Fue un año espantosamente horrible (perdón, se necesitan ambas palabras juntas para intentar capturar un tantito de esta realidad) en Estados Unidos. Fue una burla de todo lo más o menos decente, un asalto contra la belleza y lo noble, un ataque contra lo más delicado y vulnerable. Fue un año en el que no sólo se agotaron los adjetivos, sino hasta las mentadas de madre (y de padre –es la era de la igualdad de género). Hasta las mismas palabras fueron atacadas para anular su sentido, borrar la verdad, lograr que no importara la diferencia entre lo falso y lo verdadero.
No se necesita otro resumen de todos los atropellos, asaltos, abusos y ataques, y mentiras oficiales del año pasado incluyendo el apoyo presidencial a supremacistas blancos con suásticas amenazando a latinos, negros y judíos, los ataques contra los medios y ni hablar de la guerra contra los inmigrantes. Casi todos en el planeta saben de la vergonzosa realidad política estadunidense con el payaso peligroso y, según cada vez más expertos, loco, en esa casa muy blanca, y casi toda la cúpula política como cómplice.
Tal vez lo más terrible al revisar el año es que esto fue tolerado, aceptado y permitido. Claro, hubo extraordinarias expresiones de repudio, protestas masivas con nuevas alianzas maravillosas, sinfonías de colores y acentos que corearon un no de costa a costa. Pero le permitieron pasar. Y ahora amenaza –literalmente con bombas nucleares o con acelerar el cambio climático– a todos dentro y fuera de este país.
Muchos nos hemos pasado el año tratando de descubrir –una vez más en la historia– cómo es posible que un payaso populista de derecha que no pocos conservadores y liberales tradicionales tacharon de fascista respaldado por algunos de los intereses más retrógrados de este país, llegó a tomar el poder. Por supuesto, entre las claves es que ésta es una de las coyunturas de mayor desigualdad económica y social, y de mayor corrupción política en la historia del país. Pero hay más diagnósticos que respuestas.
David Remnick, director de The New Yorker, resumió esta semana lo que muchos han concluido: el presidente de Estados Unidos se ha convertido en una de las principales amenazas a la seguridad de Estados Unidos. Todo muy clarito, pero entonces, ¿qué sigue?
Trump, comentaban algunos luchadores sociales en el Highlander Center, tal vez marca el fin histérico y enloquecido de ese Estados Unidos blanco e imperial que sabe que está por pasar al basurero de la historia, cediendo ante ese Estados Unidos nuevo, hecho de los colores e idiomas del mundo, y cuya juventud multirracial abiertamente repudia el capitalismo, ese concepto hasta ahora sagrado, sinónimo de libertad y democracia en el vocabulario oficial. Aún más notable es que esta nueva generación dice favorecer algo que se llama socialismo.
Varias manifestaciones de rebeldía y desafío contra el régimen del payaso se han expresado a lo largo del último año, señales de esperanza, rayitos de luz, y vale destacar dos que marcaron el primer año de la era trumpiana: las mujeres y los comediantes.
De repente, pareciera (aunque claro que fue resultado de miles de esfuerzos y luchas), que surgió un movimiento amplio y descentralizado de mujeres. Vale recordar que las Marchas de la Mujer –consideradas tal vez las manifestaciones masivas más grandes en la historia del país– inauguraron la resistencia a Trump 24 horas después de llegar a la Casa Blanca. Y de repente, pareciera, también estalló en los últimos meses algo que se bautizó #MeToo, el movimiento de denuncia de abuso, hostigamiento e intimidación sexual de mujeres (y algunos hombres) que está haciendo temblar a hombres poderosos; desde la propia Casa Blanca hasta los palacios de Hollywood, de las grandes instituciones académicas y culturales, a los medios masivos.
Una parte de esta respuesta se está expresando en el ámbito político, donde en números sin precedente miles de mujeres están explorando y ya han decido participar en contiendas electorales locales, estatales y federales generando potencialmente lo que algunos llaman un cambio sísmico. Muchas con posiciones expresamente anti Trump ya han ganado en lugares inesperados. Hoy día, las mujeres representan sólo 20 por ciento del Congreso federal; sólo una de cada cuatro es legisladora estatal y sólo seis ocupan un sitio entre las 50 gubernaturas estatales.
Por otro lado, tal vez el enfrentamiento más efectivo, constante y hasta valiente contra Trump y lo que representa, ha sido el de los bufones. Los cómicos, sobre todo los de televisión, los caricaturistas editoriales, los escritores satíricos y artistas de perfomance han sido fundamentales en evitar la imposición de lo absurdo, y han encabezado con otros el movimiento para evitar que el trumpismo sea normalizado. Aunque no existe un movimiento encabezado por bufones –algo que ni desean–, sí logran revelar a públicos masivos todos los días que el emperador está desnudo (y feo), tarea esencial en la defensa de los principios democráticos.
Las innumerables luchas por la dignidad, y las nuevas y viejas alianzas tan necesarias, se ven por todo el país: encuentros entre jóvenes inmigrantes, indígenas estadunidenses, veteranos de guerra disidentes y Black Lives Matter; musulmanes, judíos y latinos cargando las mismas pancartas, nuevas constelaciones creadas con las diásporas del movimiento en torno a la candidatura de Bernie Sanders y crecimiento de partidos progresistas independientes, janitors en Stanford y trabajadores de lecherías de Vermont, y jornaleros en Immokalee, contando historias colectivas, historiadores que recuerdan cuentos parecidos de resistencia y cambio hace un siglo, sólo que en otros idiomas, y las sorpresas que guardan los estudiantes sin pedir permiso.
A pesar de ese annus horriblis pasado, aquí están presentes todos los elementos para hacer de 2018 un annus mirabilis (año maravilloso). Pero para lograrlo, uno no puede quedarse de observador ni guardar silencio, advierten los Martin Luther King, Einstein, Woody Guthrie y otros sabios de este país. (¿Y a poco no aparenta ser más inteligente esta columna al incluir tres palabras en latín?)
Las dos primas hermanas que han logrado huir ocultas en una carreta del gueto de Varsovia, donde han quedado sus padres, corren a esconderse en el entrepiso del desván de la casa del poblado de Milanowek apenas les dan aviso de que la Gestapo está a las puertas, tras la denuncia de una vecina de que allí viven clandestinas unas niñas judías.
La dueña de la casa, tal como ha sido planeado, las hace entrar en el entrepiso del desván que queda encima de la sala, coloca de nuevo las tablas del entarimado, y luego hace uso de una pala para echar encima una pila de aserrín.
Desde su estrecho refugio, acostadas boca abajo en la más absoluta oscuridad, con los brazos estirados encima de la cabeza, el aire escaso, pueden escuchar las voces violentas y amenazantes de los hombres que las buscan, sus pasos, los ruidos que provocan al revolverlo todo. La más pequeña termina por dormirse, y luego se orina, con lo que la mancha de humedad se comienza a extender por el cielo raso. Si uno de ellos miraba hacia arriba, todo habría terminado.
El registro de la casa duró horas, y los nazis insistían en interrogar una y otra vez a la dueña de casa y a su hijo, que había llegado ya de la escuela. Ambos seguían negando con vehemencia. Nadie más que ellos, y el padre, un arquitecto que se hallaba en el trabajo, vivían allí. En un momento los policías encontraron la escalerilla que llevaba al desván, subieron, revisaron, voltearon los trastos viejos que había allí acumulados, pero se desatendieron de aquella pequeña montaña de aserrín. La mayor de las niñas escuchaba ahora los pasos muy cerca de ella, mientras la primita seguía durmiendo.
Tardaron en irse, y al final anunciaron que volverían al día siguiente, ahora con perros. La señora temía sacarlas del encierro, no fueran a regresar de improviso. Hasta que el arquitecto retornó, horas después, la pareja subió a ver si no es que habían muerto asfixiadas. Estaban vivas, y al día siguiente tendrían que ser llevadas a otra casa, otro refugio más en aquel angustioso periplo que duraría hasta el final de la guerra.
No se trata de la escena de una película sobre la persecución de los judíos por la Gestapo, de las que se han filmado tantas. Lo que he relatado antes es parte de las memorias de Sarita Giberstein, contadas a su hija Yanina, y que se han publicado recientemente en un libro que se llama precisamente Una montaña de aserrín. La mayor de las dos niñas encerradas en el entrepiso es ella. La otra es su prima Shifra.
Sarita nació en San José en 1934, hija de un matrimonio de judíos polacos formado por León Giberstein y Dora Kukielka, quienes emigraron a Costa Rica en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Se establecieron luego en Puerto Limón en la costa del Caribe, a cargo de administrar una tienda, pero el negocio no iba bien, y Dora, que venía de una familia rica, atraída por las cartas de sus hermanas donde le contaban de sus paseos a esquiar a la montaña de Zakopane y de sus veranos en Otwock, convenció al marido de regresar. Estaba embarazada y la segunda hija, Rosita, nació en el barco de bandera francesa antes de que atracara en el Havre.
En 1937 estaban ya instalados en Varsovia, llenos de ilusiones y grandes esperanzas. Se respiraba un perturbador aire antisemita, más denso ahora, aunque siempre había estado presente en sus vidas. Y en septiembre de 1939 comenzó el infierno. Sarita, que tenía entonces cinco años, recuerda los bombardeos de la aviación nazi. Un mes después, vencida la resistencia, las tropas de Hitler entraron marchando triunfalmente. Luego vendría el gueto, adonde ella y todos sus familiares fueron reconcentrados. Era la estación intermedia hacia los campos de concentración y las cámaras de gas.
Conocí a Sarita, casada con el escritor Samuel Rovinski, ambos amigos entrañables, durante los largos años que vivimos en Costa Rica, y al principio de nuestra amistad nunca imaginé que detrás de aquella mujer bella, alegre, talentosa y segura de sí misma, de cordialidad imperturbable, hubiera una historia como esta. Cuando lo supe, y quise indagar, respondía a mis preguntas a retazos, con reticencia, como si careciera de importancia, o, a lo mejor, porque esos recuerdos le dolían demasiado. Era nada menos que una sobreviviente del horror.
Y ahora, por fin, en Una montaña de aserrín nos cuenta su historia de reclusa y de fugitiva en cada momento al borde de la muerte, con humildad y sin ninguna clase de alardes de heroísmo, con esa virtud de narrar lo extraordinario como ordinario, que es lo que hace la verdadera literatura. Y el diálogo entre madre e hija es lo que deja correr el relato por su cauce, un río de aguas estremecidas, y estremecedoras, que pasa frente a nuestros ojos.
Es una historia antigua, de hace 80 años, pero por desgracia no enterrada. Los neonazis, o simplemente nazis de nuestros tiempos, a quienes tendemos a ver como esperpentos de carnaval, disfrazados con sus botas altas, uniformes grises y cruces gamadas, o los encapuchados del Ku Klux Klan, que forman otra comparsa del mismo carnaval, andan hoy por el mundo proclamando la supremacía blanca y pregonando su cruzada purificadora no sólo contra los judíos, sino también contra los negros, los latinos, los emigrantes del cercano oriente. Contra todos los que son diferentes. Los otros.
El fanático supremacista blanco que se lanzó con su auto contra la multitud en Charlottesville no se diferencia en nada del otro fanático yihadista que arrolló a otra multitud en la Rambla de Barcelona. Es el mismo odio transformado en arma letal. El mismo odio que llevó a Sarita y a Shifra, aquellas dos niñas perseguidas por el espanto de la muerte, a esconderse debajo de una montaña de aserrín.
Masatepe, septiembre de 2017
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Con arriesgo de la tradición, postura 'sistémica' y no autocrítica, en los análisis de izquierda; la Guerra Civil española alcanzó más compromiso y mapa, en los imaginarios por una sociedad revolucionaria, que todo el resto de las épicas contra el capitalismo en sus fases de globalización.
Fue una guerra que desencadenó en su ambición, Francisco Franco, el déspota general de ejército y dictador, alzado contra el gobierno republicano, democráticamente elegido del presidente Manuel Azaña, en las elecciones generales del 16 y 23 de febrero de 1036, al grito y las banderas del Frente Popular (republicanos, nacionalistas catalanes y asturianos, Central Nacional de Trabajadores, comunistas, socialistas, y el Partido Obrero de Unificación Marxista, Poum), con Francisco Largo Caballero como presidente del Consejo de ministros y Ministro de la Guerra. Antecedente un tanto olvidado, de la elección en 1950 de Jacobo Arbenz en Guatemala, y de Salvador Allende en Chile ‒Asturias 4 de septiembre 1970.
Una página con desborde de todas las pasiones, de heroísmo y de tragedia. Guerra que desde el bando de la Segunda República, enfrentó a la falange derechista, a la intervención con tropa del fascismo italiano, bajo el poder de Benito Mussolini; y al apoyo y bombardeo nazi de Hitler, que en su descarga más conocida, lanzó muerte sobre la tierra vasca. Un crimen que Pablo Picasso pudo inscrustar en la memoria por los años, con un arte que conmueve. Con los trazos de luz y oscuridad de su mural Guernica: blancos, grises y negros, y unos ojos ante todos los espantos –que una connotada izquierda descalificó, con reclamos de composición y de formas en “realismo socialista”.
La respuesta armada de los demócratas republicanos, patriotas españoles y militantes revolucionarios, en convocatoria legítima a su pueblo; tuvo eco en 1.200 cubanos y 600 argentinos Brigadistas. Llegó a un gran número de origen judío, cuyo combate contra el franquismo, iba de la mano en su lucha contra el creciente antisemitismo que ascendía poder en Europa. También alentó la participación de voluntarios, desde Colombia, Chile, México, Costa Rica. Asimismo, de Abisinia, Polonia, Albania, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Suecia, Suiza, Holanda Rumania, San Marino y Nueva Zelandia. Desde Francia llegaron más de 10.000, incluídos obreros mecánicos de la Renault y la Citrōen. Desde Alemania y Austria cerca de 5.000. Desde Italia 4.000. Y, 2.500 británicos, 2.000 estadounidenses, 1.700 yugoeslavos y 1.500 canadienses. También llegaron árabes y abisinios, hindúes y chinos, argelinos y sudafricanos. Con noticia, desde París arribaron.
Guerra civil española, con más compromiso y extensión más grande que todo el resto de las épicas. Una afirmación que aguanta. Aun, ante el hecho de que en una correlación del mundo y una geopolítica diferentes; el factor de retaguardia segura, de apoyo con artillería pesada y solidaridad con Vietnam, se mantuvo a toda costa, por parte de la Urss y China –en medio de su rompimiento, desde 1958. Ambas potencias protegieron de la CIA y el Pentágono, una secreta línea fronteriza, para el aprovisionamiento estratégico y el triunfo del Vietcong y la revolución vietnamita.
Como retrato del germen social, y de la profundidad y calidad del conflicto; la Historia señala que en Octubre de 1934, la CNT, la Alianza Obrera, la UGT y el Psoe, convocaron a la huelga general revolucionaria en Asturias. Intento derrotado y reprimido con saña, que sumó 1.400 muertos en las fábricas y barricadas, y 30.000 encarcelados que desbordaban las prisiones.
La causa obrera, republicana y antifacista, tuvo en España, el abrigo y clarín de la revolución bolchevique, y de los resultados económicos en industrialización y colectivización de la URSS. En todo caso, urge una pregunta grande, que correlación de fuerzas militares existían cuando la sublevación fascista avanzó sobre Madrid. Largo Caballero niega una orden de movilización general y subestima la fortificación y obras de defensa de los puntos altos “posiciones dominantes”.
Primera gran derrota..., un enunciado que abre camino para otro, con consecuencias en la credibilidad para construir y acumular una alternativa radical: ¿Constituye la derrota de la Segunda República, el comienzo de la caída del “socialismo real”? Si no, ¿en qué momento se torció el mundo, a un periodo de unipolaridad-imperialista, que tiende a superárse ahora?
* Hugh Tomas. La guerra civil española 1961. Ruedo Ibérico
** Andreu Castells. Historiador
Ante la pregunta difícil, porqué la II Segunda República perdió la Guerra
En la búsqueda de respuesta, un recurso aproximado puede ser, la lectura de unos apartes (Pág. 176 de El Hombre que amaba los perros, del escritor, novelista, guionista, periodista y crítico nacido y residente en Cuba, Leonardo Padura)
“–Ya me sé de memoria ese cuento del tiempo, Caridad.
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