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¿Ambientalistas extremos, o clima extremo?

¿Ambientalistas extremos, o clima extremo?

Paralelamente al desarrollo de las reuniones en noviembre –preparatoria– y diciembre del año pasado, que constituyeron la XX Conferencia Internacional sobre Cambio Climático y X en calidad de reunión de las Partes en el Protocolo de Kyoto (COP20/CMP10), las salas de cine del mundo convertían en éxito la película de ciencia ficción Interestelar del director de origen inglés Christopher Nolan. El filme tiene como tema central una humanidad que cuenta como única posibilidad de salvación, contra su total extinción, el escape hacía otra galaxia, pues el oxígeno de la tierra está en agotamiento irreversible y las nubes de polvo en las áreas de producción agropecuaria amenazan con impedir totalmente la obtención de alimentos.

Las escenas del polvo parecen inspiradas en la sequía de la región central y norte de las Grandes Llanuras de los Estados Unidos, en los años treinta del siglo pasado, convertidas luego en el paisaje de fondo de Las uvas de la ira, la renombrada novela de John Steinbeck. De la película llama la atención no sólo la irreversibilidad de la situación en la que ha sido colocada la vida humana en la tierra, sino que la posibilidad de su prolongación en el tiempo se vea reducida tan sólo al traslado de embriones fertilizados a otra galaxia, con el consecuente sacrificio de los habitantes del planeta en ese momento. El genocidio y la eugenesia, apenas velados en el filme son, curiosamente, temas que aparecen con fuerza creciente en las reflexiones sobre las condiciones materiales, cada vez más extremas, a las que nos conduce la lógica predominante del capital.

¿La superficialidad y vaguedad de los acuerdos en la COP20/CMP10 son parte de la materia prima que parece alimentar la resignación y el convencimiento de que destruiremos nuestro planeta? ¿La defensa a como de lugar del consumismo como fin en sí y la máxima de que “nuestro modo de vida no es negociable” –como afirmó George W. Bush siendo presidente de los Estados Unidos, al referirse al Protocolo de Kioto–, son inamovibles que nos obligan a pensar que las condiciones que posibilitan la vida humana en la tierra están condenadas a su destrucción?

El director general de la Agencia Espacial Europea (ESA), Jean Jacques Dordain, declaró al medio de comunicación Russia Today, finalizando el 2014, que la colonización del espacio no es más que un mito. Que dadas las enormes distancias que nos separan de planetas “habitables”, pensar en una emigración humana como alternativa es un imposible. Nos encontramos, entonces, en una gran disyuntiva que comenzará a aclararse en diciembre de 2015 cuando en la cumbre COP21/CM11, a realizarse en París, y fecha límite para la adopción de medidas prácticas y vinculantes después de 2020, año de expiración del segundo período del protocolo de Kioto, se acuerden o no medidas que impidan que la temperatura promedio global aumente más de 20 C sobre el promedio de la época pre-industrial. En otras palabras, las previsiones sobre el deterioro del planeta nos dicen que el ritmo de los daños es más rápido que los cambios tecnológicos que nos podrían permitir la colonización de otras galaxias, tal y como sucede en la película de Nolan.

 

El calentamiento global y algo más

 

El último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambios Climáticos (AR-5), reafirmó su conclusión de que las temperaturas del planeta siguen elevándose, el hielo de los polos y las nieves perpetuas de las altas montañas disminuyendo y el nivel del mar continúa elevándose. Por tanto, las consecuencias más probadas como son la desaparición de amplias zonas costeras y la disminución de la producción agropecuaria por alteraciones radicales en los regímenes de lluvias –provocadas por períodos intensos tanto de sequía como de inundaciones– y la inutilización de grandes áreas hoy productivas, amenazan con convertirse en realidades en el mediano plazo.

El informe también reafirma que quedan pocas dudas que el calentamiento experimentado (0,80 C), respecto de la época preindustrial, obedece a la acción humana y es un efecto directo de que los niveles de CO2 se encuentren en la actualidad alrededor de 430 partes por millón (ppm), cuando antes de la etapa de industrialización eran de 280 ppm. El límite de aumento establecido en 20C ha sido estimado sobre la base de las condiciones que el planeta experimentó cuando la temperatura alcanzó ese valor promedio, y los mares se encontraban en un nivel entre 4 y 6 metros sobre el actual. Situación que de presentarse nuevamente haría desaparecer gran parte del mundo insular y una significativa área costera. No en vano, en 1994 la Asociación de Pequeños Países Insulares (Aosis) intentó comprometer a las naciones más industrializadas a una reducción del 20 por ciento de sus emisiones de CO para 2005, respecto de las de 1990, lo que fue imposible de lograr. Mantener el aumento de la temperatura promedio por debajo de los 20C depende de que las emisiones acumuladas de CO2 no sobrepasen 500 gigatoneladas de ahora en adelante, escenario bien improbable si se tiene en cuenta que con el actual ritmo de emisiones el nivel de saturación se alcanzaría en 2040. Pequeñas reducciones ampliarían el plazo del colapso de las actuales condiciones, pero no por mucho tiempo.

Las prospecciones petroleras en aguas profundas (conocidas en el lenguaje técnico como offshore) y en el Ártico, donde una empresa como Repsol se precia de tener 396 bloques de exploración, no son una buena señal de que en el corto o el mediano plazo el mundo vaya a contemplar una contracción significativa en el uso de combustibles fósiles y por tanto de emisiones de CO2. Los gases y el petróleo de esquisto, así como la explotación de las arenas bituminosas son muestras adicionales que el actual sistema económico, sin una presión fuerte de la población, no está dispuesto a dejar la adicción a los combustibles fósiles y que apuesta por el suicidio del planeta.

A la quema de carbón, petróleo y gas le atribuyen el 75 por ciento del CO2 emitido a la atmósfera, el 25 restante corresponde a la perdida de vegetación y a las alteraciones en el uso del suelo. Según la Fao, entre 1990 y 2010 la superficie forestal se redujo en cerca del 5,3 millones de hectáreas por año, lo que representa una pérdida, para ese período, de más de 100 millones de hectáreas de bosque, cuya extinción sumó a la emisión total de CO2 una tasa cercana al 20 por ciento.

La pérdida anual de doce millones de hectáreas de tierras productivas por efecto de la desertificación, según Naciones Unidas, es el otro elemento a destacar entre las causas más importantes del calentamiento global. Que además traerá como consecuencia, según las estimaciones actuales, que en 2025 la cantidad de tierras arables disponibles será mucho menor que en 1990. Este descenso será de dos tercios en África, un tercio en Asia y casi un quinto en Sudamérica. Dicha pérdida es muchísimo más acentuada en las tierras secas, donde paradójicamente las tasas de crecimiento de la población han mostrado un mayor dinamismo, aumentando la cantidad de personas en situación de vulnerabilidad y convirtiendo la desertificación en uno de los problemas ambientales y sociales más graves.

La relación entre calentamiento global y desertificación parece seguir un patrón retroalimentativo, como quiera que el primero al alterar los regímenes de lluvia y aumentar los períodos de sequía y los niveles de evapotranspiración, termina afectando con mayor intensidad a las tierras secas que contienen, según la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, más del 25 por ciento de los depósitos de carbono orgánico en el mundo y la casi totalidad del inorgánico. Carbono, que al liberarse a la atmósfera con los procesos de desertificación, y del que se calcula su emisión anual en 300 millones de toneladas (aproximadamente el 4 por ciento de las emisiones totales de carbono), acaba generando un círculo vicioso puesto que el calentamiento global facilita la desertificación y ésta, a su vez, contribuye al calentamiento global liberando CO2. Si a esto le sumamos el uso intensivo de fertilizantes nitrogenados, que al oxidarse producen gases de efecto invernadero como el óxido nitroso (N2O), que es mucho más nocivo que el CO2, completamos un cuadro nada halagüeño para los propósitos de disminuir los efectos antropogénicos en la alteración del clima.

El estrés hídrico creciente, es decir la mayor demanda de una calidad determinada de agua en relación con su oferta, es otro de los efectos de los modelos energéticos y de explotación agropecuaria a los que nos somete el capital. El agua embalsada es hoy superior a la que discurre de forma natural, con lo que se agravan los problemas de inundación, afectando la biota y contaminando el agua. Como es conocido, los represamientos de agua se dirigen, en lo esencial, a la generación de energía eléctrica y al riego, en una muestra más que tierra, energía, atmósfera y agua no pueden analizarse ni tratarse por separado, menos en una sociedad compleja y una naturaleza tan intervenida como la actual. Extraña por eso, la actitud casi indolente de la política frente a la problemática y que la academia y los medios de comunicación convencionales, en el mejor de los casos, traten el asunto como “un problema más”.

 

Negacionismo y descalificación

 

El creciente deterioro de las condiciones ambientales, sin embargo, no ha estado exento de controversia. Luego de la publicación en 1998 de las estadísticas sobre el calentamiento del planeta que mostraban un comportamiento prácticamente invariable entre el año 1000 y 1900, a partir del cual se daba un crecimiento abrupto en el siglo XX, y que por la forma de la gráfica se conoció como el “Palo de Hockey”, se desató una fuerte polémica sobre la pertinencia y validez del método y las cifras de cálculo. Tan sólo hasta 2006, un grupo de científicos de la Academia de ciencias de Estados Unidos (EU), a solicitud del Congreso de ese país, avaló con algunos ajustes las conclusiones de 1998 y aceptó que el calentamiento global si es un hecho. Sin embargo, los defensores de las tesis ultra-liberales siguen negando el fenómeno y argumentan que la problemática ambiental es una argucia de los derrotados comunistas para imponer visiones colectivistas.

Entre los trabajos más renombrados de los escépticos del problema ambiental tenemos el de Julián Simon –quien fuera llamado por sus admiradores, “cazador de pesimistas”–, en el que sostiene que la tecnología puede ampliar la provisión de materias primas casi de manera indefinida. Libros como Lo pequeño es estúpido: un llamado de atención a los verdes, de Wilfred Beckerman, publicado en 1995, en el que el autor sostiene que es inmoral dedicar recursos económicos a la preservación del ambiente en un planeta en el que la miseria está tan extendida, y además defiende la idea que conservar recursos para las generaciones futuras no tiene ningún sentido, así como tampoco lo tiene elevar a principio la conservación de la especie. Más recientemente logró gran resonancia el libro El ecologista escéptico, de Bjørn Lomborg, publicado en 2005, que defiende la tesis de la poca importancia del cambio climático, frente a problemas como el del Sida. Lomborg, apoyado por la revista ultraliberal The Economist, fue declarado culpable de deshonestidad objetiva por el manejo sesgado de las cifras en el mencionado libro.

La abrumadora cantidad de información que apoya la realidad de hechos como el calentamiento global, el agotamiento de recursos no renovables como el petróleo y el azufre, y la desertificación han dado lugar a un cambio desde la negación del hecho a la de sus efectos. Se argumenta, entonces, que la subida del nivel de los mares y el aumento de la temperatura no tienen que considerarse catástrofes, sino cambios manejables. Sin embargo, lo que no se quiere ver en este caso es que los desplazados por problemas ambientales, que van en aumento, son seres reales que sufren de manera cruel su desplazamiento.

Quedan en el aire, sin embargo, las preguntas de Wilfred Beckerman: ¿es deseable la perpetuación de la especie humana? ¿Tenemos obligaciones morales con las generaciones futuras? Las respuestas se escapan a la ciencia e introducen en el campo de la política. Pero, independientemente de lo que al respecto se piense, lo imposible de olvidar es que el problema ambiental no es tan sólo un problema potencial sino presente. Los habitantes de las tierras secas y de aquellos territorios más bajos respecto del nivel del mar están siendo expulsados de sus hábitats, y tienen derecho a defenderse. Además, la asimetría en el consumo tanto entre países como entre grupos sociales al interior de cada país, da derecho a hablar a las clases subordinadas de excesos y a reclamar formas distintas de lógica social.

 

Un debate demasiado elemental

 

En Colombia, desde octubre pasado se desató un debate de periódico, luego que Natalia Gutiérrez, directora de la Agencia Nacional de Minas, declarara que “No podemos dejarnos ganar por los ambientalistas radicales”. Observación que obedecía a la solicitud de moratoria que un grupo de organizaciones presentó para que fuera suspendida la autorización para la explotación de hidrocarburos conocida como fracking. En respuesta a las declaraciones, el exministro del Medio Ambiente Manuel Rodríguez Becerra escribió un artículo criticando la autorización de tal práctica mediante licencia ambiental exprés, que fue respondido por el articulista Ramiro Bejarano calificando a Rodríguez Becerra y a Julio Carrizosa, que también había participado en el debate, de ambientalistas extremos. Las contra-replicas de Bejarano, luego de amenazar diciendo que “Se les acabó el cuarto de hora a esos intolerantes del medio ambiente”, derivó en la discusión sobre si los polemistas tenían o no contratos con el Estado.

Moisés Wasserman, exrector de la Universidad Nacional, en un artículo publicado el pasado 8 de enero en el diario El Tiempo, señalaba la necesidad de distinguir entre ambientalistas extremos y ambientalistas (sin adjetivo), y caracteriza éstos últimos porque aceptan el cálculo costo-beneficio mientras que los extremos no. Sin embargo, como es conocido, en dicho cálculo la discusión es álgida respecto de las unidades de valuación de los activos naturales. Pero, más allá de los aspectos conceptuales, llama la atención que el debate, a pesar de no ser de carácter académico, se haya centrado en los adjetivos y que la causa que le da origen, la aprobación del fracking, no ocupe ningún lugar, máxime si se tiene en cuenta que ese tipo de explotación fue prohibida recientemente en Nueva York.

El ambientalismo no es neutro políticamente hablando, existen los ecofascistas de los que quizá su más importante representante es el finlandés Kaarlo Pentti Linkola, que se cuenta entre quienes consideran que la conservación ambiental pasa por la reducción radical de la población en el mundo y que de forma explícita o velada propugnan por la eugenesia. También tenemos a quienes aceptan el problema ambiental, pero estiman posible la transformación del modelo actual en un ecocapitalismo, como es el caso de Amory Lovins, jefe científico del Rocky Mountain Institute, y quien acuñó el término Negawatt, de uso generalizado en las proyecciones del consumo energético. Y además de los negacionistas y los “cínicos” (los que aceptando la existencia del problema ambiental, consideran que no es pertinente ocuparse del mismo), también se encuentran los ambientalistas humanistas (calificados de izquierda), que parten de la premisa que ambiente y lógica de la ganancia son incompatibles.

¿En qué posición se encuentran los movimientos convencionales de la izquierda colombiana? Más allá de lo elemental del debate en nuestro medio, lo positivo es que nos muestra que nadie puede ser neutro respecto de la crítica situación en la que se encuentra nuestra relación con la naturaleza, por la forma e intensidad que le imprime la lógica capitalista. Él éxito de un filme como Interestelar, quizá nos está señalando que así sea inconscientemente, empezamos a entender que en el tema, literalmente, así sea como especie, se nos va la vida.

Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
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