Ahí la vi. Era una escena casi increíble, aunque no extraña en esta ciudad de extremos y desigualdades que realzan en el pavimento. Menuda, con sus escasos 1,50 de estatura, descalza, vestida con su bata de colores alegres –tal vez para contrastar con la tristeza del día a día que la golpea sin cesar–, caminaba hacia el bus que requería abordar. En una mano y contra su pecho un bebé de algunos meses y en la otra, sujetado con seguridad, otro de escasos 3. De su cabeza, soportado por su frente, un maletín donde seguro carga algo de comer y la mercancía que pretende vender en su nueva jornada de rebusque.
Al llegar al sitio donde el bus debe detenerse para que algunos pasajeros se apeen y otros lo aborden, trata de acomodar al bebé de brazos mientras el otro le demanda que lo cargue; la demanda no es casual, simplemente el sueño le gana y por lo que no puede soportarse en pie. Ella atiende a su llamado, se inclina y con una sola mano lo alza, pero pasados escasos dos o tres minutos su cuerpo no le da más y debe bajarlo de nuevo.
El esfuerzo es inmenso pero ella sonríe a toda aquella persona que la mira. Su risa es juvenil, ingenua, no exterioriza ofuscación ni rabia alguna, tal vez sabe que ese es su destino, tal vez recuerda que ese fue el destino de su madre: cuidar a los suyos, trabajar, levantar dinero para el diario vivir, saberse mover en este territorio tan lejano de sus nativas selvas, tan inhóspito por la indiferencia de los cientos que a cada paso te cruzas.
El bebé de brazos se mueve y ella lo asegura contra su pecho; el otro insiste en la demanda de atención, se tambalea por el sueño, hasta el punto que parece que caerá al piso para dejarse llevar por el sueño. Ella lo retoma de nuevo y trata de apoyarlo contra una baranda que da contra la puerta de vidrio por donde deberá subir al bus, pero la distancia entre la baranda y la puerta es amplia y el cuerpo del niño, prácticamente dormido, se desgonza e intenta pasar por tal espacio, con riesgo de fracturarse. Entonces ella lo increpa en su lengua, tal vez le dice que despierte, tal vez le explica que ella no puede más, pero él no entiende pues el sueño le gana.
Una vez más ella lo retoma con una sola mano y ahora lo baja al piso, él se agarra de una de las piernas de su madre y llora; no quiere incomodar pero es que el sueño no lo abandona; ella asoma su cuerpo por la puerta de la estación en procura de divisar dónde viene el bus, como tratando de responderse cuándo podré sentarme y cuidar de que los dos hijos duerman, entonces el que esta pegado a su pierna parece que se suelta y que caerá desde la estación hasta la vía principal; yo miro la escena y temo por la vida del crío que, parece que de caer, será su último sueño; se tambalea como si fuera un muñeco de madera, de esos articulados con los que se juega a realizar las posiciones más variadas que la imaginación te lleve a formar, se mueve y logra sostenerse.
A mi lado ya hay otras personas esperando el bus, todas mujeres, cada una llega y mira sorprendida a la madre que a pesar de su pequeñez puede con tanto; entre las que han llegado hay una madre joven que lleva a su cría en coche. Está vestida con su mejor traje, bien peinada, sin duda va para algún trabajo; la miro y creo leer lo que le pasa por su mente: “yo no podría con esos dos hijos, con ese maletín agarrado de la frente, sin zapatos…”. La escena parece, como todo ello, irreal: una madre de otra época, aún sometida a los designios culturales de su comunidad, y otra madre, de nueva época, atareada a la moda y facilitada para su labor por la tecnología.
Vuelvo y miro a la mujer embera, y ahora compruebo que el crío que está agarrado a su pierna de nuevo está a punto de caer a la vía principal, el bus ya se otea en la cercanía y no puedo dejar de pensar que en pocos segundo habrá un accidente con un final fatal, sin embargo, sin saber cómo ni con que fuerzas, la mujer lo recupera de nuevo contra su cuerpo, da un paso atrás, el bus para, abre sus puertas y ella entra de inmediato. Cuando ingreso al transporte ella ya está sentada, su sonrisa no la abandona, y sus dos hijos duermen junto a ella.
El bus arranca y tras unas pocas cuadras merma su velocidad para frenar en una nueva estación, y permitir que algunas personas lo dejen y otras lo aborden. Entre afanes y maniobras unos y otros logran su cometido. Casi de inmediato, entre quienes han subido, y alguien que ya venía en el bus, se escucha ¡No me empuje! ¡He, tan delicado, si quiere que no lo toquen pues pague taxi! Así, a ritmo de incomodidad y pocos amigos es el traslado diario en los atestados transmilenios bogotanos.
El altercado prosigue y sube de tono: el pasajero que ya venía en el bus se voltea y le zafa un puñetazo en el rostro a quien lo empujó, entonces este responde de igual manera; los dos se abren en busca de un espacio imposible, las 20 personas que estamos apretujadas en los dos metros inmediatos sin saber cómo abrimos espacio en procura de evitar que un golpe mal lanzado nos afecte, pero de manera increíble ambos aceptan sin palabra previa alguna dejar la cosa así; siguen discutiendo entre ellos, pero sin afectarse físicamente. Todos nos miramos y damos gracias a la distensión que ha ganado espacio.
Así es cuando las cosas no pasan a mayores, pues en otras ocasiones, cuando el desafuero es por motivo de intento de robo la tensión sube hasta la mostrada de una puñaleta como mecanismo para reclamar el silencio de quien se percató del intento de robo, y en no pocas ocasiones hasta el apuñalamiento, así sea superficial, del afectado.
A tropezones. Así es el transporte diario. Una tragedia que debe soportarse con la rabia en los ojos y el apretón de dientes pues: “¡voy a llegar tarde al trabajo y no me van a creer que salí a tiempo!”.
Rabia y tragedia de todos los días; insultos, incomodidad, sustos ante las broncas entre iguales que por la presión de la sobrevivencia descargan la neurosis que cada uno carga en aquel o aquella que le de papaya.
Una situación que nos recuerda, cuando estamos descansados y pensando en los malos ratos que padecimos durante el día o durante la semana, que nuestro contrario, aquel contra el cual tenemos que dirigir nuestras rabias no es quien va al lado –un igual de jodido/a que nosotros– sino contra quienes determinan y dominan nuestras vidas: los poderosos del país, los millonarios que definen a través del político de turno las ciudades y el país que tenemos.
Rabia que escalona en nuestra cabeza, cuando estamos en el sistema de transporte, en situaciones que no son ocasionales, como cuando presenciamos como los excluidos por el sistema son perseguidos por la policía –hasta por lo bachilleres de bolillo, convencidos por un proceso psicológico vivido durante pocas semanas de que son el mal llamado “orden”–.
Es una rabia de saber que debemos encontrar la forma –y no saber cómo– de romper el sonambulismo con que cada uno de los millones que nos cruzamos a diario en buses y en la calle, para lograr que nos hablemos y que unamos fuerzas para hacer sentir las exigencias de una vida en dignidad, para hacer posible la cual hay que dar cuenta, entre otras cosas, del negociado privado con lo público de manera que algún día –ojalá no muy lejos– los golpes que nos propinamos entre iguales, las miradas de matar que lanzamos al del lado, el sentimiento de rabia que nos conmueve cuando vemos como golpean a un indefenso, o la sensación de desespero que nos cubre cuando alguien que está cerca de nosotros refleja en su tragedia del día a día la injusticia que domina nuestra realidad, todo ello encuentre canalización para dirigirlo: los golpes, las miradas con cuchillo, la rabia, el desespero, todo esto y mucho más contra los usurpadores del poder y de la mal llamada democracia, la liberal, la que dice que el gobierno es del pueblo y para el pueblo, a pesar de ello ser pura ficción.
¿Cuándo será el día del apretón final, el día en que por fin le diremos córrase a quien está sentado en lo que es de todos?
Como cae una fruta de un árbol. Así iba a ser. “Cuando sos chico sabés que en algún momento vas a crecer aunque no sepas bien cuándo ni cómo. Cuando era niña creía que ser mamá era como crecer”, explicó Clara, que vende autos, tiene 41 años y todavía no ha tenido hijos. Elena, que es maestra, tiene 40 y sabe que no los tendrá, Soledad, que es politóloga, tiene 42 y piensa adoptar, y Lilián, que anda en los 50 largos, es psicóloga social, madre de una veinteañera, coincidieron en que al principio percibían la maternidad como un destino. No así Giovanna, que canta el tango como muy pocas y sin descendencia se acerca al medio siglo.
—Por supuesto que jugábamos a las muñecas –aceptó la artista–. Pero, mirá vos qué increíble, recién caigo en que la mujer con que de niñas jugábamos a las muñecas es otra que tampoco tiene hijos... Capaz que no jugábamos muy bien. Me acuerdo de la muñeca y la cunita. Se ve que era un bebé que dormía mucho, muucho...
—Para que ustedes hicieran cualquiera.
—Por supuesto. Pero no, nunca tuve...Viste que me crié con cuatro mujeres... Y las cuatro eran madres: la mía, odontóloga, su amiga médica, viuda como ella, que tenía tres hijos, y las otras dos mujeres muy importantes eran sus respectivas empleadas domésticas, Manuela y Paca. Manuela tuvo un hijo solo pero la Paca tuvo 14, y en el pueblo aquel en que vivíamos nacían los niños en el consultorio de la amiga de mi vieja. Había una sala de partos ahí, y Paca y ella atendían los partos. Pero nunca... Qué sé yo. Tener esas madres profesionales, que ni cocinaban... no teníamos como modelo mujeres que estuvieran en torno al estímulo del rol clásico. No. Eso creo que tuvo mucho que ver.
La tanguera también fue la única en declarar haber estado libre de la infatigable “¿Y para cuándo?” que persigue a las mujeres sin hijos. “Pero es por el medio en el que yo me muevo, me imagino. Si tuviera un trabajo de oficina seguramente mis compañeras me preguntarían. ”
“A mí me atomizaron”, había dicho en cambio Elena. “Soy docente. Trabajo rodeada de mujeres. Todas las que tienen más de veintipoco son madres. Para la que recién se fue a vivir con la pareja la cosa es: ‘¿Y para cuándo’. Y para la que ya tuvo uno: ‘¿Y el próximo?’ Y para mí la típica: ‘Mirá que se te pasa el tren’. Y como yo respondía que no: ‘Ya vas a cambiar de idea. Vas a ver que sí’. Hasta que me dejaron de preguntar”, recordó. Pero el fin de la pregunta no es todavía el fin, percibe. Sigue sintiendo que la mayoría de sus compañeras están convencidas de que“las que no somos madres hay algo que no entendemos y que es –nada menos– lo fundamental de la vida”.
Soledad, que trabaja en una organización feminista, no ha sufrido el asedio en su empleo sino en cumpleaños o reuniones familiares. “He recibido consejos que nunca hubiera imaginado. Viejas católicas diciéndome al oído: ‘M’hija, embarácese de alguno’”, contó divertida, aliviada porque cuando las interpeladas pasan los 37 o 38 años las preguntonas empiezan aflojar.
Las madres son abrumadora mayoría. El 89 por ciento de las uruguayas mayores de 45 lo son, según la Encuesta Nacional de Comportamiento Reproductivo.1 Nueve de cada diez, redondeando. Y a veces aquellas que no lo son sienten que su condición no es considerada. “Si vas al ginecólogo a hacerte cualquier tipo de tratamiento, incluso intentando interrumpir un embarazo, vas a estar en una sala de espera llena de madres. Es medio extraño. Como que el país está pensado para las madres. Si estás en un club, las madres toman como normal que en el vestuario femenino estén los niños, y yo qué sé, la verdad que cuando me estoy cambiando no me gusta que haya niños de otros mirándome. Y pobre de vos si no te gustan los niños. Las madres esperan que las otras mujeres tengan afinidad con los niños y que hablen de temas que para otras pueden no ser agradables. Ir a un cumpleaños de un año y que todo el tiempo hablen de caca y de vómitos de bebés es otro clásico. Las que no tenemos hijos vamos atrás”, siente Clara.
Las manifestaciones del mandato no siempre son tan sutiles. “Cuando empezamos a ir a la Cárcel de Mujeres a trabajar sobre la ley de interrupción voluntaria del embarazo la advertencia era que iba a ser difícil que pudiéramos abordar el tema porque para estas muchachas el aborto era un infanticidio. A las que habían abortado las segregaban, las boicoteaban o las castigaban directamente”, contó Soledad.
En Uruguay y en todas partes la fecundidad es inversamente proporcional a la educación recibida. De acuerdo a la encuesta citada, al final del ciclo reproductivo 90 por ciento de las mujeres que no completaron la educación secundaria habían tenido hijos. Entre las que la completaron el porcentaje es 82. “En las mujeres más pobres los hijos son la única fuente de poder. Las define el otro. Es tanta la pobreza”, fue lo que propuso Giovanna, y podrían citarse innumerables análisis que acompañan la esencia de ese razonamiento. Lilián, en cuyos talleres abundan las chiquilinas de los sectores más vulnerables, tiene sus dudas. No sobre el corte socioeconómico. “Con que cambies de línea de ómnibus alcanza”, aseguró. “Si vas en el 125 es una y si vas en el 121 es otra. Todas las gurisas van con celular, sí. Pero con botijas unas y sin botijas otras.”
De lo que duda Lilián es de la explicación: “Las gurisas tienen los medios anticonceptivos a mano, incluso la posibilidad de hacer uso de la ley de interrupción voluntaria del embarazo, y sin embargo parece que su embarazo es producto de andá a saber qué, parece magia, porque tampoco lo podés hablar mucho. Quedan embarazadas y listo. Ni decidieron quedar ni deciden interrumpirlo. Está la explicación de que es lo que les da razón de vivir, que es lo que les da estatus. Yo no sé. En el diálogo con ellas nunca me han dicho ‘me siento mejor’, ‘me siento más realizada’. No hay una reflexión ‘en torno a’. No tienen espacio para eso, como no lo tienen para otras reflexiones. Aunque hay otro acceso al consumo siguen estando las urgencias de la supervivencia, por un lado, y por otro, no hay una resignificación. Capaz que tienen más años dentro del sistema educativo, hay planes que las acompañan, políticas sociales, pero ¿resignificación de su proyecto existencial? Yo no lo veo”, argumentó.
En otras circunstancias sí se formulan reflexivamente los proyectos. Lo que no significa que se puedan realizar en todos sus aspectos. Clara no imaginaba tener hijos antes de terminar la facultad. “Era impensable. Iba a tener un hijo en el contexto de una familia, después de haberme recibido, teniendo los medios para mantenerlo de buena manera, dándole un ámbito adecuado y lindo”, recordó.
A comienzos del milenio tenía 25 años y “estaba en pleno proceso de independencia, de vivir sola y viajar”. Vino la crisis de 2002 y de tener tres trabajos pasó a tener ninguno. La cuestión de la maternidad quedó postergada. “Mi prioridad, como la de tantos otros uruguayos, era sobrevivir.” Fue “con la famosa crisis de los 30” que reapareció pero“justo ahí” estuvo un período largo sin pareja y siguió irresuelta. “Ahora hace unos cuantos años que estoy en pareja.” Ahora la decisión es de dos, y “decidimos postergarlo”, explicó.
A Lilián la demoró haber sido presa política, pero no sólo. “Así como si decidía militar tenía que ponerle horas, si decidía estudiar tenía que ponerle horas, y si decidía tener un hijo también. Entonces no me daba la cantidad de horas que tenía. La maternidad merecía el mismo trato que otras opciones, no era un dictado de Dios ni de la naturaleza. Y hasta los 34 no llegó esa decisión.” Sin embargo la mayor de esta encuesta aseguró que “es difícil encontrar entre las que tenemos más de 50, 60, incluso entre las compañeras del penal , entre las que ocupaban ese espacio de la cultura y la acción política, alguna que haya decidido no tener hijos. Era una decisión demasiado impactante para la propia identidad”. Ese límite generacional sigue vivo en ella misma cuando su hija le advierte que no pasa por su mente reproducirse: “Me pone en jaque, porque quiero nietos. Esto te señala en qué nivel profundo ancla la cosa”.
En otras el “ahora no” se ha descubierto “nunca”. “A los 40 tengo claro que la maternidad no es lo mío”, afirmó Elena. “Pero lo descubrí de grande–advirtió–. Siempre la fui postergando. A los 20 iba a ser a los 30 y a los 30 pensaba que mejor a los 35. No me desesperaba hacerlo, pero la idea de que había que hacerlo estaba ahí. Si hubiera tenido una vida diferente, una pareja estable a los 20 y pocos, capaz que hubiera terminado siendo madre. Agarré por otros rumbos y el tema no estaba. Podría haberme inseminado o quedar embarazada en una relación casual, como un montón de mujeres que conozco. Nada de eso pasó por mi cabeza. El deseo no venía y en algún momento llegué a sentirme frustrada por eso. La ficha me cayó en una charla con mi madre. Yo tendría 36. Hablábamos de lo que me faltaba para ser lo que la sociedad espera de una mujer de mi edad. De cosas que me preocupaban bastante más que la maternidad: estabilidad económica, propiedad, título, auto, esposo... y aparecieron los hijos. Y mi madre dice: ‘Me extraña que me digas esto, porque como sos vos, que donde ponés el ojo ponés la bala, si quisieras tener un hijo ya lo tendrías’. Y yo me quedé así, pensando: ‘Pero tenés razón’. Recién en ese momento pude soltar esa frustración de algo que no me correspondía sentir porque en realidad no era un deseo mío, era como la necesidad de cumplir con un mandato para poder encajar”, narró la maestra.
A Giovanna no la aturdía el deseo ajeno, pero entre los 25 y los 28 años quiso hablarlo con su analista y recordó bien la respuesta: “Mirá, no te preocupes, porque mi experiencia me indica que cuando una mujer quiere tener un hijo se da cuenta. Y no hay nada que la detenga. Es algo que se te impone”. “Ok, vamos a esperar”, se dijo entonces aquella muchacha. “Si algún día ese deseo aparece, lo seguiré como en tantas otras cosas.”
—¿Y?
—Y nunca me sucedió, no lo he sentido. Eso desde un punto de vista animal, ponele. Sin embargo mi costado racional también decía: “Pero, a ver, estoy enamorada de este hombre, por ejemplo, de mi amado ex marido, que tiene tan buena genética; sería bueno un hijo de nosotros dos, ¿no?”. “¡No, no y no!”, me respondí siempre. “Estamos bien así.” Me sentía muy bien con esa libertad que teníamos.
En otras el deseo parece ser arrollador, especialmente a partir de los 30, cuando se instala la “famosa crisis” de que hablara Clara. “Recuerdo que en mis 30 las amigas de mi barra se empezaron a casar como por contagio y a buscarse parejas en cualquier circunstancia porque tenían que estar casadas y tenían que ser madres. Supongo que la frontera cambiará con la generación, pero en mi barra cruzar los 30 fue como la señal. Después se te divorcian a los dos, tres años, y quedan los gurises”, coincidió Soledad.
“A menudo los hijos se nos parecen/ y así nos dan la primera satisfacción”, canta Serrat. ¿El deseo de tener un hijo lleva implícito que éste sea biológico?
“Adopción para mí es maternidad”, respondió Clara enérgicamente. “Soy defensora de la adopción frente a los métodos de fertilización asistida, sobre todo en mujeres de mi edad, que pasamos los 40, porque un embarazo a esta altura podría ponernos en riesgo a mí y al bebé. Con la cantidad de niños que necesitan una madre... No creo que necesite que un niño lleve mis genes para sentirlo mi hijo. Necesito que esté en mi casa todos los días, darle un beso de buenas noches y poder llevarlo al colegio, por decirte algo.” Y matizó: “Capaz que soy medio fría en ese sentido”. Es importante el número de mujeres que parece sentir lo opuesto. Durante estas conversaciones se aludió al caso ocurrido no hace mucho en esta ciudad, de una mujer joven que, enferma mortalmente de cáncer, tuvo hijos en un vientre de alquiler a partir de óvulos propios, sin retroceder ante el temor de que esos hijos que hoy cría su viudo heredaran la predisposición. Soledad contó que la mujer que la entrevistó en el Inau cuando hizo su solicitud de adopción “estaba un poco sorprendida porque yo no había venido de quince intentos de fertilización infructuosos, que es como llegan normalmente ahí”.
“¿Por qué esa obsesión de tener hijos biológicamente tuyos a cualquier costo, materialmente hablando y también en materia de salud? ¿Por qué toda esa ansiedad y angustia, que si el embrión prende o no prende?”, inquirió la politóloga. “Cada persona tiene derecho a hacer lo que quiera, pero a mí toda esa movida me genera muchas dudas. La gente tiene como pánico de adoptar y eso ha cambiado en la historia. Antes la gente criaba hijos ajenos. Nuestros abuelos lo hacían. Las familias han cambiado. Los hijos se vuelven como súper exclusivos, esa obsesión por cuidarlos, por que sean únicos... eso ha cambiado radicalmente en los últimos cuarenta o cincuenta años”, alegó.
La psicóloga social nos descubriría después algunos de los distintos elementos que se confunden en la idea recibida de familia, la antigua preocupación por la legitimidad en la trasmisión de una herencia, la diferencia entre imágenes o estereotipos de género y articulación de funciones en el equipo. “La función paterna es a lo que le decimos ley. La función materna es la de la contención y la nutrición. De esas funciones no podemos prescindir porque nos morimos, pero eso no significa que deban ser cumplidas por un papá y una mamá.”
“Considero que gran parte de lo que hago es ‘maternar’”, había dicho Elena, convencida de que durante el año lectivo ella pasa más tiempo con sus alumnos de lo que pueden hacerlo sus propios padres. “Los de 5 años, trabajando, distraídos, me dicen ‘mamá’. Se genera un vínculo súper fuerte en el que hay muchísimo cariño. Vos educás como educarías a un hijo o como educo a mi sobrino.” Pero ha escuchado “millones de veces” que “sos mejor docente cuando sos madre”. “Y no me parece que sea así”, alega, aunque admite que nunca ha podido ganar esa discusión “porque siempre la tuve con madres que tienen esa visión de que antes de ser madres tenían otra visión”.
Hace añares, deambulando por la Ciudad Vieja, Giovanna conoció a un muchacho negro en situación de calle que hacía dibujos a lápiz “de una especie de superhéroes o monstruos”. “Te los regalaba y vos le dabas unos pesos.” El muchacho ahora es pintor, sobrevive de vender sus cuadros, pero sigue durmiendo en la calle, a dos cuadras de lo de Giovanna. El periodista llegó con la tormenta y cuando Giovanna le pedía a un amigo común que le insistiese al pintor con que viniera a pasar la noche dentro.“No sabés lo que hizo éste la otra vez –explicó la anfitriona, entonces–. Fue hace tres semanas. Hubo unas lluvias terribles. No vino a tocarme a la puerta a las tres de la mañana porque no quiso joder, pero entonces vino al otro día. La tormenta continuaba y él había pasado toda la noche empapado, arrollado ahí en ese lugar precario que se armó en 25 e Ituzaingó. Todo mojado, tiritando. Como él de vez en cuando viene y se da una ducha y esa ropa que tiene la metemos en el lavarropa, siempre tengo ropa de él. Y bueno, lo auxiliamos. Se enfermó. Durmió dos noches acá en el líving con la salamadra prendida. Somos amigos, es uno de los tipos más brillantes y fuertes que conozco, pero para él soy un referente femenino fuerte, en algún sentido maternal. Un tipo que se ha criado sin madre, en la calle desde hace 25 años.”
Ni Giovanna ni Elena creen que, a favor de procrear, valga invocar el temor a la soledad de la vejez. “Eso es algo que justamente no me pasa. También lo he escuchado: ‘Mirá si llego a vieja y no tengo a nadie’. Y no tengo idea de qué va a pasar cuando llegue a vieja, y si voy a llegar a vieja. También pienso en lo otro. Tengo un hijo y me muero ¿y qué hace el pobre?, ¿queda solo? No tengo nada para dejarle... Mi pensamiento en la maternidad siempre es una preocupación”, dijo la maestra. “No podés ser tan egoísta, tan pelotudo, de tener un hijo para que te cuide”, espetó a su turno la tanguera. “Además yo confío mucho en las redes amorosas que tengo: mis ex parejas, mis amigos de siempre, mis nuevos amigos, mi capacidad de generar lazos. Ese capital que yo siento que uno tiene de dar tanto a los demás”, agregó.
La opción de estas mujeres se ha hecho más frecuente en Occidente. En el noroeste de Europa la tendencia aumenta desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Entre las alemanas nacidas en 1968 una de cada cuatro no ha tenido hijos. No es una curva irreversible. Los sistemas de cuidado nórdicos deben de tener que ver en que los guarismos de esos países sean menores: 20 por ciento en Finlandia, 14 en Suecia, 12 en Dinamarca y Noruega.2 Se habla de mejores ingresos y mejores condiciones de trabajo para las madres como forma de explicar por qué en Estados Unidos el porcentaje cayó del 20 al 15 entre 2005 y 2015. De todos modos nadie parece creer que estos ajustes cambien decisivamente las cosas, y el sector ya es lo suficientemente importante como para generar líneas de negocios pensados para él. Sus integrantes ya tienen etiqueta:Childfrees o NoMothers. Al mismo tiempo hay quien observa el surgimiento de un movimiento en sentido contrario. Hace siete años la feminista estadounidense Naomi Wolf planteó que la madre soltera se había transformado en la nueva heroína de un patriarcado que, incapaz ya de esconder la deserción de tantos varones, había descubierto que podía usarlas como prueba última del destino maternal de las mujeres.3Recientemente la filósofa española Beatriz Gimeno, diputada de Podemos en la asamblea madrileña, denunciaba una romantización del amor maternal: “El bebé se transforma en amante y esposo” y así “el rol maternal cambia para que nada cambie”.4 En nuestro medio, Soledad ubica una de las manifestaciones de esa reacción en cierto “feminismo esencialista, una reafirmación de la maternidad que para mí es recontramachista; un discurso que nos vende como que somos especiales, cuando la especialidad es justo lo que históricamente nos ha condenado, porque, ¿dónde está la base del patriarcado? En que tenemos capacidad reproductiva. Ese es el núcleo duro. Entonces me querés vender la maternidad maravillosa, la energía especial, la teta a todas las horas, todo divino. Tenés que hacer todo y todo feliz porque además tengo que ser ingeniera atómica y tener un cuerpo espectacular. ¡No! ¡Imposible! No hay manera. Y entonces, si no podés cumplir con todo, encima te sentís mal”.
La política puede proyectarse entre estas fuerzas y ayudar a nacer decisiones autónomas. Soledad no está nada conforme con las coerciones que impone la ley de interrupción voluntaria del embarazo, pero reconoce que hizo cambiar la manera en que las muchachas presas trataban el aborto: “La ley habilitó que pudieran hablar de eso sin que hubiera una condena. Nuestra táctica era hablar de los mandatos, de los estereotipos de género, y empezar a tocar la anticoncepción. Una de ellas, solita, sacó el tema del aborto y de la fertilización asistida, y otra quiso hablar de que su nuera quiso abortar y no pudo porque los tiempos no le dieron... todo eso fue un cambio que dio la legalidad. No me había dado cuenta antes de ir a la cárcel”.
Cada año que pasa Elena está más segura de su decisión. “Tener un hijo es una cosa para el resto de la vida, una responsabilidad gigante. Yo particularmente creo que sería una madre insoportable, de querer saber todo el tiempo qué le pasa, en qué está. Pero preocupada. Creo que sería una cosa que le pondría preocupación a mi vida, más que placer. Entonces creo que no es para mí y no sufro con esa decisión. No sé si es exactamente falta de vocación o que tampoco me sienta capacitada para hacerlo. Siento que no va conmigo. También porque soy una persona solitaria, bastante independiente, me gusta ir de acá para allá, moverme y tomar decisiones sin tener que pensar en nadie, y un hijo cambiaría totalmente el panorama. Hay gente a la que ese cambio no le molestaría. A mí sí me preocuparía.”“Siempre sentí que un hijo me quitaría tiempo para mí”, respondió Giovanna cuando se le preguntaron finalmente sus porqués. “Sé que si hubiese tenido un hijo hubiera sido una madre presente y amorosa. Pero toda esa felicidad adivinada no podía con toda esa otra parte de ‘Bueno, este mundo, un hijo, mi vida, mi libertad, mi tiempo, mi me voy a cualquier hora, me voy a cualquier lado. Me va a atar a un lugar, me va a vincular eternamente a este o a aquel hombre, voy a tener que preocuparme de cosas de las que no me preocupo, preocuparme obligatoriamente...’. Quiero decir: en mi vida ha sucedido que esté comiendo sushi en uno de los mejores lugares de Nueva York y a los cinco meses esté compartiendo el arroz partido con mi perro Pascual. Y eso estaba buenísimo. Me gusta eso de la vida. Pero con un hijo vos tenés que plantearte una integración al sistema, construir una seguridad que no, no estoy dispuesta. Ese es el costado racional, y por otro lado el clamor de mis entrañas por parir nunca aparece. Y ahora que las hormonas ya están bajando, digo, no me va a venir.”
1. Ine, Montevideo, 2017.
2. Population and societies, del Institute Nationel de’Études Demographiques, Número 540, enero de 2017.
3. “The single mother makeover”, en Project Syndicate, 30-VIII-10.
4. “Madres en la trampa del amor romántico”, en Anfibia, 11-V-17.
Estados Unidos es uno de los países que tiene un mayor número de movimientos feministas en el mundo occidental. En realidad, EEUU suele presentarse como el país donde nació el movimiento feminista, cuya influencia a nivel mundial ha sido considerable. La organización NOW (National Organization for Women) mueve a millones de mujeres, siendo una de las organizaciones que goza de mayor reconocimiento en aquella sociedad. Y es probable que la Presidencia del país recaiga sobre los hombros de una mujer en las próximas elecciones en EEUU. Parecería, pues, que en EEUU se es consciente de la importancia de que la liberación de la mujer sea un componente clave en una sociedad que se presenta como la gran defensora de la libertad.
Y, sin embargo, los datos muestran que aquella sociedad es de las más insensibles a la liberación de la mujer. La Comisión de las Naciones Unidas que analiza la situación de la mujer en los países miembros de aquella organización mundial acaba de publicar un informe devastador sobre la situación de la mujer en EEUU, mostrando que ésta está a la cola en la categoría "derechos de la mujer". Según tal informe, EEUU es el único país del mundo (junto con Papúa Nueva Guinea) que no provee un mandato estatal para proveer y garantizar el permiso de maternidad. Como consecuencia de la no existencia de este derecho, los permisos de maternidad son muy reducidos (unas diez semanas como promedio), cuando no inexistentes (el 33% de mujeres que han tenido un hijo se incorporan al trabajo inmediatamente después del parto). En la Unión Europea, el promedio son 18 semanas remuneradas. En EEUU, 10 semanas sin remunerar. El informe detalla también la enorme pobreza de la infraestructura de apoyo a las mujeres y a las familias en el cuidado de niños o infantes. La infraestructura de escuelas de infancia, por ejemplo, es dramáticamente insuficiente, estando poco financiado el desarrollo de estos servicios (el personal de los mismo, por cierto, está también entre los peor pagados del país).
Los derechos de las mujeres varían según la clase social a la que pertenecen
Un punto muy importante que el informe subraya es que esta insensibilidad hacia los derechos de la mujer va acompañada también de una discriminación, no solo de género, sino también de clase social. La enorme pobreza y limitación de los derechos sociales de la mujer alcanza su máximo exponente en las mujeres de las clases populares donde tales carencias aparecen con toda crudeza. Las mujeres de clase trabajadora no cualificada, afroamericanas (entre las que el paro y la precariedad están muy extendidos), tienen más probabilidad (cuatro veces superior) de morir en el momento del parto que el promedio de EEUU. En realidad, el informe muestra claramente que la disponibilidad y acceso a los servicios de atención a las familias (y cuando decimos familias queremos decir mujeres) depende primordialmente de la clase social a la que la mujer estadounidense pertenezca. Así, el permiso de maternidad está mucho más extendido (cinco veces mayor) entre las mujeres del decil superior de renta del país que entre las del decil inferior. El informe señala con toda claridad que EEUU no es una sociedad sin clases (como asume la narrativa que considera a EEUU como el país de las oportunidades, en el que supuestamente la mayoría de la población pertenece a la clase media), sino que es un país en el que la clase social es clave para entender la distribución de oportunidades y de beneficios sociales.
Todo ello refleja que la mayoría de las mujeres en EEUU, que pertenecen a las clases populares (clase trabajadora y las clases medias de renta media y baja) tienen escasísimo poder político. En realidad, el informe sitúa EEUU en el número 72 en cuanto al número de mujeres elegidas en las instituciones representativas, la mayoría de las cuales, por cierto, pertenecen a las clases de rentas altas o medianas altas, siendo una de ellas la que probablemente pase a ser elegida Presidenta de los EEUU en las próximas elecciones legislativas. El informe muestra que EEUU discrimina claramente a la mujer, pero dentro de esta discriminación hay un claro gradiente de clase social. La mujer más discriminada es la mujer de las clases populares, al ser mujer y pertenecer a las clases populares. Y esta situación tiene enormes consecuencias en cuanto a la estrategia del movimiento de liberación de la mujer (y del hombre).
Debates sobre la estrategia del movimiento feminista estadounidense
Esta situación ha generado una discusión, indicando que los movimientos feministas deberían centrarse en la liberación de la mayoría de mujeres, que pertenecen a las clases populares. Los datos muestran que los países donde la mayoría de mujeres (que pertenecen a las clases populares) tienen mayores derechos y las desigualdades de género son menores han sido los situados en el Norte de Europa (Suecia y Noruega), en los que las clases populares han sido representadas por instrumentos políticos de sensibilidad socialista, claramente comprometidos con la igualdad social (incluyendo de género), alcanzando cuotas de igualdad entre hombres y mujeres mayores que las de aquellos países gobernados por partidos liberales y conservadores (como EEUU), que no han tenido entre sus objetivos alcanzar la igualdad social (incluyendo la de género).
Hacer esta observación no es sostener (como maliciosamente sé que se me querrá interpretar) la relatividad del valor del movimiento feminista que se centra en la igualdad de género, objetivo que es enormemente importante en nuestras sociedades. Lo que estoy subrayando es que hay clases sociales entre las mujeres como las hay entre los hombres. Y ello debe incorporarse en el análisis y en la estrategia del movimiento de liberación de la mujer, considerándose que la mayoría de las mujeres pertenecen a las clases populares, lo cual debiera convertirse en el centro de atención de tales movimientos.
Ni que decir tiene que esta observación atañe también a los hombres, que pertenecen a distintas clases sociales con intereses diferentes, cuando no opuestos. De ahí que la representatividad conseguida en las instituciones, tanto en las Cortes Españolas como en el Congreso de los EEUU, quede viciada al ser, la mayoría de representantes hombres con educación universitaria, cuando solo el 19% de la población tiene tal nivel de estudios, como es el caso de España. Esta limitada representatividad perjudica tanto a la mayoría de hombres como de mujeres, que pertenecen a las clases populares.
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