La huidiza paz y la felonía de las elites
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Los acuerdos de paz con los alzados en armas han terminado siempre en incumplimientos de todo tipo, dando pie a nuevos ciclos de violencia. La historia muestra que el silenciamiento de unos fusiles, sin transformaciones reales, tan sólo cambia el rostro y las siglas de agrupaciones que reciclan el uso de las armas como la única posibilidad de construcción de su realidad. Alterar de verdad las estructuras que han dado sustento histórico al necropoder es el único camino que de verdad nos puede llevar a una paz total.

El seis de junio de 1957, José Guadalupe Salcedo Unda, exguerrillero liberal y firmante de la paz con el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, fue asesinado por la Policía en la avenida Caracas con calle octava sur, cerca de la estación de bomberos de ese sector en Bogotá, luego de entrevistarse con Juan Lozano y Lozano, destacado jefe del partido político al que pertenecía el líder rebelde. En un hecho que parece no tan casual, el gobierno con el que había firmado la paz el insurgente había sido depuesto un mes y tres días antes del atentado que le costó la vida y que, según la convicción de la mayoría, fue resultado de una conjura en la que la dirección de su partido tuvo un papel preponderante.

La que era quizá la máxima figura del liberalismo en ese momento, Alberto Lleras Camargo, quien sería el primer presidente del llamado Frente Nacional –un pacto de los dos partidos tradicionales, el liberalismo y el conservatismo, para alternarse el poder durante dieciséis años, como supuesto mecanismo de erradicación de la violencia partidista–, dijo sobre la muerte de Salcedo: “A cualquiera se le ocurre pensar, por los métodos políticos que yo aconsejo y aplico, que si me hubiera correspondido actuar en los días de las guerrillas del señor Salcedo, habría estado separado y ajeno a sus sistemas de lucha, como lo estaba ahora la Dirección del partido de sus actividades, que el propio gobierno, según tengo entendido, consideraba pacíficas y contribuyentes a la paz del Llano”.

El negacionismo sobre el actuar cruento de los poderosos es una de esas características de nuestro discurrir político y reflexivo que ha velado y distorsionado lo que está detrás de nuestro violento ser histórico. Firmar acuerdos de paz para después ejecutar a los firmantes, que en no pocas ocasiones son incómodos testigos de cómo las elites políticas son el principal instigador de la violencia, ha sido una estrategia recurrente de los detentadores del poder en Colombia. El caso de Salcedo no fue el primero y tampoco sería el último. En los tiempos posteriores a las guerras civiles del siglo XIX, las ejecuciones de firmantes de la paz tuvieron inicio con los derrotados liberales de la Guerra de los Mil Días, que entre mediados de 1902 y 1903 fueron contados por decenas, y continúan hoy con los ex-combatientes de la Farc.

Entre el 26 de septiembre de 2016 y el 31 de diciembre de 2022, fueron asesinados 354 de ellos/as, en una sangría que no para. Y si bien, hasta el momento ha sido respetada la vida de la mayoría de los miembros de la cúpula, la felonía del Estado dio primero muerte política y luego física al más mediático líder de esa organización, que por su manejo de los medios de comunicación amenazaba con constituirse en un sólido antagonista discursivo.

En efecto, el entrampamiento a Jesús Santrich, dirigido por Néstor Humberto Martínez –bajo las órdenes de la DEA–, quien fungía como Fiscal de la nación en ese momento, y que además es empleado de vieja data de Luis Carlos Sarmiento Ángulo, el verdadero poder económico en Colombia, es hoy un hecho reconocido, incluso por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, que en su informe Los obstáculos para la continuidad de los procesos de paz en Colombia, en su introducción es contundente: “El caso de la operación del exnegociador de las FARC-EP Jesús Santrich, que llevó a su captura por estar supuestamente involucrado en un acuerdo para exportar diez toneladas de cocaína hacia Estados Unidos, tuvo muchos coletazos lejos del búnker de la Fiscalía: golpeó a la facción más crítica de las FARC-EP con el Acuerdo de Paz de 2016 y la terminó de convencer de volver a las armas; golpeó a muchos mandos medios, convencidos de que los siguientes serían ellos; golpeó a los exguerrilleros de base, que desde entonces leen con más fuerza muchas decisiones del Estado como parte de una conspiración; golpeó hasta al Gobierno de Juan Manuel Santos, que se enteró de la operación contra un exjefe negociador de las FARC el mismo día de su captura”.

En agosto del año pasado, el actual canciller, Alvaro Leyva Durán, declaró que Santrich fue entrampado y asesinado, y hasta ahora no ha sido desmentido. La pena de muerte para los reinsertados incómodos sigue como política clandestina del necropoder y enciende las alarmas para la continuidad de los diálogos inscritos en el proceso denominado “Paz Total”, que incluye actores con intereses diversos pues están inscritos en actividades con marcos sociales y legales distintos. Y si bien no puede dudarse de la buena voluntad del gobierno actual, no es menos cierto que la probabilidad de que sea sustituido por uno de signo contrario no es pequeña, con lo que la inseguridad de nuevos firmantes de Pactos por el posible regreso de quienes sienten siempre la obligación de “hacer trizas los acuerdos de paz”, tampoco es menor.

Del bandidaje y otras yerbas

Los medios de comunicación utilizan el termino bandidos para referirse tanto a los miembros de los grupos guerrilleros cómo a las bandas delincuenciales ajenas a la búsqueda de metas políticas, y que persiguen tan sólo el lucro a través de actividades ilegales. Mezcla que ha adquirido estatus formal con la denominación generalizada de Grupos Armados No Estatales (Gane), en un nuevo eufemismo equívoco y simplificador al que son tan dados los medios de comunicación y las esferas oficiales.

Sobre la base de esa indistinción, el jefe paramilitar Salvatore Mancuso, en carta abierta al actual mandatario, Gustavo Petro, expresa: “Porque si hay disidencias en el lado de la insurgencia, también hay disidencias por el lado de las Autodefensas, y todas ellas comparten como mínimo dos elementos. Uno, que tienen control territorial real y suplantan al Estado en muchos lugares del país, es decir, son un actor político en esas regiones. Dos, que son el resultado de acuerdos incumplidos y falta de garantías. […]. Definir con precisión y equilibrio su carácter político con el nivel de degradación de los conflictos armados territoriales es un imposible. Pero definirlos por un criterio exclusivamente ideológico una temeridad. Justificar el delito político dependiendo de si el actor es de izquierda o de derecha, desconoce el papel político de quien lo enfrenta, y de paso exacerba y legitima la violencia”.

Análisis simplista. El jefe de las llamadas autodefensas, al equiparar los dos actores, olvida que éstas últimas no suplantaron al Estado sino que fueron ejecutoras de sus políticas, es decir, que los paramilitares fueron, al fin de cuentas, mercenarios al servicio del poder político formal que en pago les permitió la producción y exportación de sustancias ilegales. La guerrilla, en cambio, e independientemente de lo que pueda pensarse de su accionar y de sus metas, busca derrocar el Estado y reconfigurarlo, no suplantarlo. En lo que sí tiene razón Mancuso es en señalar cómo uno de los elementos de la continuidad de la violencia es la felonía de las elites, que en su caso particular lo llevó a ser extraditado luego de firmar el denominado “Acuerdo de Ralito” con un gobierno con el que estaban identificados los firmantes y del que consideraban ser parte. En esto hay un paralelo con el caso de Salcedo Unda, pues la traición provino, en las dos situaciones, de los dirigentes de su propio partido, y tuvo por fin ocultar la participación en la violencia de quienes dicen ejercer la política legal.

Otro aspecto en el que Mancuso es impreciso es en hablar de disidencias de las autodefensas, pues el denominado Clan del Golfo, también conocido como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), no surge de una separación del “Pacto de Ralito”, aunque muchos de sus integrantes hayan pertenecido a las organizaciones que firmaron ese acuerdo, sino de la dinámica propia de una economía ilegal que exige para su funcionamiento de un cuerpo armado.

Además, existe una diferencia aún más importante para evaluar el contexto, y es que el marco regional de acción del llamado Clan define una relación distinta con el Estado, pues su interlocución y funcionalidad no ha sido con los poderes centrales sino con los locales y regionales. Mientras de Mancuso dicen que tuvo reuniones con altos representantes del ejecutivo, incluso ministros, en el edificio del Club el Nogal, de los actuales dirigentes del Clan del Golfo no hay noticias ni rumores de una cercanía de esa naturaleza. Y si bien, estos últimos buscan politizarse con un lenguaje de ultraderecha, que los acerca en ese aspecto al precedente paramilitarismo, sus  atentados a los reclamantes de tierras, los ambientalistas y quienes lideran los procesos de sustitución de cultivos, más que por aspectos ideológicos o por la acusación de ser auxiliadores de la guerrilla, están claramente relacionados con el hecho de que los intereses que defienden esos movimientos sociales  chocan directamente con la minería ilegal, la producción de cocaína y la reinversión de los excedentes allí alcanzados en latifundios ganaderos que aparecen como la cara legal de esa trinidad económica. El reciente paro minero en el Bajo Cauca es una muestra de cómo allí ha sido constituida una cadena productiva que enlaza esos tres renglones de la economía y como ha sido creado un poder regional que, más allá de relaciones subsidiarias con otras fuerzas de alcance local, no está inserto ni tiene el propósito de lograr metas de trascendencia nacional.

El gobierno Petro ha zanjado el asunto de la diferencia entre organizaciones armadas políticas y no políticas, radicando ante el Senado el Proyecto de Ley “Por el cual se establecen mecanismos de sujeción a la justicia ordinaria, garantías de no repetición y desmantelamiento de estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto”, del que quedan excluidos los grupos y organizaciones armadas rebeldes que poseen carácter político, con las cuales el gobierno adelanta diálogos o conversaciones de paz. Y es precisamente esa separación tajante la que no es aceptada por grupos como el Clan del Golfo, tal y como lo expresó Ricardo Giraldo, abogado de esa organización delincuencial, luego que el 19 de marzo el gobierno declarara suspendido el cese bilateral del fuego pactado con ellos, al afirmar que “el comisionado de paz nos ha dicho que sí es necesario que haya diálogos con las Agc. No ha hablado de negociaciones, pero sí de diálogos” (Colombia+20, 21/03/2023). Los periodistas de ese medio, además comentan que también dijo que “ese grupo armado no aceptará un sometimiento a la justicia, sino que esperan una negociación política”. Hecho qué, dado el ambiente del país y la situación política del oficialismo, parece muy poco probable.

Los éxitos de los paros armados del Clan del Gofo obedecen, además de las amenazas creíbles, a su fuerte inserción en la estructura social y económica en las regiones donde tienen su accionar. Fuera del reciente paro minero, ya habían sido convocados exitosamente otros en 2012, 2016 y 2022, como protesta por la muerte de algunos de sus dirigentes, que en algunos casos han sido enterrados como héroes regionales.

De esta manera, de confirmarse que este tipo de organizaciones influye en al menos 200 municipios, hablar de Paz Total parece una posición maximalista que tiene que empezar a ser revisada, aún si por eso es entendido tan sólo el desarme de las organizaciones armadas más numerosas. Debe quedar claro que la funcionalidad y el contexto de las “nuevas autodefensas” es sustancialmente distinto y que el tejido social que ha ido anudándose, con el apoyo de los poderes electorales departamentales, es más denso que en el pasado y con una mayor aceptación voluntaria de la población, aunque de menor alcance espacial que el de las anteriores autodefensas, lo que marca un aumento en la fragmentación político-administrativa que cede, cada vez más, el poder a los gamonalismos, en este acaso armados de forma abierta. 

La “condiciones objetivas”

De acuerdo con el Panorama De Necesidades Humanitarias 2023 de la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (Ocha, por sus siglas en inglés), entre 2015 y 2022 las personas en necesidad (“personas cuyo bienestar y niveles de vida dignos se ven amenazados o perturbados, y que no pueden reestablecer unas condiciones de vida mínimas y dignas sin asistencia adicional”) pasó de 4.8 a 7.7 millones de personas (de las cuales 3.1 millones tienen necesidades severas), en un claro deterioro de las condiciones de vida de la población. Y si bien en ese empeoramiento han influido hechos como la pandemia del coronavirus y más recientemente la inflación, la violencia de los grupos armados sigue siendo el vector principal, como quiera que los refugiados y migrantes entre 2018 y 2022 pasaron de 700 mil a 5.4 millones. Del total de personas con necesidades, 5.8 millones viven en 375 municipios bajo influencia de grupos armados.

La paz, entonces, así suene a muletilla, no puede limitarse al silenciamiento de los fusiles. Del acuerdo con las Farc, además del incumplimiento al respeto de la vida de quienes acogieron el proceso, debe señalarse que de las transformaciones en el sector rural, la parte central del acuerdo, poco es lo avanzado. La felonía no queda limitada, entonces, a cegar la vida del antagonista sino también a escamotear lo pactado. En junio de 2013 las Farc y el Estado colombiano anunciaron que, producto de los diálogos acogían la promulgación de una Reforma Rural Integral (RRI) con enfoque territorial, que en materia de propiedad creaba un Fondo de Tierras de tres millones de hectáreas provenientes de baldíos de la nación, tierras sujetas a la extinción de dominio, donaciones y adquisiciones de tierra por el Estado cuando éste lo considere necesario, para entregarlas a los campesinos. Que hayan sido adjudicadas tan sólo 473.464 muestra el tamaño del incumplimiento que en realidad puede considerarse engaño.

En ese marco, a mediados del año pasado, la prensa daba cuenta que habrían sido pagados cerca de 500 mil millones de pesos en sobornos a los funcionarios encargados de aprobar y asignar recursos a los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdet) que fueron el otro puntal de la RRI. Congresistas, funcionarios del Departamento Nacional de Planeación, la Contraloría, y de los Órganos Colegiados de Administración y Decisión (Ocad), encargados de gestionar los recursos de regalías destinados a financiar Pdet, fueron partícipes de una orgía de despilfarro y clientelismo que amenaza con quedar en la total impunidad. La conversión en un nido de corrupción del segundo elemento de los acuerdos, deja más que claro que más allá de sacar a algunos individuos de la guerra, lo que puede tener algún valor, los llamados acuerdos de paz no han servido para cambios realmente sustantivos.

En 2011 el gobierno promulgó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, como resultado de los primeros acercamientos confidenciales con las Farc, en un intento por buscar deslindar la imagen de los poderes centrales de ser auspiciadores del paramilitarismo. La ley ha sido otro rey de burlas si miramos las cifras de la Fundación Forjando Futuros que en su sistema de información Sembrando Paz señala que la meta gubernamental fue restituir tierras en 300 mil casos estimados de despojo –de los que hay formalizadas 143.581 solicitudes ante la Unidad de Restitución de Tierras–, siendo tan sólo resueltos hasta ahora 13.924 (4,6% de las metas oficiales y 9,7 de las solicitudes elevadas). Las tierras restituidas suman 566.138 hectáreas, lo que significa qué en diez años, de las seis millones de hectáreas despojadas, solo han devuelto el 9 por ciento por lo que, a ese ritmo, si no hubiera más tropiezos, el regreso de las tierras a los herederos de los verdaderos dueños duraría alrededor de 111 años.

Es una realidad enmarcada en un contexto mucho más amplio. El país sigue estancado en una situación en la que la tierra es apropiada más como condición de dominio geopolítico y activo de especulación que como un recurso natural y básico de la producción, enajenándosela a quienes en realidad la requieren para un uso productivo. Si volteamos la mirada a los 24 puntos que Guadalupe Salcedo pedía a cambio del cese de hostilidades, podemos concluir que los motivos de los alzamientos continúan. En resumen, reclamaban los rebeldes de los años cincuenta, el restablecimiento de la tenencia de la tierra para sus verdaderos dueños, la creación del Instituto de Colonización e Inmigración, atención e indemnización a los habitantes de las zonas víctimas de la violencia, depuración de las Fuerzas Armadas, creación de la oficina de rehabilitación y socorro, libertad para los presos políticos y regreso de los exiliados. Peticiones que reproducen, en no poca medida, nuevamente, las exigencias actuales.

Las razones de la interminable repetición de procesos de paz seguidos de nuevas fases de violencia deben buscarse en la estructura plutocrática del sistema de poder colombiano basado, de un lado, en el secuestro del mercado interno y la consiguiente formación de monopolios protegidos institucionalmente –el caso de los Santo Domingo y las cervezas, antes de su cesión al capital multinacional, y del grupo empresarial antioqueño (GEA) con los alimentos procesados, pueden ser buenos ejemplos de esto– por lo que innovar no es una  necesidad y la dinámica de los cambios es apenas una mala imitación de lo visto en el exterior.

De otro lado, el secuestro del Estado por unas elites constituidas en una aristocracia bastarda que lo ha convertido en coto de caza y complemento de su esfera de negocios.  Esto, sumado a un país fragmentado y dominado por clanes regionales donde aparecen mezclados lo legal, lo informal y lo abiertamente ilegal, del que pueden ser un buen ejemplo el Bajo Cauca con un tinte más marcado en lo ilegal, y el Atlántico de los Char, con un rostro más visible en lo informal y en lo legal, pero que en ambos casos ejemplifica ese rostro de Jano de los poderes regionales y nacionales, con la doble cara propia del necropoder en el que la violencia es una constante y no una excepción, pues son los monopolios económicos y políticos la base de una estructura en la que la fuerza es la única garante de la continuidad. Asumir, entonces, con todas sus implicaciones, que el ruido de los fusiles no estatales es consecuencia y no causa, es una condición necesaria para la superación de ese ciclo repetido de pesadillas en que se ha convertido nuestro marco histórico.

La importancia del discurso de la Paz Total debe residir, entonces, en obligar a hurgar en la verdadera naturaleza de nuestras relaciones violentas, y a eso deben apuntarle los progresismos y los que defienden que otro mundo es posible si de verdad quiere alcanzarse la meta. Las desmovilizaciones de rebeldes, si bien pueden ser importantes no son, ni mucho menos la paz, y las múltiples aristas del conflicto, difíciles de tratar, incluso en la juridicidad, dan muestra de la complejidad del problema, que no por eso niega una raíz común. Si silenciar todos los fusiles ya es un problema en sí, alcanzar la paz y la reconciliación, cualquier cosa que esto último signifique, es una tarea titánica que pasa por liberar al Estado y al mercado interno del secuestro al que han sido sometidos durante doscientos años. De lo contrario, el incumplimiento a los rebeldes, en particular, y a las comunidades en general, nos seguirá llevando al reinicio permanente de fases de cruda violencia en una espiral sin fin.

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Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo N°301, 18 de abril-18 de mayo de 2023

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