Todos los días viene el susto. Aquí ya es una moda de los últimos días. La gente prende el televisor a las ocho de la noche, la hora de las noticias, para informarse de la última novedad sobre la crisis mundial de la economía. Todos las mañanas se lee la primera página con curiosidad y miedo. Si el sistema se derrumba o si no la vamos a pasar tan mal. Siempre aparece un gurú que, sonriente, augura que “el año siguiente se van a arreglar todas las cosas”. Hoy, tapa de los diarios: “Ultima salida: jornada reducida”. El recurso de decenas de grandes empresas. Reducir los horarios y así reducir los salarios para no despedir gente. Pero en páginas interiores se nos informa que hay, este mes, nada menos que 350.000 desocupados más. Un diputado de la izquierda propuso aumentar el dinero que se da a los desocupados para así lograr más poder de compra y que se muevan los mercados. Pero un diputado demócrata-cristiano, nada menos, señaló que aumentar la ayuda a los desocupados sólo va a traer movimiento en la venta de alcohol y de tabaco. Justo la filosofía de los que han ordenado así el mundo, con la llamada “economía de mercado”. Y otro hecho que deja al desnudo que en el sistema capitalista sólo se aplica la llamada justicia a los pobres. Los supermercados Kaiser dejaron cesante sin indemnización a una cajera, con treinta años de servicio, acusada de que se había quedado sin rendir un vale de un euro con treinta centavos por la devolución de botellas. Es decir, moneditas. La Justicia ratificó la decisión de la empresa y la mujer quedó sin trabajo. (Todo se hubiera podido arreglar con tres días de suspensión o una severa advertencia.) Pero no, el puntapié de punta para que aprenda. En cambio, la misma Justicia, al presidente del consorcio de correos de todo el país, el multimillonario Zumwinkel, acusado de estafar al Estado en el pago de impuestos en una suma de varios millones, lo condenaron a dos años de prisión en suspenso y a pagar una multa, y el sensible Zumwinkel se retiró de la vida pública a vivir en su fastuoso castillo en la montaña para no caer en la depresión. Todo esto es la moral del sistema. En el corso de carnaval de la ciudad renana de Köln (Colonia), el carruaje más aplaudido fue el que llevaba a un muñeco gordo, en frac y galera, pero en calzoncillos, que representaba al capitalismo en su estado actual, haciendo equilibrio en una cuerda, mientras abajo, muñecos que representaban al pueblo hacían una verdadera red entrelazando brazos y piernas para salvar al todopoderoso capitalismo, hoy en calzoncillos. Claro, cuando el sistema peligra, el pueblo es el que paga, con despidos, más impuestos y carencias. Pero entre tanto cinismo político y ético surgen nuevas fuerzas que mueven a la discusión como pocas veces se ha visto. En las universidades, en los círculos culturales y gremiales y últimamente también en la iglesia, que había guardado silencio ante un mundo al revés de lo que tendría que ser la convivencia racional. Y la voz cantante la lleva un teólogo, el profesor Gerd Lüdemann, de la Universidad de Goettingen. Su voz se ha alzado con una nitidez de pensamiento que no se escuchaba en Alemania desde los tiempos de Lutero o de aquel mítico obispo Münzer, el de las huelgas campesinas alemanas de 1511, que se puso al frente de los trabajadores rurales contra los príncipes dueños de la tierra. El obispo y miles de esos explotados de la tierra fueron finalmente vencidos y ejecutados por los militares, como siempre ha ocurrido en la historia. El teólogo Gerd Lüdemann con sus ideas revolucionarias ha llevado a una polémica apasionada de miembros de todas las iglesias cristianas. Lüdemann ha afirmado taxativamente que la “Teología no es ninguna ciencia”, porque es confesional. La Teología no se basa en ninguna comprobación científica, sino en creencias, en lo que se titula la fe, en el caso del cristianismo “porque lo sostiene la Biblia” y es “la palabra de Dios”, sin demostrarlo. Y exige que no haya más universidades teológicas y menos que éstas sean solventadas por el Estado, como ocurre en Alemania desde la Edad Media. Esto ocurre por el poder de las iglesias, tanto católica como protestante. Cuando –dice y lo comprueba– ahora la realidad es otra, ya que apenas una tercera parte de la población alemana pertenece a una religión y, pese a eso, el gobierno acaba de firmar nuevos contratos de enorme generosidad para con las universidades confesionales. E insiste el teólogo Lüdemann: “La Biblia es un producto del hombre y contiene un sinnúmero de imágenes de quién es Dios. ¿A qué Dios, visto del punto científico, se quiere describir? Los teólogos cristianos lo demuestran todo a través de la fe. Pero eso nada tiene que ver con la ciencia, sino que es sencillamente confundir la cátedra con un púlpito. (Lüdemann textual: “Sorprende el status académico de la Teología ya que no es ninguna ciencia”.) La ciencia toma ante todo como principio, en su búsqueda, la falta total de presuposiciones y está obligada a la absoluta búsqueda de la verdad y debe demostrarla. Y prosigue diciendo que la universidad debe dedicarse sí, entre otras materias, a la historia de las religiones, al análisis de todos sus teologías, pero no consagrar universidades a la enseñanza de la religión aceptando sin discusión sus bases. El profesor Lüdemann fue alejado de su cátedra y la Justicia ratificó esa medida, dando la razón a los que tomaron esa resolución sin debate alguno. El profesor Lüdemann recibió esa sentencia declarando: “Eso es repetir la Inquisición y es un golpe en el rostro de la libertad necesaria que debe tener la ciencia”. El sigue sosteniendo –y ha prendido esto en la opinión pública– que no tiene que ser el Estado el que financie esas universidades, sino que esto deben hacerlo las propias religiones. Lüdemann ha dedicado su vida a demostrar, con argumentos científicamente históricos, las grandes falsedades en que se basan las religiones. Y compara su actitud con “la investigación histórico-crítica de siglos pasados en la revisión del cristianismo que pudo desarrollarse pese al dogmatismo de la iglesia”. Y agrega: “El método histórico es parte del movimiento emancipatorio de la curiosidad científica” y, finalmente, la “Ilustración no permite, a la larga, ser atada con las cadenas del dogma. Se impulsa como una corriente incontenible contra la cual son impotentes todos los diques y esclusas”. Lüdemann ha escrito varios libros para demostrar su tesis. Sobre la vida de Jesús de Nazareth señala que se lo puede calificar de un “mago”. Se trató de un hombre que, por sobre todo, sabía curar a enfermos y se hizo fama de eso y que fue San Pablo quien lo elevó a la categoría divina. Y, por supuesto, la discusión seguirá por siempre. Hasta que la ciencia siga su infinita ruta de llegar a explicar el origen de la naturaleza y del hombre. Lo que sí, a las religiones les queda una misión: lograr los principios de un mundo de paz, sin guerras y sin miserias. Hasta ahora no lo lograron, ni siquiera se lo propusieron. Salvo algunos representantes, como en el caso argentino, el indiscutible obispo Angelelli, para nombrar a uno. Ante un mundo como el actual, dominado por desastres económicos, hambrunas y guerras interminables, los que se dicen representantes de Dios no tienen que reducirse a orar y arrodillarse para pedirle lo que hasta ahora no se ha logrado. Todo lo contrario, deben convertir sus templos en verdaderos centros de enseñanza y debate de cómo lograr sociedades pacíficas y generosas. No conformarse con el paraíso después de la muerte, sino buscar los caminos de cómo obtenerlo en la tierra. No puede haber un Dios tan malo que deje morir de hambre a miles de niños de hambre por día en el mundo o sonría gozoso viendo cómo los seres humanos fabrican armas para matarse entre sí con la mayor crueldad. Fundar, sí, una religión que propague el amor a la ciencia para descubrir todos los misterios que rodean al origen de la vida y enseñar a mantener viva la naturaleza que nos rodea para las generaciones venideras. Esa es la única religión en la que debemos creer. Convertir los templos en centros del saber. Propender a la maravillosa tarea de descubrir todo lo que ignoramos y demostrar que el ser humano es capaz de lograr la paz eterna y no conformarse con la promesa de vidas futuras en paraísos y que los perdimos porque Eva le hizo comer una manzana a Adán. Luchar con la base del raciocinio de las ciencias y lograr el beneficio de la ayuda mutua para construir un mundo como quien construye una casa con jardines y flores para sus hijos. Eso y nada más. Que es todo. Y dejarnos de ceremonias con señorones disfrazados que se dicen castos y nos recitan palabras de glorificación a quienes no conocemos y dé reprimenda a los que no creen que ése sea el camino para lograr un futuro sin violencias. Por eso es buena la iniciativa del teólogo Lüdemann de poner sobre la mesa todo aquello fuera de la razón, para comenzar a discutir. Ojalá que la Teología se convierta en el camino de la razón para, con la sabiduría, llegar a saber qué es el ser humano, qué es el universo y su naturaleza. Va a ser el mejor y tal vez único método de bajarlo al señor disfrazado de capitalismo –hoy en calzoncillos– y en vez de protegerlo con nuestros brazos, nos pongamos a sembrar la semilla de oro del trigo para todos. Por Osvaldo Bayer Desde Bonn, Alemania
La mayoría de las interpretaciones sobre el colapso financiero que se inició en octubre insisten, de una u otra manera, en verlo como la parálisis de un sistema que a mediano o a largo plazo se habrá de recuperar para seguir funcionando grosso modo como lo había hecho hasta hace poco. ¿Qué tan largo es hoy el “largo plazo”? Cuando en los años 30 los socialistas solían decir que “a largo plazo el capitalismo estaba prácticamente muerto”, Keynes les respondía que a “largo plazo” todos estaríamos muertos. Es curioso que el argumento haya cambiado de bando. Al parecer, cada vez que una doctrina social o económica recurre a la indecibilidad del tiempo para justificarse, hay algo que anda mal en ella, que la hace vulnerable frente a las circunstancias.
Existen varias predicciones sobre lo que podría pasar. El escenario “U”: el descenso se inició desde 2007 y la recuperación tardará dos o tres años. El escenario “V”: la caída de las bolsas fue tan abrupta como lo será, debido precisamente a las quiebras, la reanimación. El escenario “L”: tal como sucedió a la economía japonesa en los años 90, se trata de una recesión a la que se ingresó sin aviso previo y que se prolongará durante una década o más.
Todas o casi todas estas “interpretaciones” –actos de fe, sería un término más preciso– coinciden en que, para impulsar el come back, el “Estado” habrá de ocupar el lugar que le fue negado desde los años 80 en el ámbito de la regulación, las inversiones públicas y las políticas contra el desempleo. Es realmente jocoso observar a un Sarkozy o un Berlusconi, o su copia muy enclenque y desmejorada en Germán Martínez, hablar, como si se hubieran cambiado simplemente de camiseta, de la necesidad de un “Estado fuerte” y una “conciencia de la regulación” para garantizar el bienestar de la sociedad. Hace tan sólo unos meses, estas definiciones eran, en boca de esa misma facilidad retórica, conceptos anacrónicos, vestigios del pasado. Entre chiste y chiste, cuando se escucha al jefe ultra del panismo decir “Estado fuerte”, más vale precaver, pues uno lo imagina visualizando un régimen en el que él encarna la fuerza que suprime toda diversidad.
En suma: lo que más impresiona de la parálisis actual es acaso la parálisis de las interpretaciones mismas, el estancamiento del pensamiento desde el cual se codifica la “crisis”. La parálisis es un efecto que proviene ya sea de un colapso de funciones o bien de alguna forma del temor. En este caso, probablemente se conjugan ambas a la vez.
Parálisis frente al acontecimiento mismo, frente a un presente que pierde rápidamente actualidad, acaso frente a la resistencia para aceptar que, en el mundo de nuestros días, las formas sociales y económicas (la subjetividad que define nuestras elecciones, las instituciones que regulan lo plausible, los límites de lo aceptable, las expectativas de lo fiable) no logran mantener su estabilidad, porque mutan y se transforman antes de que puedan definir el sentido de las acciones que pretenden fijar.
Aceptémoslo: el hipercapitalismo, la forma del capitalismo más reciente, que se había visto a sí mismo como un fin de la historia, se acerca gradualmente al fin de su historia. Especular sobre los escenarios de este fin no tiene sentido, porque el único debate que puede producir algún sentido no es el que se origina en la pregunta de qué pasará, sino en el dilema de qué está pasando. Hablar del futuro cuando el presente ha implotado es un simple y llano auto de fe. Es curioso que una filosofía tan pragmática como lo fue el neorracionalismo haya terminado en un pobre decálogo de teología económica.
Al parecer el peor adversario del hipercapitalismo ha sido él mismo: no tuvo frente a sí ningún “enemigo”, ningún “sujeto” que lo relevara, ninguna “alternativa” o “fuerza social” que lo desplazara. De su breve historia se podría decir lo mismo que de la de Narciso: lo hundió el encanto por sí mismo.
Lo que está en juego hoy es, ante todo, la construcción de una nueva subjetividad. ¿Bajo qué primado habrá de enfrentarse, en la próxima década, creo, la reinvención de la sociedad? Adscribir al “Estado” esa responsabilidad es dejar en manos de quienes lo ocupan esa discusión. El problema es si las instituciones y las nuevas formas sociales que habrán de surgir se edifican bajo el primado de lo público, de las preguntas por el bienestar, la distribución de la riqueza, la democratización de las oportunidades, o si se deja al fantasma del “Estado” la oclusión de la novedad. No hay que confundir el orden de lo público con los sintagmas estatales.
Tal vez el escenario que nos espera no se asemeje al destino previsto en la “U” o en la “L”, sino más bien en la “Z”, que describe un punto de ingreso a la crisis y una salida ya muy distante (y distinta) a ese origen.
Por, Ilán Semo
Edición 2010. Fromato 14 x 20 cm.177 páginas.
P.V.P:$15.000 ISBN:978-958-8454-16-0
Reseña:
En los últimos 30 años se hizo dominante lo que pudiéramos llar el olvido del capitalismo.En los debates culturales artísticos o cientificos, donde se abordan temas específicos pero no se pensaban sus nexos con el capitalismo como modo de producción y formación histórica.
La idea del capitalismo como estado final del desarrollo histórico de las sociedades humanas fue el supuesto implícito que hizo posible esta situación.Clausurada la experiencia de la historia, la humanidad quedaba condenada a padecer eternamente las contradicciones del capitalismo y los seres humanos quedaban limitados a tratar sólo asuntos de ámbito restringido.Los dramas humanos se reducían a microficciones sin horizonte de conjunto: un simple rastro en la arena.
Este libro de Gonzalo Arcila Ramírez plantea que es posible superar esas contradicciones en la perspectiva de un humanismo post capitalista que se afirme en las posibilidades que las revoluciones científico-tecnológicas de la contemporaneidad generan para que el trabajo creador sea el modo univrsal de existencia de las actuaciones humanas.
Gonzalo Arcila Ramírez. es psicologo de la Universidad Nacional de Colombia, profesor universitario, coordinador de la cátedra de psicología general de la Incca y miembro fundador del grupo de investigación "La Política Universitaria en la Sociedad del Conocimiento" (PUSOC). Ha investigado los procesos de la creación en el grpo de teatro "La Candelaria" y publicado numerosos ensayos y libros sobre la política cultural y educativa, así como las funciones psicológicas complejas.
Transv 22 N 53D-42. Int 102 (Bogotá)
Carrera 48 N 59-52 Of. 105 (Medellín)
E-mail: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. (todas las ciudades)
Teléfonos: 345 18 08 / 217 89 92 (Bogotà y otras ciudades) / 291 09 69 ( Medellìn)
Whatsapp: 3204835609
Facebook : http://bit.ly/2bwXbER
El año 2009 se caracterizó por la coexistencia de dos crisis que se venían gestando desde décadas atrás, y que de una u otra manera seguirán acompañando a la humanidad en el futuro: la crisis del sistema financiero y en general del sistema económico internacional, y la crisis climática.
De las múltiples y complejas implicaciones de la primera voy a destacar la llamada recesión, que en términos sencillos quiere decir que en un período determinado las economías de los países –y, en este caso, la economía global– no siguen creciendo al ritmo con que venían haciéndolo en períodos anteriores. No se necesita siquiera que decrezca (que reduzca su tamaño) significativamente sino que basta con que deje de crecer.
Cuando una persona está demasiado pasada de kilos, el médico le advierte que se puede morir si se engorda un kilo más, y le recomienda que, si le queda imposible enflaquecer, por lo menos intente no seguir engordando. Con el capitalismo sucede lo contrario: mantener su peso estable ya quiere decir enfermedad, y enflaquecerse conduce a la depresión.
La crisis climática, como se sabe, se agudiza (no se genera, pues, entre las causas de la crisis climática se pueden citar muchas más) debido al incremento de las emisiones de los llamados gases de efecto invernadero (GEI), como consecuencia del consumo excesivo de combustibles fósiles como el petróleo y el carbón, del auge de la agricultura y de la ganadería “industrial”, del aumento y la acumulación de desechos que en su descomposición producen metano y otros GEI, y de otras actividades humanas ligadas todas a la manera como hemos entendido y llevamos a cabo el desarrollo.
De todos estos procesos que contribuyen al agravamiento de la crisis climática, depende el crecimiento –es decir: la salud– de la economía nacional y mundial.
Aun en sistemas ‘alternativos’ de medición de la calidad de vida, como es el Índice de Desarrollo Humano (IDH) que desde hace varios años utiliza el Sistema de Naciones Unidas, el ingreso económico constituye un factor esencial. Mientras mayor sea el ingreso de una persona, una familia, una comunidad o un país, mayor será su capacidad para consumir más recursos y más energía y, se supone entonces, mayores serán sus posibilidades para acceder a una vida “con calidad”.
Desde cualquier punto de vista, sería absurdo entender como ‘saludable’ la reducción de los ingresos económicos de una gran mayoría de la población que hoy debe realizar milagros diarios para sobrevivir. Cuando esto se publique, estarán todavía en plena vigencia las reacciones por el nuevo salario mínimo y su insuficiencia para satisfacer las necesidades de supervivencia mínima de una familia colombiana.
Sin embargo, mientras más recursos y energía podamos consumir, mayor será nuestra “huella ecológica”, es decir, nuestro “peso” sobre el planeta, medido en términos de presión sobre los recursos naturales, generación de basuras y producción de gases que producen el cambio climático. En otras palabras, mientras más ‘saludable’ sea la economía, más ‘enfermo’ estará el planeta al cual pertenecemos y de cuya ‘salud’ dependemos para existir. Ya hay en la economía tentativas de ‘castigar’ los indicadores de desarrollo económico, incorporándoles la dimensión de su impacto ambiental, pero lo cierto es que, en términos prácticos, hoy por hoy más desarrollo quiere decir mayor capacidad para devorar los recursos del planeta, contaminar la biosfera y contribuir al calentamiento global.
![]() | Doña Juana: En primer plano, el relleno. Al fondo: Bogotá. Al relleno Doña Juana de Bogotá llegan diariamente más de seis mil toneladas de desechos, un indicador de la ‘dinámica’ de la economía de la ciudad. |
Razón tuvieron Hugo Chávez y Evo Morales cuando en la reunión de Copenhague culparon al capitalismo de la crisis ambiental, pero se quedaron cortos al omitir una mención expresa de que la misma obsesión depredadora que inspira y justifica al capitalismo neoliberal alimenta al capitalismo de Estado. A la atmósfera le da lo mismo si el gas carbónico que la calienta proviene del petróleo extraído de los campos de Texas o del Golfo de México, del Golfo Pérsico o de pozos colombianos o venezolanos. En el fondo es el mismo “modelo industrial” que conduce a la deforestación del Amazonas y produjo la casi total desaparición del Mar de Aral, cuando los soviéticos se apoderaron de todos los cursos de agua que lo alimentaban, y que en otra época fuera el cuarto mayor lago del mundo, para irrigar sus cultivos industriales de algodón.
![]() | Aral Sea: Muestra la evolución del Mar de Aral entre 1989 y 2003 (Foto USGS) |
![]() | Foto aérea de una de las porciones de lo que fuera el Mar de Aral (GWCh, 2009) |
Paradójicamente, en las dos crisis que se dieron cita en el año que acaba de pasar se encuentran el problema y la solución. El problema es que, si los seres humanos queremos seguir haciendo parte de este planeta, necesariamente debemos cambiar la manera de relacionarnos y de relacionarnos con él.
Y la única manera de lograrlo es que seamos capaces de separar nuestra concepción y nuestras metas de calidad de vida, de nuestra capacidad de depredación. A lo mejor hacia eso apunta el concepto de “vivir bien” que ya quedó consagrado en las Constituciones Nacionales de Bolivia y del Ecuador, aunque en la práctica tampoco está muy claro cómo se puede lograr.
Para resumir, el mundo necesita embarcarse en una recesión planificada, con el reto de lograr lo que parece imposible en la teoría y en la práctica: reducir el tamaño y, por ende, el impacto de las economías depredadoras (sean capitalistas, comunistas, socialistas o como se quieran rotular), y al mismo tiempo incrementar la calidad de vida de los seres humanos, no medida en términos de nuestra capacidad de depredar sino de nuestro goce de existir.La crisis por escasez de agua que ya es un hecho en varios lugares del mundo, y cuyo peligro comienza a despuntar en nuestro país, nos aporta un buen ejemplo de lo que se debe lograr: por una parte, garantizar que toda la población colombiana, sin ninguna discriminación, tenga acceso equitativo y efectivo a eso que se denomina “mínimo vital”, es decir, a la cantidad mínima de agua que un ser humano necesita para vivir con calidad; y, por otra parte, eliminar el desperdicio de agua por parte de los actores y los sectores que hacen un consumo excesivo e irresponsable de ese recurso vital.
Para las crecientes cantidades de seres humanos que hoy carecen en el mundo de ese “mínimo vital”, el acceso al mismo significa un enriquecimiento en términos de calidad de vida y de goce de existir.
Posiblemente, para muchos de quienes –por fuerza de la Ley o de las circunstancias inexorables–- se verán obligados a renunciar al desperdicio (y a lucrarse de ese desperdicio), esto puede significar un empobrecimiento, un síntoma de recesión, e incluso un factor de depresión económica y mental.
Esa recesión económica –ojalá planificada y concertada, pero, si no, también– deberá volver los ojos a la Cultura (con mayúsculas), pues es allí donde la humanidad cuenta con los recursos necesarios para entender que renunciar al consumo innecesario de energía y de recursos no es sinónimo de empobrecimiento sino una inversión de vida a favor de la supervivencia de nuestra especie en la Tierra.
El reto, por supuesto, no es sencillo y los grandes sistemas económicos del mundo están dispuestos a acudir a lo que consideren necesario con tal no solamente de sobrevivir sino además de continuar creciendo de manera indefinida y autista, haciendo caso omiso de los límites que les impone el planeta. Una de las fórmulas para conjurar la recesión y evitar la depresión, que ya en el pasado se ha ensayado con éxito, es la guerra.
Creo en la tesis de que la llamada “guerra fría” no ha terminado sino que se están diversificando sus actores, están cambiando sus pretextos y sus expresiones, y se están buscando nuevos escenarios para calentarla (incluso con combustible nuclear). Uno de esos escenarios es nuestra América del Sur. Más allá de cualquier pretexto coyuntural, lo que hay detrás es el afán de mantener el crecimiento del sistema económico global. Por eso, los mismos ‘países civilizados’ que promueven la paz les venden a unos los tanques y los aviones de guerra, y a los otros armas especializadas en destruir esos tanques y esos aviones. Con tal de mantenerse vivos, el capitalismo neoliberal y el capitalismo de Estado acuden incluso a devorarse a sí mismos; a su propia destrucción.
La Tierra, mientras tanto, toma nota cuidadosa de la estupidez humana y activa el sistema inmunológico que le va a permitir deshacerse de nosotros en caso de que no seamos capaces de entrar en razón.
Bogotá, enero de 2010
Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº207 Febrero 20 de 2021 |
23-02-2021 Hits:35 Edición Nº207 Le Monde diplomatiqueSantiago Gamboa
Y..a tenemos el fuego y tal vez los dioses lo olvidaron. Prometeo fue castigado hace ya mucho y un tiempo después del sufrimiento y los horribles tormentos pudo quedar libre...
Leer Más18-02-2021 Hits:87 Edición Nº207 Le Monde diplomatiqueCarlos Gutiérrez Márquez
Como un tsunami, todo sucede ante nuestros ojos y con estupor pero no alcanzamos a reaccionar y la avalancha nos lleva hacia donde sus energías decidan; pataleamos, intentamos nadar para...
Leer Más11-02-2021 Hits:146 Edición Nº207 Le Monde diplomatiqueCarlos Eduardo Maldonado
Es un lugar que se tornó común. En las redes sociales, en internet, con amigos y conocidos se presenta un mismo patrón. Dicho con el lenguaje que circula: “el virus...
Leer Más11-02-2021 Hits:96 Edición Nº207 Le Monde diplomatiqueSerge Halimi
El 9 de enero de 2021, once días antes del final del mandato de Donald Trump, e incluso cuando una parte de sus fieles republicanos lo habían abandonado, Twitter decidió...
Leer Más