Latinoamérica necesita un movimiento progresista, regional, fuerte y coherente que defienda los valores también frente a quien se vale del discurso para cooptarlos.
La izquierda tanto Occidental como Latinoamericana (situada en ese espacio híbrido entre Occidente y Sur Global) afronta diferentes contradicciones para responder coherentemente a la situación política en Nicaragua y respecto de la guerra en Ucrania. Si bien tiene matices muy diferentes, en ambos casos la posición de la izquierda adolece de una aparente vocación corporativa surgida del internacionalismo inmanente a la izquierda y su vínculo en contraposición al imperialismo yanki.
En el caso latinoamericano, estas contradicciones limitan la posibilidad de actuar al unísono como un movimiento regional progresista que comparte valores y la meta de la justicia social, algo que le permitiría erigirse en ejemplo global. Todo ello pese a contar con una ejemplar actuación histórica de ausencia de guerras entre los diversos países de la región.
La justificación del respeto a la soberanía de otros países resuena a mala excusa cuando mucho de ellos y con motivos más que fundados se han manifestado en contra del encarcelamiento de Pedro Castillo en Perú y el injustificado golpe de estado, pero callan ante la totalitaria actuación de Ortega y sus secuaces. Frente a ello, Latinoamérica necesita un movimiento progresista, regional, fuerte y coherente que defienda los valores también frente a quien se vale del discurso para cooptarlos.
En tal circunstancia, la nueva ola progresista latinoamericana carece nuevamente de una perspectiva regional progresista fundada en unos valores de libertades y justicia sociales que la erijan en ejemplo global. Lejos de lo anterior, quedan a merced de intereses nacionales coyunturales muy vinculados al proceso electoral respectivo que, ahí sí, las oposiciones locales en connivencia regional utilizarán para deslegitimar el discurso de justicia social y las consiguientes políticas. Si la defensa de los valores es local y no extrapolable la ola de progreso pronto será solo espuma.
El último paso en el progresivo atropello desde hace más de una década de las libertades y derechos humanos, incluido el proceso electoral, por parte del régimen de Daniel Ortega resulta muy difícil de ser atribuido al hegemón norteamericano cuando políticos, cantantes, escritores y todo tipo de artistas que acompañaron al actual jefe de estado en el proceso revolucionario se han desligado de él y han sido castigados con creciente severidad por el mismo. Su voz no vale más que la del resto de represaliados, pero sí es un indicio simbólico de quién ha traicionado los ideales originarios de la revolución sandinista.
Ante una circunstancia creciente de represión de libertades tan evidente, en un país como Nicaragua que no ha generado en sus vecinos dependencias económicas como pudo haber hecho el chavismo para mantener apoyos regionales, resulta sorprendente y triste a partes iguales el escaso rechazo de la nueva ola de izquierdistas latinoamericanos a las acciones de este gobierno, gloriosa excepción hecha del presidente chileno Gabriel Boric. Ello ha propiciado además el oprobio para la región de ver cómo el gobierno de España, aprovechando la oportunidad política y la ventaja que te otorga la distancia, ha ofrecido asilo a los represaliados convertidos en apátridas por la acción presidencial.
Las razones de la omisión de crítica latinoamericana pueden deberse a diversas causas. La principal de ellas es un corporativismo progresista de esencia antiimperialista cohesionado más por el rechazo al imperio que por afinidad social o política. Otro de los motivos es la remanente priorización progresista derivada de inercias pasadas de medidas de justicia social frente a las libertades y derechos individuales. Esta disputa entre derechos civiles y políticos, y económicos sociales y culturales obvia la interdependencia entre todos ellos para su adecuada ejecución, ensalzando el ideal “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
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