¿Cuál es la concepción de Derechos Humanos que rige en la Policía Nacional, y cómo es el proceso formativo que imparten a los nuevos uniformados, para que consideren que su autoridad descansa en las armas? ¿Es posible pasar de una fuerza de ocupación, como en realidad es esta institución en Colombia, a un cuerpo de control social regido por la soberanía comunitaria?
“Un grupo especial de comando está preparado para perseguir y matar extraterrestres cucarachas, que invaden el planeta y se esconden en cloacas y ruinas, pero en una de las persecuciones uno de los soldados más eficientes es rociado con algo en el rostro por una de las cucarachas, justo cuando el soldado está dispuesto a matarla. Sucede algo en un inicio incomprensible para él, descubre que a quien ha estado matando no son cucarachas, el spray que rociaron en su cara le ha permitido ver que son personas, mujeres y niños escondidos en esas ruinas que lo miran directamente a los ojos. Se siente aterrorizado porque ya ha matado a muchos; cuando le cuenta a su superior éste le confirma y le da la opción de aplicarle un mecanismo para olvidar o vivir con la culpa que eso implica. El oficial decide someterse al mecanismo para olvidar (serie de Netflix, “Black Mirror 3” temporada 5to episodio)”.
Una serie de ficción, que como siempre carga rasgos de realidad. Esa que sí vivimos en Colombia, para el caso que nos ocupa en Bogotá, en donde el pasado 15 de junio un grupo de jóvenes, después de una salida de amigos, intentan abordar un bus del servicio integrado de transporte, ingresando sin pagar a la estación de Transmilenio de la Autopista Norte con calle 142. Intento fallido, pues son vistos por un policía que hace una voz de alto no acatada por los requeridos, quienes echan a correr. Reacción lógica, mucho más cuando se es joven, pues todos temen llegar a las celdas de la mal llamada Unidad Permanente de Justicia (UPJ), espacios hacinados donde se violan casi todos los derechos humanos.
¿Todo normal? No. Pero sí en Colombia, un país donde la naturalización de la violencia mutó en estrategia de vida para miles de miles; un país donde la policía, militarizada, dota con armas de gran poder a sus efectivos, los mismos que las usan más para agredir que para prevenir, convirtiéndose de hecho, y de esta manera, en una fuerza de ocupación, como sucede cuando un país es invadido por otro. Naturalización de la violencia que lleva a banalizar el mal, donde no sólo se agrade por cualquier motivo, hasta por los más intrascendentes, y donde personas normales cometen actos monstruosos.
Es por ello que este es apenas el inicio de una triste tragedia, pues en el caso de estos jóvenes, el policía, cegado por “el cumplimiento de su deber” –proteger y hacer respetar la propiedad privada– decide perseguirlos unas ocho cuadras, pero sin poderlos capturar. ¿Hubo una motivación profunda, sentimiento de frustración o rivalidad de fuerza que lo impulsaron a demostrar su poder y autoridad? O más tenebroso aún, no fue una emoción profunda que nubló su razón, sino que su lógica secunda sus acciones.
Con argumentos en su cabeza que validan su proceder, el policía actúa, toma un taxi y se dirige tras los jóvenes. Ya no es policía, ahora es un cazador. Cuando llega al lugar donde se encuentran –calle 144 con carrera 46– se baja del vehículo y desenfunda su arma; por pura reacción de autoprotección los jóvenes corren de nuevo, ahora por temor al arma; un estruendo estalla y un segundo después yace en el suelo Andrés Camilo Ortiz, de 19 años de edad, uno de los jóvenes que huía del cazador urbano.
El susto agobia a sus compañeros, que corren con más energía, pese a lo cual uno de ellos hace un alto para intentar socorrer a quien ahora está moribundo, pero al acercarse al cuerpo alza la vista y ve que el “el paladín de la justicia” le apunta directamente; el frío recorre su cuerpo y siente que tiene que autoprotegerse, retoma la carrera. El policía, con “su trofeo” en el piso, camina de un lado a otro sin solicitar ayuda médica inmediata para el joven que siente que la vida se le va.
¿Un motivo para morir? Andrés Camilo nunca hubiera pensado así, mucho menos lo hubiera deseado, nunca hubiera pensado que un policía, por el simple hecho de portar un uniforme verde y un arma, llegara a asumir una simple colada a un portal como motivo para acabar con su vida, tal vez joven como él, viviendo con sus 19 años en plena primavera.
Pero Andrés desconocía que los agentes de la Policía Nacional son sometidos voluntariamente a una formación que acalla su conciencia, que elimina la empatía básica entre seres humanos, igual que en la historia del inicio, mecanismos de desconexión moral para ver enemigos en los otros, y considerar cada acción como un combate.
Las cámaras del sector registraron todo, ahí está la memoria de lo sucedido, de lo que nunca más debiera volver a ocurrir. El desenlace para Andrés Camilo Ortíz, de 19 años de edad, estudiante de tercer semestre de contaduría de la Universidad Nacional, es fatal. Un joven víctima de un policía que, reaccionó de acuerdo a procesos formativos recibidos, mentalizado como el disciplinador social, que está convencido que más que una vida, hay que proteger el “orden y la propiedad privada”, que las instituciones y las cosas son más importantes que las personas. Así, el policía formado sin un margen de autonomía y valoración ante cada circunstancia que vive y/o enfrenta, sin un aprendizaje donde resalte la vida por sobre cualquier bien privado o público, termina por considerar que ante la burla de estos jóvenes él está cumpliendo con su deber.
Juan es teniente retirado del ejército, es un conocido y amigo a quien reencuentro y le narro los hechos para entender mejor lo sucedido.
–Es que si los muchachos se metieron al Transmilenio sin pagar eso es una falta, pero se volvió un delito cuando se les dio la voz de alto y se echaron a correr. Me dice Juan con tranquilidad.
–Y ahí, el policía sí puede disparar. Agrega.
Esto me produce terror, porque no logro comprender la estructura de las leyes de un país donde es legal disparar a unos jóvenes por no acatar un grito de alto, cuya única falta fue querer entrar colados al sistema de transporte público, y después, por natural temor, correr al ver a la policía. Un temor donde la ética está escrita sobre simples conveniencias institucionales y sus integrantes no hacen, sobre dichas leyes, ningún discernimiento ético, sobre la valoración de la vida y de lo que puede ser catalogado o no, como delito.
Pienso en lo dicho por mi amigo Teniente y en el significado profundo de lo que rodea esa voz de ¡alto!, y me produce terror saber, pensar que los policías ven como enemigo y criminal a una persona que no obedece de manera inmediata sus órdenes, por lo cual pueden atentar contra su vida; policías que tienen la convicción total de que sus acciones son coherentes con la ética impartida en el entrenamiento que los prepara para su supuesta función social: proteger y servir a la comunidad.
En la lista de horrores que me produce el hecho y hablar de él, me horroriza la absoluta justificación y naturalidad con la que piensa un militar o policía como Juan; cuando la acción que terminó con la vida de Andrés Camilo, según la norma establecida, tiene para él una justificación, por lo cual se siente totalmente libre de culpa y bendecido por el cumplimiento del deber.
Dice Juan: “para mi siempre se trata de cumplir la ley del ejército y la ley de Dios, y si tengo que matar a un delincuente en un enfrentamiento pues lo hago”. Y se echa la bendición.
¿Ha pensado nuestra sociedad a quiénes y cómo están formando a nuestros supuestos protectores? Las consecuencias en todo caso están a la vista, indicándonos que es urgente construir otra política para la seguridad colectiva.
¿Es este policía una persona intrínsecamente mala, con el potencial de matar y hacer daño a otros? ¿Es la fuerza pública un grupo de individuos malvados y violentos, sin familias y con impulsos agresivos incontrolables?
Para buscar luz ante este interrogante acudo al psicólogo e investigador Albert Bandura quien asegura que: “Los actos inhumanos son perpetrados por personas que en otros aspectos de sus vidas pueden ser compasivos y humanos”. En sus estudios, Bandura expone los mecanismos de desconexión moral, y parte de las respuestas a las conductas, en este caso de los uniformados que son padres, esposos, ciudadanos, a lo mejor ejemplares, pero que no tienen ningún problema ético al matar, torturar o hacer daño a quien considera como su enemigo.
Las personas dentro del contexto social desarrollan un marco de referencia moral que les permite identificar lo bueno y lo malo. Estas normas guían y determinan la conducta. Sin embargo para la conducta del transgresor (en este caso el policía) lo que sucede es un acomodamiento del referente ético de manera que no le incomode. Para Bandura la gente “buena” puede llegar a cometer actos crueles. Lo que hace es conectarse o desconectarse de esas normas morales, y justificar las acciones dependiendo de a quien catalogue de humano o no.
Para así proceder tiene varios mecanismos de desconexión moral. Las instituciones militares, religiosas, políticas, y casi cualquiera que pueda resguardarse en un ideal, usan con frecuencia estos mecanismos para validar sus actos (masacres, asesinatos, secuestros, desapariciones, genocidios) Las personas en nombre de ideales –supuestos o reales– hacen cosas para sentirse orgullosas, tener una bandera por la cual luchar les potencia valor personal, un ejemplo de siglos atrás son las Cruzadas, para aquellos caballeros matar estaba totalmente justificado, los enemigos estaban nada menos que en contra de Dios. Pero en tiempo reciente nos podemos acercar a multitud de ejemplos, entre ellos el propio fascismo, en lucha contra el comunismo, o en nuestro territorio los propios paramilitares –o sus aliados en los cuarteles– en lucha contra el “narcoterrorismo”.
Son “héroes” de ayer y de hoy, en cuyos casos deshumanizan al enemigo (la víctima), convirtiéndolo en un subhumano, lo que impide que lleguen a generar empatía con él, de ahí que al aludir al mismo anulen sus características humanas, identificándolo dentro de un grupo agresor, revoltoso, terrorista, insurgente, delincuente, o similar*.
Para así proceder, uno de los mecanismos más poderosos es la justificación moral, a partir del uso de palabras engañosas para santificar la conducta destructiva, para lo cual cada persona o institución tiene sus propios argumentos para validar sus acciones. Es común en ello el uso de lenguajes enrevesados y eufemismos, con lo cual ocultan la violencia y la agresión que despliegan a partir de ciertas políticas o medidas desplegadas, todo lo cual resume técnicas ya muy desarrolladas por los políticos que no hablan de desalojo de una población sino de reubicación, que no aluden a niveles de pobreza sino de poblaciones vulnerables.
Estamos, entonces, ante toda una maquinaria del poder, que requiere un abandono de la voluntad individual para someterse a la obediencia de un superior que lo es en rango, asumido, además, como tal en inteligencia. ¿Cómo discutir con alguien superior a ti? ¿Cómo discutir con quien significa el ideal de lo que quieres llegar a ser? Solo hay una máxima: Obediencia.
Comportamiento que de manera técnica recibe el nombre de único superior, y que lleva a la obediencia ciega, la cual tiene otras consecuencias pues cuando un subalterno es enjuiciado y argumenta que simplemente obedecía la ley lo sancionan, porque la obediencia institucional o grupal no exime del delito.
Estamos ante un sistema de estructuración de mentalidades sometidas que es complejo. Los sistemas de autoridad están estructurados para que las políticas destructivas sean camufladas, disimuladas, no explícitas ni directas, pueden ser incluso ilegales –como los paramilitares en Colombia–, que les permite a quienes están en la punta de la pirámide jerárquica desentenderse de las consecuencias y negar las responsabilidades. Además que las culpas quedan diseminadas en cada fracción de la acción, lo que le resta la magnitud de terror que el hecho pudiera tener. Por ejemplo, uno da la orden, otro estructura la estrategia, otro consigue el armamento, otros realizan la acción con la convicción de que cumplen órdenes, ¿la culpa es de todos o es de nadie? La acción grupal propicia el anonimato.
Pero también, los mecanismos finales desplegados por el poder culpabilizan a la víctima; por supuesto, para que el sistema moral no se active se desestiman los efectos dañinos de la acción.
Todos estos recursos son potenciados por el poder al momento de formar a quienes supuestamente protegen a la sociedad, los que construyen una coraza en el cerebro de cada uno de sus funcionarios y de sus agentes. Actúan de manera violenta protegidos por tales recursos.
Así, al momento del disparo contra Andrés Camilo Ortiz, cuando milésimas de segundo después yace en el suelo moribundo, el “agente del orden” camina de un lado para otro, tal vez se está activando su sistema moral, para encontrar en alguno de los mecanismos antes mencionados la razón lógica de sus acciones. Finalmente, de acuerdo a su razonar, la culpa será del estudiante, que aunque no es un delincuente seguramente su conciencia –en su agonía– le dirá que se portó como tal.
¿Paradoja? No. Es el poder y todo su arsenal de defensa y ataque desplegado, en este caso para imponer “orden”, no importa el precio que implique lograrlo ni las consecuencias de ello.
* Esto es lo más tradicional, pero ahora también se habla de moralización tecnológica, ya no de personas sino que se usan términos tecnológicos o números, por ejemplo.
¿Cuál es la concepción de Derechos Humanos que rige en la Policía Nacional, y cómo es el proceso formativo que imparten a los nuevos uniformados, para que consideren que su autoridad descansa en las armas? ¿Es posible pasar de una fuerza de ocupación, como en realidad es esta institución en Colombia, a un cuerpo de control social regido por la soberanía comunitaria?
“Un grupo especial de comando está preparado para perseguir y matar extraterrestres cucarachas, que invaden el planeta y se esconden en cloacas y ruinas, pero en una de las persecuciones uno de los soldados más eficientes es rociado con algo en el rostro por una de las cucarachas, justo cuando el soldado está dispuesto a matarla. Sucede algo en un inicio incomprensible para él, descubre que a quien ha estado matando no son cucarachas, el spray que rociaron en su cara le ha permitido ver que son personas, mujeres y niños escondidos en esas ruinas que lo miran directamente a los ojos. Se siente aterrorizado porque ya ha matado a muchos; cuando le cuenta a su superior éste le confirma y le da la opción de aplicarle un mecanismo para olvidar o vivir con la culpa que eso implica. El oficial decide someterse al mecanismo para olvidar (serie de Netflix, “Black Mirror 3” temporada 5to episodio)”.
Una serie de ficción, que como siempre carga rasgos de realidad. Esa que sí vivimos en Colombia, para el caso que nos ocupa en Bogotá, en donde el pasado 15 de junio un grupo de jóvenes, después de una salida de amigos, intentan abordar un bus del servicio integrado de transporte, ingresando sin pagar a la estación de Transmilenio de la Autopista Norte con calle 142. Intento fallido, pues son vistos por un policía que hace una voz de alto no acatada por los requeridos, quienes echan a correr. Reacción lógica, mucho más cuando se es joven, pues todos temen llegar a las celdas de la mal llamada Unidad Permanente de Justicia (UPJ), espacios hacinados donde se violan casi todos los derechos humanos.
¿Todo normal? No. Pero sí en Colombia, un país donde la naturalización de la violencia mutó en estrategia de vida para miles de miles; un país donde la policía, militarizada, dota con armas de gran poder a sus efectivos, los mismos que las usan más para agredir que para prevenir, convirtiéndose de hecho, y de esta manera, en una fuerza de ocupación, como sucede cuando un país es invadido por otro. Naturalización de la violencia que lleva a banalizar el mal, donde no sólo se agrade por cualquier motivo, hasta por los más intrascendentes, y donde personas normales cometen actos monstruosos.
Es por ello que este es apenas el inicio de una triste tragedia, pues en el caso de estos jóvenes, el policía, cegado por “el cumplimiento de su deber” –proteger y hacer respetar la propiedad privada– decide perseguirlos unas ocho cuadras, pero sin poderlos capturar. ¿Hubo una motivación profunda, sentimiento de frustración o rivalidad de fuerza que lo impulsaron a demostrar su poder y autoridad? O más tenebroso aún, no fue una emoción profunda que nubló su razón, sino que su lógica secunda sus acciones.
Con argumentos en su cabeza que validan su proceder, el policía actúa, toma un taxi y se dirige tras los jóvenes. Ya no es policía, ahora es un cazador. Cuando llega al lugar donde se encuentran –calle 144 con carrera 46– se baja del vehículo y desenfunda su arma; por pura reacción de autoprotección los jóvenes corren de nuevo, ahora por temor al arma; un estruendo estalla y un segundo después yace en el suelo Andrés Camilo Ortiz, de 19 años de edad, uno de los jóvenes que huía del cazador urbano.
El susto agobia a sus compañeros, que corren con más energía, pese a lo cual uno de ellos hace un alto para intentar socorrer a quien ahora está moribundo, pero al acercarse al cuerpo alza la vista y ve que el “el paladín de la justicia” le apunta directamente; el frío recorre su cuerpo y siente que tiene que autoprotegerse, retoma la carrera. El policía, con “su trofeo” en el piso, camina de un lado a otro sin solicitar ayuda médica inmediata para el joven que siente que la vida se le va.
¿Un motivo para morir? Andrés Camilo nunca hubiera pensado así, mucho menos lo hubiera deseado, nunca hubiera pensado que un policía, por el simple hecho de portar un uniforme verde y un arma, llegara a asumir una simple colada a un portal como motivo para acabar con su vida, tal vez joven como él, viviendo con sus 19 años en plena primavera.
Pero Andrés desconocía que los agentes de la Policía Nacional son sometidos voluntariamente a una formación que acalla su conciencia, que elimina la empatía básica entre seres humanos, igual que en la historia del inicio, mecanismos de desconexión moral para ver enemigos en los otros, y considerar cada acción como un combate.
Las cámaras del sector registraron todo, ahí está la memoria de lo sucedido, de lo que nunca más debiera volver a ocurrir. El desenlace para Andrés Camilo Ortíz, de 19 años de edad, estudiante de tercer semestre de contaduría de la Universidad Nacional, es fatal. Un joven víctima de un policía que, reaccionó de acuerdo a procesos formativos recibidos, mentalizado como el disciplinador social, que está convencido que más que una vida, hay que proteger el “orden y la propiedad privada”, que las instituciones y las cosas son más importantes que las personas. Así, el policía formado sin un margen de autonomía y valoración ante cada circunstancia que vive y/o enfrenta, sin un aprendizaje donde resalte la vida por sobre cualquier bien privado o público, termina por considerar que ante la burla de estos jóvenes él está cumpliendo con su deber.
Juan es teniente retirado del ejército, es un conocido y amigo a quien reencuentro y le narro los hechos para entender mejor lo sucedido.
–Es que si los muchachos se metieron al Transmilenio sin pagar eso es una falta, pero se volvió un delito cuando se les dio la voz de alto y se echaron a correr. Me dice Juan con tranquilidad.
–Y ahí, el policía sí puede disparar. Agrega.
Esto me produce terror, porque no logro comprender la estructura de las leyes de un país donde es legal disparar a unos jóvenes por no acatar un grito de alto, cuya única falta fue querer entrar colados al sistema de transporte público, y después, por natural temor, correr al ver a la policía. Un temor donde la ética está escrita sobre simples conveniencias institucionales y sus integrantes no hacen, sobre dichas leyes, ningún discernimiento ético, sobre la valoración de la vida y de lo que puede ser catalogado o no, como delito.
Pienso en lo dicho por mi amigo Teniente y en el significado profundo de lo que rodea esa voz de ¡alto!, y me produce terror saber, pensar que los policías ven como enemigo y criminal a una persona que no obedece de manera inmediata sus órdenes, por lo cual pueden atentar contra su vida; policías que tienen la convicción total de que sus acciones son coherentes con la ética impartida en el entrenamiento que los prepara para su supuesta función social: proteger y servir a la comunidad.
En la lista de horrores que me produce el hecho y hablar de él, me horroriza la absoluta justificación y naturalidad con la que piensa un militar o policía como Juan; cuando la acción que terminó con la vida de Andrés Camilo, según la norma establecida, tiene para él una justificación, por lo cual se siente totalmente libre de culpa y bendecido por el cumplimiento del deber.
Dice Juan: “para mi siempre se trata de cumplir la ley del ejército y la ley de Dios, y si tengo que matar a un delincuente en un enfrentamiento pues lo hago”. Y se echa la bendición.
¿Ha pensado nuestra sociedad a quiénes y cómo están formando a nuestros supuestos protectores? Las consecuencias en todo caso están a la vista, indicándonos que es urgente construir otra política para la seguridad colectiva.
¿Es este policía una persona intrínsecamente mala, con el potencial de matar y hacer daño a otros? ¿Es la fuerza pública un grupo de individuos malvados y violentos, sin familias y con impulsos agresivos incontrolables?
Para buscar luz ante este interrogante acudo al psicólogo e investigador Albert Bandura quien asegura que: “Los actos inhumanos son perpetrados por personas que en otros aspectos de sus vidas pueden ser compasivos y humanos”. En sus estudios, Bandura expone los mecanismos de desconexión moral, y parte de las respuestas a las conductas, en este caso de los uniformados que son padres, esposos, ciudadanos, a lo mejor ejemplares, pero que no tienen ningún problema ético al matar, torturar o hacer daño a quien considera como su enemigo.
Las personas dentro del contexto social desarrollan un marco de referencia moral que les permite identificar lo bueno y lo malo. Estas normas guían y determinan la conducta. Sin embargo para la conducta del transgresor (en este caso el policía) lo que sucede es un acomodamiento del referente ético de manera que no le incomode. Para Bandura la gente “buena” puede llegar a cometer actos crueles. Lo que hace es conectarse o desconectarse de esas normas morales, y justificar las acciones dependiendo de a quien catalogue de humano o no.
Para así proceder tiene varios mecanismos de desconexión moral. Las instituciones militares, religiosas, políticas, y casi cualquiera que pueda resguardarse en un ideal, usan con frecuencia estos mecanismos para validar sus actos (masacres, asesinatos, secuestros, desapariciones, genocidios) Las personas en nombre de ideales –supuestos o reales– hacen cosas para sentirse orgullosas, tener una bandera por la cual luchar les potencia valor personal, un ejemplo de siglos atrás son las Cruzadas, para aquellos caballeros matar estaba totalmente justificado, los enemigos estaban nada menos que en contra de Dios. Pero en tiempo reciente nos podemos acercar a multitud de ejemplos, entre ellos el propio fascismo, en lucha contra el comunismo, o en nuestro territorio los propios paramilitares –o sus aliados en los cuarteles– en lucha contra el “narcoterrorismo”.
Son “héroes” de ayer y de hoy, en cuyos casos deshumanizan al enemigo (la víctima), convirtiéndolo en un subhumano, lo que impide que lleguen a generar empatía con él, de ahí que al aludir al mismo anulen sus características humanas, identificándolo dentro de un grupo agresor, revoltoso, terrorista, insurgente, delincuente, o similar*.
Para así proceder, uno de los mecanismos más poderosos es la justificación moral, a partir del uso de palabras engañosas para santificar la conducta destructiva, para lo cual cada persona o institución tiene sus propios argumentos para validar sus acciones. Es común en ello el uso de lenguajes enrevesados y eufemismos, con lo cual ocultan la violencia y la agresión que despliegan a partir de ciertas políticas o medidas desplegadas, todo lo cual resume técnicas ya muy desarrolladas por los políticos que no hablan de desalojo de una población sino de reubicación, que no aluden a niveles de pobreza sino de poblaciones vulnerables.
Estamos, entonces, ante toda una maquinaria del poder, que requiere un abandono de la voluntad individual para someterse a la obediencia de un superior que lo es en rango, asumido, además, como tal en inteligencia. ¿Cómo discutir con alguien superior a ti? ¿Cómo discutir con quien significa el ideal de lo que quieres llegar a ser? Solo hay una máxima: Obediencia.
Comportamiento que de manera técnica recibe el nombre de único superior, y que lleva a la obediencia ciega, la cual tiene otras consecuencias pues cuando un subalterno es enjuiciado y argumenta que simplemente obedecía la ley lo sancionan, porque la obediencia institucional o grupal no exime del delito.
Estamos ante un sistema de estructuración de mentalidades sometidas que es complejo. Los sistemas de autoridad están estructurados para que las políticas destructivas sean camufladas, disimuladas, no explícitas ni directas, pueden ser incluso ilegales –como los paramilitares en Colombia–, que les permite a quienes están en la punta de la pirámide jerárquica desentenderse de las consecuencias y negar las responsabilidades. Además que las culpas quedan diseminadas en cada fracción de la acción, lo que le resta la magnitud de terror que el hecho pudiera tener. Por ejemplo, uno da la orden, otro estructura la estrategia, otro consigue el armamento, otros realizan la acción con la convicción de que cumplen órdenes, ¿la culpa es de todos o es de nadie? La acción grupal propicia el anonimato.
Pero también, los mecanismos finales desplegados por el poder culpabilizan a la víctima; por supuesto, para que el sistema moral no se active se desestiman los efectos dañinos de la acción.
Todos estos recursos son potenciados por el poder al momento de formar a quienes supuestamente protegen a la sociedad, los que construyen una coraza en el cerebro de cada uno de sus funcionarios y de sus agentes. Actúan de manera violenta protegidos por tales recursos.
Así, al momento del disparo contra Andrés Camilo Ortiz, cuando milésimas de segundo después yace en el suelo moribundo, el “agente del orden” camina de un lado para otro, tal vez se está activando su sistema moral, para encontrar en alguno de los mecanismos antes mencionados la razón lógica de sus acciones. Finalmente, de acuerdo a su razonar, la culpa será del estudiante, que aunque no es un delincuente seguramente su conciencia –en su agonía– le dirá que se portó como tal.
¿Paradoja? No. Es el poder y todo su arsenal de defensa y ataque desplegado, en este caso para imponer “orden”, no importa el precio que implique lograrlo ni las consecuencias de ello.
* Esto es lo más tradicional, pero ahora también se habla de moralización tecnológica, ya no de personas sino que se usan términos tecnológicos o números, por ejemplo.
En su presentación ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos, la nueva Secretaria de Estado de ese país emitió sus primeras declaraciones en relación a America Latina. Se propone una "diplomacia directa", que pretende basarse en un supuesto "poder inteligente". Habla del continente como si fuese un espacio vacío en el que va a proyectarse.
Pero su discurso, pretendidamente abierto al diálogo, no puede dejar de esconder sus garras, revelando que el "poder inteligente" puede ser una nueva versión para la conocida combinación de "la cachiporra y la zanahoria"[1]" alternada o simultáneamente utilizada siempre por el poder imperial en América Latina y en el resto del mundo.
Si quiere tener una relación de diálogo positivo, la Sra. Clinton debería, antes que nada, hacer una autocrítica de la política que los Clinton desarrollaron en el continente y de la de Bush. La realidad es todo lo contrario, vean lo que se propone la nueva Secretaria de Estado:
"Deberemos tener una agenda positiva en el hemisferio como respuesta al tráfico de temor propagado por Chávez y Evo Morales."
Hablar de temor en nombre de la potencia que recientemente mandó circular su V Flota por las costas del continente; como si eso todavía produjese miedo en los gobernantes latinoamericanos, en el momento en que se reunía, por primera vez en la historia sin la presencia de los Estados Unidos, el Consejo Sudamericano de Defensa. En el momento en que nuevas reservas de petróleo han sido descubiertas en Brasil. Cuando Bolivia ejerce su soberanía expulsando al embajador de los Estados Unidos, por sus reiteradas intromisiones en la política interna de ese país, y por incentivar los planes golpistas de la oposición derechista.
Hablar de temor antes de normalizar las relaciones con Cuba, terminando con el criminal bloqueo de más de 40 años. Antes de retirar de forma inmediata la base de terror de Guantánamo y devolver ese territorio usurpado por el imperio hace más de un siglo a Cuba.
Lo que la Sra. Clinton llama temor, nosotros los latinoamericanos lo llamamos solidaridad – palabra que ustedes desconocen. Porque lo que Venezuela y Bolivia propagan es la política que, con el decisivo apoyo de Cuba, terminó con el analfabetismo en esos dos países. Pregúntese ¿que país, apoyado hace tantas décadas por los Estados Unidos, puede exhibir esa conquista, a pesar de los millones de dólares repartidos por el imperio para fortalecer a sus aliados derechistas?
Lo que la Sra. Clinton llama temor, nosotros lo conocemos como Operación Milagro, que ya permitió a más de un millón de latinoamericanos recuperar su capacidad de visión, con hospitales en Cuba, Venezuela y Bolivia, de forma totalmente gratis. Mientras que el imperio contribuyó cotidianamente a cegar a millones de personas fomentando, con recursos y noticieros falsos, los medios de comunicación monopólicos privados en el continente – aliado fundamental del imperio en la región.
Lo que la Sra. Clinton llama temor, nosotros lo conocemos como Escuela Latinoamericana de Medicina, que con sus sedes en Cuba y en Venezuela, forma las primeras generaciones de médicos pobres en América Latina, para fortalecer las políticas de salud pública en el continente.
En fin, Sra. Clinton, si quieren tener una política de diálogo con el continente, primero tiene que darse cuenta de que este no es el mismo continente de cuando su marido gobernaba y el neoliberalismo y el ALCA reinaban. Asuma modestamente que no conoce el continente, venga a visitar nuestros países, sin declaraciones, para aprender como se construyen procesos de integración regional, como se superan las políticas de libre mercado que su país propaga desde hace décadas como la solución y que se volvió el principal problema a enfrentar.
Venga a conocer los nuevos gobiernos, las nuevas políticas, pero antes resuelva los problemas pendientes – Cuba, Guantánamo, Operación Colombia, entre otros -, para no correr el riesgo de, delicadamente, moralmente, ser recibida no con flores, sino con zapatazos.
Por, Emir Sader
Carta Maior
Traducción: Insurrectasypunto
Texto original en portugués: www.cartamaior.com.br
Texto en español: www.insurrectasypunto.org
[1] N de la T: La expresión "do porrete e da censura" o viceversa, es la expresión de combinar y alternar según las circunstancias las fases de agradecer y castigar.
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