rodillas abrió los brazos:
-¡Señor Intendente, señor Intendente! ¡Yo soy el Pipa! ¡Piedad de mi!
Pág. 141
(El Pipa) Errante y desnudo vivió en las selvas más de veinte años, como instructor militar de las grandes tribus, en el Capanaparo y el Vichada; y como cauchero, en el Inírida y en el Vaupés, con los banivas y los barés, con los cuivas, los carijonas y los huitotos. Pero su mayor influencia la ejercía sobre los guahíbos, a quienes había perfeccionado en el arte de las guerrillas. Con ellos asaltó siempre las rancherías de los sálivas y las fundaciones que baña el Pautos.

Pág. 182
-¿Esas lacraduras de qué provienen?
-Ay señor, parece increíble. Son picaduras de sanguijuelas. Por vivir en las ciénagas picando goma, esa maldita plaga nos atosiga, y mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos, y al fin el hombre resulta vencido.
-A juzgar por usted, el duelo es a muerte.
Eso sin contar los zancudos y las hormigas. Está la venticuatro, está la tambocha, venenosas como escorpiones. Algo peor todavía: la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre. El ansia de riquezas convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones. El peón sufre y trabaja con deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas y emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia de que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarle esos placeres, como él lo hizo para su amo anteriormente. Sólo que la realidad anda más despacio que la ambición y el beriberi es mal amigo. En el desamparo de vegas y estradas, muchos sucumben de calentura, abrazados al árbol que mana leche pegando a la corteza sus ávidas bocas, para calmar, a falta de agua, la sed de la fiebre con caucho líquido; y allí se pudren como las hojas, roídos por ratas y hormigas únicos millones que les llegaron, al morir.

El destino de otros es menos precario: a fuerza de ser crueles ascienden a capataces, y esperan cada noche, con libertad en mano, a que entreguen los trabajadores la goma extraída para asentar su precio en la cuenta. Nunca quedan contentos con el trabajo y el rebenque mide su disgusto. Al que trajo diez libras le abonan sólo la mitad, y con el resto enriquecen ellos su contrabando, que venden en reserva al empresario de otra región, o que entierran para cambiarlo por licores y mercancías al primer cauchero que visite los siringales.

Pág. 192
“Recuerdo que la noche de mi llegada celebraban el carnaval. Frente a esos barandales del corredor discurría una muchedumbre clamorosa. Indios de varias tribus, blancos de Colombia, Venezuela, Perú y Brasil, negros de las Antillas, vociferaban pidiendo alcohol, pidiendo mujeres y chucherías. Entonces, desde una trastienda, aventábanles triquitraques, botones, potes de atún, cajas de galletas, tabaco de mascar, alpargatas, franelas, cigarros. Los que no podían recoger nada, empujaban, por diversión a sus compañeros sobre el objeto que caía, y encima de él arracimábase el tumulto entre risotadas y pataleo. Del otro lado, junto a las lámparas humeantes, había grupos nostálgicos, escuchando a los cantadores que entonaban aires de sus tierras: el bambuco, el joropo, la cumbia –cumbia. De repente, un capataz velludo y bilioso se encaramó sobre una tarima y disparó al viento su Winchester. Expectante silencio. Todas las caras se volvieron al orador. “Caucheros –exclamó éste-, ya conocéis la munificencia del nuevo propietario. El señor Arana ha formado una compañía que es dueña de los cauchales de La Chorrera y los de El Encanto. ¡Hay que trabajar, hay que ser sumisos, hay que obedecer! Ya nada queda en la pulpería para regalaros. Los que no hayan podido recoger ropa, tengan paciencia. Los que están pidiendo mujeres, sepan que en las próximas lanchas vendrán cuarenta, oídlo bien, cuarenta, para repartirlas de tiempo en tiempo entre los trabajadores que se distingan. Además saldrá pronto una expedición a someter a las tribus andoques y lleva encargo de recoger guarichas donde las haya. Ahora, prestadme todos atención: cualquier indio que tenga mujer o hija debe presentarla en este establecimiento para saber que se hace con ella”.
Inmediatamente otros capataces tradujeron el discurso a la lengua de cada tribu, y la fiesta siguió…

Pág. 210
Mas el crimen perpetuo no está en las selvas sino en dos libros: en el Diario y el Mayor. Si Su Señoría los conociera, encontraría más lectura en el DEBE que en el HABER, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida por que cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les dará medio siglo de esclavitud.

Pág. 266
Y cuando pasamos ante un caney, cercano al río, vi un grupo de niñas, de ocho a trece años, sentadas en el suelo, en círculo triste. Vestían todas chingues mugrientos, terciados en forma de banda y suspendidos por sobre el hombro con un cordón, de suerte que les quedaban pecho y brazos desnudos. Una espulgaba a su compañera, que se le había dormido sobre las rodillas; otras preparaban un cigarrillo en una corteza de tabarí, fina como papel; ésta, de cuando en cuando, mordía con displicencia un caimito lechoso; aquélla, de ojos estúpidos y greñas alborotadas distraía el hambre de una criatura que le pataleaba en las piernas, metiéndole el meñique entre la boquita, a falta del pezón ya exhausto. ¡Nunca veré otro grupo de más infinita desolación!
-Don Clemente, ¿qué se quedan haciendo estas indiecitas mientras tornan sus padres a las barracas?
-Estas son las queridas de nuestros amos. Se las cambiaron a sus parientes por sal, por telas y cachivaches o las arrancaron de sus bohíos como impuesto de esclavitud. Ellas casi no han conocido la serena inocencia que la infancia respira…

Pág. 280
En el pueblecito de San Fernando, que cuenta apenas sesenta casas, se dan cita tres grandes ríos que lo enriquecen: a la izquierda, el Atabapo de aguas rojizas y arenas blancas; al frente, el Guaviare, flavo; a la derecha, el Orinoco, de onda imperial. ¡Alrededor, la selva, la selva!
Todos aquellos ríos presenciaron la muerte de los gomeros que mató Funes el 8 de mayo de 1913.
Fue el siringa terrible –el ídolo negro- quien provocó la feroz matanza. Sólo se trata de una trifulca entre empresarios de caucherías. Hasta el gobernador negociaba en caucho.
Y no piensen que al decir “Funes” he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes aunque lleve uno sólo el nombre fatídico.

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