Como sabemos, una de las batallas fundamentales de los trabajadores bajo el capitalismo ha sido siempre la de la reducción de la jornada laboral. Establecida en Inglaterra hace un siglo en ocho horas, la Europa más progresista, con más o menos resistencias, quiere acortarla ahora a treinta y dos horas semanales, y ello a partir de la convicción, bastante realista, de que la mayor parte de los ciudadanos no disfrutan de su actividad laboral y de que, frente a ella, la verdadera ciudadanía se construye en el tiempo libre. Ahora bien, si la reducción de la jornada laboral es importante, no debemos olvidar que el capitalismo, sobre todo a partir de los años 50 del siglo XX, ha pasado a explotar económicamente, y de manera sofisticada y obsesiva, el tiempo de ocio. Esa ha sido la verdadera revolución (que a veces llamamos neoliberalismo) producida en nuestras vidas en las últimas décadas. De manera que, incluso liberados o aliviados del trabajo, una pregunta acuciante permanecería: ¿qué hacemos con nuestro tiempo libre? ¿No deberíamos cuestionar, junto a la explotación laboral, también las condiciones colectivas, tecnológicas, de nuestro ocio? En 1958, cuando aún no existía internet, Hannah Arendt criticaba en La condición humana el optimismo “griego” de Marx, quien habría confiado en el carácter emancipatorio del tiempo libre, olvidando -dice la filósofa alemana- que “el tiempo de ocio del animal laborans siempre se gasta en el consumo y que, cuando más tiempo le queda libre, más ávidos y vehementes son sus apetitos”.
Hannah Arendt vivía los albores de una transformación decisiva que, casi setenta años después, tras sucesivas revoluciones tecnológicas, parece revelarse cada vez más totalitaria. Las nuevas tecnologías, quiero decir, han introducido al menos dos efectos nuevos en nuestro horizonte existencial. Por un lado han borrado la frontera entre tiempo y trabajo. Por otro, han proletarizado el ocio, según la conocida expresión de Bernard Stiegler, sincronizando de forma industrial los placeres del animal laborans. Así que la lucha antropológica contra el capitalismo tiene ahora tres frentes: uno, la reducción de la jornada laboral, otro la recomposición de la frontera trabajo/ocio y otro, por último y no menos importante, la desproletarización del ocio.
Junto a la diferencia entre el tiempo laboral y el tiempo de ocio, me gustaría mencionar otra de la que me he ocupado a menudo: me refiero a la que opone la fantasía a la imaginación. La fantasía no tiene límites o fantasea con la ausencia de límites mientras que la imaginación trabaja -es, sí, un trabajo- representándose pasajes horizontales de una cosa a otra cosa, de una existencia particular a otra existencia particular. La fantasía vuela sin alas; la imaginación construye en el suelo un pequeño aeroplano de madera. En términos subjetivos, privados, la fantasía es legítima y a veces necesaria. En términos políticos, no. El capitalismo, por ejemplo, es una gran fantasía que se representa a sí misma creciendo sin chocar jamás con nada, en un espacio vacío en el que cada criatura, cada cuerpo, cada montaña, es solo un medio para ir más lejos. Frente a la fantasía necesitamos, pues, la imaginación, que opera en cambio (trabajosamente, insisto) a partir de límites, rugosidades y confines, tropezando desde el cuerpo en otros cuerpos que, porque tropieza con ellos, no puede sencillamente ignorar.
El capitalismo (y no digamos el libertarismo neoliberal) es, lo he dicho, muy fantasioso. ¿Y la izquierda? La izquierda ha sido a veces imaginativa y a veces fantasiosa. Existen, por así decirlo, utopías de la fantasía y utopías de la imaginación. Una utopía de la fantasía es la Unidad; otra, muy bien denunciada por Castoriadis en 1960, es la de la Transparencia; la utopía -escribe el filósofo griego- de “una sociedad transparente a sí misma en la que los deseos de todos se satisfarían espontáneamente o en la que, para satisfacerlos, bastaría un diálogo alado jamás contaminado por el simbolismo”. Y añade: “una sociedad que descubriría, formularía y realizaría la propia voluntad colectiva sin pasar a través de las instituciones o una sociedad cuyas instituciones nunca tendrían nada de problemático”. Se trata de una advertencia a la que se ha solido hacer poco caso. La traslación de la utopía de la transparencia al ámbito laboral, por otro lado, sería la de la abolición del trabajo, incluido el de la imaginación y sus meandros. La transparencia, zanjemos, no puede ser; no debemos ni siquiera desearla. El cuerpo es oscuro, el lenguaje es oscuro, la naturaleza es oscura, los objetos exosomáticos introducidos en el mundo por los humanos (máquinas y herramientas) son oscuros. En el mejor de los mundos posibles, en el más sencillo de los mundos posibles, la relación entre todas estas instancias mantendrá un resto de opacidad que será irremediable y hasta bueno conservar. Toda dictadura, decía el ensayista italiano Alberto Savinio, es una forma de idealismo o, enunciado en mis propios términos, una utopía de la fantasía, pues los dictadores tratan el mundo como debería ser y no como realmente es: por eso el estalinismo fue también -y de ahí sus espantosos costes humanos y mentales- una fantasía devastadora.
Pues bien, una señal de la crisis actual (de la ausencia de futuro descrita por Fischer) es la de que, allí donde el capitalismo altamente tecnologizado ha borrado la frontera entre trabajo y ocio y ha proletarizado además el tiempo de ocio, nuestra imaginación sigue circunscrita al ámbito “antiguo” del trabajo, de manera que podemos imaginar y reclamar y conquistar (¡felizmente!) una semana laboral reducida, mientras que el nuevo ámbito del ocio proletarizado, encadenado a las nuevas tecnologías, es pasto de la fantasía, cuyo despotismo sin límites nos impide imaginar un uso verdaderamente libre del tiempo libre. Ha sido y sigue siendo muy dura la batalla por los derechos laborales; pero es más fácil luchar contra un patrón que nos hace sufrir a todos juntos que contra un ocio proletarizado que nos hace gozar por separado. Es siempre más fácil, sí, huir del dolor que del placer; rebelarse contra la miseria económica que contra la miseria simbólica y vital. En un libro reciente, el sociólogo estadounidense Johann Hari describe de un modo inquietante y vivaz los efectos devastadores del ocio proletarizado sobre la atención y, más allá, sobre la inteligencia misma: expone cruelmente lo que significa para nuestra consistencia ética y antropológica cambiar de tarea mental cada sesenta y cinco segundos, pasar trece horas al día delante de una pantalla o leer en diagonal noticias que desaparecen del mundo en menos de once horas. El libro es narrativamente apasionante, informativamente escalofriante y, si se quiere, maravillosamente yanqui, en el sentido de que no inhibe su ingenuidad a la hora de movilizar la esperanza de los lectores. Hari insiste en que las victorias históricas, no completas pero decisivas, contra el machismo y la homofobia nos permiten imaginar y anticipar una lucha colectiva no menos exitosa en favor de la atención secuestrada por el capitalismo. Me gusta mucho ser sacudido en mi placentero pesimismo por precedentes luminosos y, desde luego, habrá que dar la batalla, con independencia del resultado. Solo amortiguaría un poco el entusiasmo del lector (que es el mío propio) recordando la diferencia que existe entre una estructura de poder que mata, excluye, reprime y humilla y otra que nos divierte y nos distrae: la fuerza del capitalismo, lo he dicho otras veces, no reside en su capacidad infinita de hacer daño sino en su capacidad infinita de producir placer, en sus horas libres, a los mismos que maltrata en sus horas de trabajo.
Resumiendo: en la segunda década del siglo XXI, en pleno cambio climático y plena desdemocratización, las utopías de nuestra imaginación son cada vez más modestas (más socialdemócratas) mientras que nuestra fantasía solo produce distopías. Nos movemos, pues, entre la “socialdemocracia de guerra”, en acertada expresión de Xan López, y la fantasía de la catástrofe. El reto, en definitiva, es el de frenar la fantasía tecnológica colectiva y extender la imaginación, más allá del necesario reformismo económico-social, a la construcción de un ocio nuevo. Un reto enorme, pues ese ocio nuevo es paradójicamente la condición misma para el ejercicio de la imaginación cuyo espacio ha sido enteramente ocupado por la fantasía.
¿Enteramente? No. Ninguna fantasía es capaz de acabar con la opacidad de los cuerpos, que siguen amando, reproduciéndose, muriendo en otro lado; que están siempre en riesgo de recaer, sí, en los trabajos de la imaginación, para los que debemos reivindicar jornadas cada vez más largas y recompensas humanas cada vez más altas.
Por, Santiago Alba Rico, filósofo, ensayista y escritor
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