En vísperas de elecciones en Chile, las palabras del presidente en sus horas finales evocan resonancias útiles para la reflexión contemporánea, aunque las realidades del siglo XXI en América Latina sean otras
Hace 40 años el drama de Chile conmovió al mundo. Terminaba bajo un golpe de Estado el intento nunca antes registrado en la historia: hacer cambios profundos de inspiración socialista, manteniendo el respeto a las normas democráticas. Caían, junto con los muros del palacio de la Moneda bombardeado de tierra y aire por la insubordinación armada, los sueños de una generación que creyó posible avanzar entonces, en tiempos de guerra fría, hacia una sociedad más justa e igualitaria, donde la libertad también estuviera vigente.
Ahora, cuando Chile se encamina hacia una elección presidencial llamada a poner las bases de un nuevo tiempo en su devenir político y democrático, las palabras de Allende en sus horas finales transmiten resonancias que —más allá de sus cuatro décadas— alumbran la reflexión contemporánea. Por cierto, estamos en el siglo XXI y las realidades son otras, pero vemos cómo rige hoy el peso de la desigualdad, de las desprotecciones y las exclusiones que castigan, especialmente, a los jóvenes. Por eso, hay en aquella retórica solemne de Allende una mirada anticipatoria a otros tiempos donde la búsqueda de una vida digna, humana y justa seguirá latiendo como una meta mayor. Una tarea solo abordable con “ardiente paciencia”, al decir de Pablo Neruda cuando recibe su Premio Nobel.
Solo 12 días separaron la muerte de Allende y de Neruda en aquel septiembre de 1973. Ya solo eso nos dice por qué el recuerdo de aquella fecha es tan conmocionante para la sociedad chilena y se la rememora en tantas partes del mundo. Allende no fue Neruda, pero cuando hoy leemos sus últimas palabras encontramos en ellas un eco de lo que dijera el poeta en el final de su discurso, en 1971, al recibir el Premio Nobel: “Solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres”.
Allende terminará de dirigirse a los chilenos y al mundo con una frase que hará historia. Recordémosla: “Tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.
Sin duda, Allende fue el hombre de la “ardiente paciencia” que por décadas buscó cumplir con sus anhelos y entregas, siempre colocando coherencia y consecuencia en la búsqueda de hacer realidad sus sueños. No pudo lograrlo. Los marcos de la guerra fría hicieron que interna y externamente se buscara abortar aquel intento, sofocándolo más allá de sus propios errores y supuestos equivocados. Aquel mundo, de bipolaridad extrema determinado por la tensión entre Washington y Moscú, no tenía espacio para un proyecto de esas características y al final la frontera de la guerra fría cruzó por Chile.
Se escucha el último discurso con el corazón apretado porque esas palabras nacen de las entrañas mismas de Allende. Sin un compromiso político con la oposición, el golpe emerge como una posibilidad: ya en junio de 1973 se había dado un intento fallido. Son palabras premonitorias donde prevé que una larga tragedia caerá sobre Chile; por eso siempre he creído que estaban largamente meditadas. Al conversar con él se intuía que, llegado el momento, sus decisiones tendrían un sentido profundo de responsabilidad con Chile, con su pueblo y su historia: no saldría vivo del palacio de la Moneda. “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”, se le oye decir con total tranquilidad, pero sin dejar dudas de que su voluntad es defenderse en el palacio. Lo afirma como algo que está asumido de mucho antes.
Pero también en sus palabras asoma dos conceptos esenciales que cruzan toda la búsqueda de nuestro tiempo: construir sociedades donde rija la “libertad” con la misma fuerza que la “igualdad”. Y en quienes vengan después, libres para construir su propia historia, recaerá la tarea de abrirse paso hacia un tiempo donde se abran “las grandes alamedas”, imagen poética que evoca una idea de perspectiva larga, de persistencia en otear el horizonte teniendo clara la meta que se busca. Son alamedas con raíces profundas, derivadas “de la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos”, como también lo dice esa mañana.
El siglo XX, el siglo corto según Eric Hobsbawm, es una búsqueda para conciliar libertad con igualdad. Unos por privilegiar la libertad olvidaron la igualdad y otros preguntaron: ¿de qué sirve la libertad si el ser humano se va a dormir con hambre cada noche? Y entonces, en nombre de la igualdad, se extinguió la libertad para pensar, crear, emprender y buscar nuevas ideas y hacer realidad otros sueños. ¡Cuántas guerras se justificaron en nombre de uno u otro principio, como si ellos fueran antagónicos e incompatibles y no complementarios! Esta es la gran lección del siglo XX.
Allende vive su tiempo diciendo que la izquierda debe luchar por los cambios respetando la Constitución y las leyes —lo afirma en sus últimas palabras— a la vez que transformándolas para dar garantías a todos. Pero también debe saber oír el sentido de las demandas mayoritarias del pueblo. Por eso levantó su voz cuando los tanques entraron a Budapest en 1956 o en Praga en 1968, poniendo fin a aquella primavera.
Si en 1989 caen los socialismos reales con el fin del muro de Berlín, en 2007 y 2008 se derrumba el otro gran andamiaje: el del neoliberalismo extremo. Se viene al suelo esa otra ideología, cuyo dogma ha sido construir sociedades en torno al consumidor como expresión de libertad. En su promesa de privilegiar “el acto de elegir”, creó condiciones para que grandes ganancias y beneficios se concentraran en pocas manos: la libertad económica sin reglas ahogó las posibilidades de una mayor igualdad. Como nos lo recuerda el Banco Mundial, actualmente el 10% más rico del mundo recibe el 56% de la renta, mientras el 10% más pobre recibe el 0,7%. Y esto lo escribimos desde América Latina, no la región más pobre, pero si la región más desigual del mundo.
Ante eso, ¿no es válido ver en el discurso de Allende, un brochazo iluminador que llama a crear sociedades donde se garantice la libertad del ser humano para “construir una sociedad mejor”, con más igualdad? La creciente desigualdad de hoy no pueden perdurar, a la larga un sistema democrático no lo resiste. Son los ciudadanos y no los consumidores los que a través del voto exigirán a sus representantes un cambio de políticas y la libertad para luchar por otro orden social. Y Allende advierte que esto tendrá lugar “más temprano que tarde”.
Escuchar sus últimas palabras es escuchar un discurso tranquilo, sereno, calmo. Allende habla ya desde y para la historia. Allende está consciente que su sacrificio marcará un antes y un después, entiende que ese después llegará trayendo otros desafíos. Pero nos recuerda que hay un saber persistente y profundo cuando se lucha por una humanidad mejor: “Sigan ustedes sabiendo…”. Allí está la continuidad.
Hace 40 años se intuía que la defensa de los derechos humanos era importante, pero hasta no vivir en carne propia su violación se llegó a sentir profundamente su falta. Es como el aire que se respira: solo cuando se convierte en irrespirable extrañamos el cielo azul que tuvimos. Y por eso hoy sabemos que los derechos humanos son un todo: son la vida y su diversidad; son la libertad en todas sus expresiones; son las grandes estrategias y la vida cotidiana; son, en suma, el derecho a ser. Y así surgen los llamados derechos de tercera o cuarta generación, en donde también nos cabe asumir la ecología, el medio ambiente, junto a formas nuevas de democracia donde a la representación cabe dar espacio a formas nuevas de participación. Y con la presencia de las redes sociales por todo el mundo uno vuelve la mirada a Allende y se pregunta: ¿estamos ahora frente a las grandes alamedas virtuales por donde navegue el hombre libre?
Hoy, 40 años después, escribo desde otra América Latina. Una América Latina que encontró una senda democrática, que se sabe con otros desafíos y donde se construyen sociedades más justas, más libres y más tolerantes. Falta mucho por hacer, pero si los desafíos son distintos, los sueños y las utopías permanecen. Y hacer realidad estos sueños requiere de esa ardiente paciencia que nutrió la vida de Salvador Allende hasta el último suspiro.
Por Ricardo Lagos* 10 SEP 2013 - 00:01 CET
*Ex presidente de Chile.
La presidenta Dilma Rousseff tomó la iniciativa política al convocar el lunes 25, ante los 27 gobernadores y los 26 alcaldes de las capitales estatales, cinco pactos a favor de Brasil: responsabilidad fiscal, reforma política, salud, transporte público y educación. Propuso un plebiscito popular que autorice la convocatoria de una asamblea constituyente para encauzar la reforma política, que es el punto más polémico y más resistido por las instituciones. Aunque al día siguiente debió dar marcha atrás respecto de la constituyente, mantuvo la iniciativa, ya que las reformas se pueden encauzar por la vía parlamentaria.
El tiempo dirá si las reformas llegan a concretarse y, sobre todo, si alcanzan para colmar las expectativas de la población, molesta en particular por la corrupción y la desigualdad, viejos problemas brasileños que no han disminuido en la década que lleva gobernando el Partido de los Trabajadores. Por el momento, hay dos cosas que parecen evidentes: las instituciones siguen a la defensiva, pese a las iniciativas tomadas por la presidenta, y la calle sigue siendo el lugar elegido por buena parte de los jóvenes para hacerse escuchar.
Asustado por la persistencia de las movilizaciones, el Congreso archivó la propuesta de enmienda constitucional 37 (por 430 votos contra nueve), que promovía una reforma constitucional para retirar al Ministerio Público la posibilidad de realizar investigaciones criminales, que sólo podría hacer la policía, en un país donde sólo 11 por ciento de los crímenes comunes y 8 por ciento de los homicidios son resueltos. La propuesta de enmienda constitucional 37 levantó una oleada de protestas bajo el lema Brasil contra la impunidad. El mismo día la Cámara aprobó un proyecto que destina 75 por ciento de las regalías del petróleo a la educación y 25 por ciento a la salud. Hasta el momento se había registrado un pesado tironeo entre los diferentes estados para hacerse con las ganancias de una de las más prometedoras fuentes de ingresos del Estado, pero la calle logró convencerlos.
Las manifestaciones siguen y seguirán durante un tiempo. Pero empiezan a notarse cambios y diferenciaciones. En Sao Paulo el Movimiento Pase Libre (MPL) decidió marchar en las periferias urbanas, mientras grupos como Mudança Já (Cambios Ya), que no aceptan partidos y sólo hablan de la corrupción, tienden a concentrarse en el centro –enclave de las clases medias–, como analiza el sociólogo Rudá Ricci.
La calle brasileña está enviando un profundo mensaje no sólo al gobierno de Rousseff, sino al conjunto de los gobiernos progresistas de la región: la pasividad llegó a su fin. Luego de una década de excelentes precios internacionales para las exportaciones y de una evidente bonanza económica –que parece estar llegando a su fin–, muy poco ha cambiado. En particular, no hay cambios estructurales.
Incluso un conservador como el ex ministro de Hacienda del régimen militar, Antonio Delfim Netto, comenta una encuesta internacional de Pew Researh Center apuntando que el principal problema es que una economía de mercado controlada por las finanzas es portadora de graves problemas de desigualdad ( Valor, 18 de junio de 2013).
La mayoría de los entrevistados en 39 países del mundo sienten que el funcionamiento del sistema beneficia a los más ricos. Esto indica que la población tiene perfecta conciencia de lo que está sucediendo, y podemos concluir que si no ha estallado antes es porque no encontró el momento adecuado.
Un estudio de la central sindical uruguaya PIT-CNT revela que la masa salarial en relación al PIB era en 2010 inferior a la de 1998, cuando gobernaba la derecha y campeaba el más crudo neoliberalismo. Los datos lo dicen todo: en 1998 los salarios de los trabajadores representaban 27.2 por ciento del PIB. En 2010, luego de ocho años de gobierno del Frente Amplio y de un crecimiento sostenido de la economía, perciben 23.5 por ciento del producto. Lo que indica un incremento de la porción que se apropian los dueños del capital (Instituto Cuesta-Duarte, diciembre de 2011).
El 30 por ciento de los trabajadores uruguayos ganan algo más del salario mínimo, y la mitad de los que trabajan perciben menos de dos salarios mínimos. La situación no es muy diferente en Brasil y en Argentina. Es cierto que una parte de la población salió de la pobreza extrema, más por el ciclo de crecimiento económico que por las políticas sociales, que siempre tapan problemas pero no resuelven la situación de fondo de las mayorías.
Esa mitad de la población que ya no pasa hambre, pero que tampoco puede vivir dignamente, está cansada, y está empezando a perder la paciencia. Hasta ahora los gobiernos progresistas jugaron con dos cartas a su favor: la situación de los trabajadores pobres ha experimentado una mejora relativa, y un triunfo de la derecha podría implicar retrocesos. Pero el fantasma de la derecha ha dejado de operar en el imaginario colectivo. Porque es poco más que un fantasma.
Si en alguno de los países mencionados ganara la derecha, los que más perderían serían los miles de militantes y profesionales de izquierda que ocupan cargos de confianza en ministerios, municipios, empresas estatales y gobiernos centrales. La impresión es que buena parte de la gente común, como la que protesta estos días en las calles brasileñas, pero también en las uruguayas, no está dispuesta a seguir dejándose chantajear con el fantasma de la derecha. Buena prueba es lo que sucede en Chile, donde la población ha intensificado sus movilizaciones contra el gobierno derechista de Sebastián Piñera pero no muestra entusiasmo ante el probable retorno de Michelle Bachelet en las presidenciales de noviembre de este año.
Las personas quieren soluciones y luego de una década ya no se puede seguir diciendo que no hay recursos. Quienes creen que esto es un sarpullido primaveral, se equivocan. Es el comienzo de algo nuevo. La discusión sobre si la crisis política que se instaló en Brasil, y que se profundiza en Argentina, beneficiará a los partidos de la derecha o a los de izquierda, tiene poca trascendencia. Hoy lo real es la calle, y allí se juega el futuro.
Una de las razones centrales por las que hay optimismo en que la reforma migratoria podría prosperar este año es que el país está cambiando de manera inevitable. A la vez, lo mismo explica el tono casi histérico contra esta reforma, como también a nivel más general, el temor furioso que tanto marca el debate político y social aquí. Hay un choque en cámara lenta.
No se trata de algo coyuntural. Tiene que ver con una transformación tan amplia y profunda que para no pocos es una de las amenazas más graves que se enfrentan: el cambio demográfico del país más poderoso del mundo.
Es muy simple resumir los alcances dramáticos de este cambio: dentro de poco más de 30 años los blancos ya no serán mayoría en Estados Unidos, país que se volverá mayoritariamente minoritario, o sea, ningún sector de la población representará más de 50 por ciento de la población nacional.
En Estados Unidos literalmente nace un futuro multicolor. Por primera vez en la historia, los nacimientos no blancos –o sea, de las minorías– son mayoritarios en este país. El año pasado la Oficina del Censo de Estados Unidos informó que según sus cálculos 50.4 por ciento de la población nacional menor de un año eran minorías –latinos, afroestadunidenses, asiáticos y de razas mixtas– mientras sus contrapartes blancas conformaban 49.6 por ciento de esta población.
Como reportó La Jornada el año pasado, aunque el país permanece mayoritariamente blanco (63 por ciento), los demógrafos señalan que este informe del censo sobre nacimientos entre julio de 2010 y julio 2011 marca exactamente el punto en que este país comenzará su transformación en una sociedad multiétnica en la cual todos serán minorías.
Según proyecciones anteriores de la Oficina del Censo, para 2042 el país ya no tendrá mayoría blanca, aunque esta fecha podría postergarse hasta 2050, dadas las tendencias recientes de disminución del flujo migratorio, advierten algunos demógrafos. Pero todos saben que ese momento en que los blancos serán la minoría más grande, seguidos de los latinos, llegará.
Hoy día, los latinos o hispanos son la minoría más grande del país, con 52 millones, según el censo. Los latinos ahora conforman 17 por ciento de la población nacional de Estados Unidos. Los afroestadunidenses constituyen 12 por ciento y los asiáticos 5 por ciento.
De los latinos, 37 por ciento nacieron fuera de este país, o sea, son inmigrantes (casi 19 millones), según el Centro de Investigación Hispánico Pew. De éstos, 65 por ciento –unos 33.5 millones– son de origen mexicano (tanto de generaciones aquí como recién llegados), con 36 por ciento de éstos nacidos en México. Los otros sectores latinos son: puertorriqueños (9.2 por ciento), cubanos (3.7), salvadoreños (3.6 por ciento), dominicanos (3), guatemaltecos (2.2), seguidos de colombianos, hondureños, ecuatorianos y peruanos.
De los más de 40 millones de inmigrantes en este país, casi la mitad (47 por ciento) son latinos.
Todo esto se expresa de mil maneras: más español en el idioma cotidiano y hasta oficial del país, más alimentos latinos y de otras partes del mundo incorporados (y tristemente distorsionados y pervertidos) a la dieta nacional; nuevas influencias en las artes, sobre todo en la música, en el periodismo y, por supuesto, cambios en la política local, estatal y nacional.
Es en el ámbito electoral y político donde todo esto tiene implicaciones cada vez más evidentes para la cúpula del país. Vale recordar que el voto latino, afroestadunidense y asiático fue considerado clave para la histórica elección de un afroestadunidense a la Casa Blanca. El voto en 2008 fue el más diverso racial y étnicamente en la historia del país, con casi uno de cada cuatro votos emitidos por no blancos. En 2012, con 71 por ciento del voto latino, 73 por ciento del asiático, y la abrumadora mayoría del afroestadunidense, ayudaron a relegir a Barack Obama.
Pero no sólo se registra este cambio a nivel nacional, sino que también está transformando el mapa electoral en algunos lugares sorprendentes, como Texas e incluso Arizona, dos baluartes del poder conservador republicano y con regiones francamente racistas y antimigrantes. En Texas, por ejemplo, los blancos ya no son mayoría, sólo la minoría más grande, 45 por ciento del estado, mientras 38 por ciento se identifica como latino. Por lo tanto, algunos demócratas consideran que para 2016 ese estado podría dejar de estar controlado por republicanos. En Arizona, los latinos hoy representan 30 por ciento de la población, incremento del 46 por ciento en sólo una década. Eso explica, en parte, la ferocidad de las famosas iniciativas antimigrantes en la entidad, que algunos analistas perciben más como medidas para expulsar latinos en general (tanto nacidos aquí como en el extranjero) y tratar de detener un futuro donde los conservadores blancos pierdan el monopolio político del estado. Estos cambios también empiezan a transformar el panorama en lugares como Carolina del Norte y Georgia, entre otros.
Ese futuro en el que la mayoría son minorías ya es presente no sólo en Texas, sino también en California (donde los latinos conforman ya casi 40 por ciento de la población estatal), Nuevo México y Hawai.
“El Estados Unidos rural, más viejo y blanco, ocupa una tierra; el Estados Unidos más joven, urbano y crecientemente no blanco, vive en otra”, escribe el analista y ex secretario de Trabajo Robert Reich al caracterizar las pugnas sobre asuntos sociales, desde la inmigración a derechos civiles, control de armas y otras que hoy están en el centro del debate político. “Al correr del tiempo este Estados Unidos más viejo, rural y blanco pierde terreno ante una nación cada vez más joven, más urbana y menos blanca” y eso, alerta, provoca tal temor entre los primeros que están dispuestos a hacer todo “contra las fuerzas del cambio”.
Pero, quieran o no, este se está volviendo, ahorita mismo, otro país.
El presidente chino, Hu Jintao, cederá la jefatura del Estado al vicepresidente y secretario general del Partido Comunista Chino (PCCh), Xi Jinping, en la sesión anual del Parlamento, que tendrá lugar el mes que viene. La transferencia de poder ya está en marcha, y, con ella, las promesas de mejora del nivel de vida de la población. El Gobierno ha desvelado un ambicioso plan para reducir las desigualdades sociales, que incrementará el salario mínimo y gravará más a las empresas estatales, con objeto de financiar la seguridad social. El programa asegura que el salario mínimo deberá situarse en el 40% del salario medio urbano en la mayor parte de China para el año 2015.
La puesta en marcha del plan se produce después de que los líderes chinos dejaran clara su preocupación por el creciente descontento ciudadano con los excesos del partido, la corrupción oficial y las grandes disparidades sociales en sus discursos durante el 18 Congreso del PCCh, celebrado en noviembre. Hu Jintao prometió en el cónclave reformas económicas y mayor riqueza para la gente, y dijo que para 2020 China duplicará los ingresos per cápita de la población tanto urbana como rural con respecto a 2010.
El país asiático es uno de los más desiguales del mundo. El coeficiente Gini —que mide las disparidades en una escala de 0 a 1— fue del 0,474 en 2012; por encima del 0,4%, la cifra que los analistas consideran como el punto a partir del cual existe un peligro potencial de disturbios sociales.
“La brecha entre las zonas urbanas y las rurales y la diferencia de ingresos entre ciudadanos es relativamente grande, estos están distribuidos irregularmente, hay problemas obvios de ingresos no claros e ilegales, y algunos grupos viven en condiciones difíciles”, señala el documento publicado a última hora del martes por el Consejo de Estado.
Reequilibrar la sociedad china ha sido uno de los objetivos declarados por el partido desde que Hu Jintao llegó al poder hace 10 años, aunque ha tenido poco éxito en su cumplimiento. Pekín ha tomado ahora medidas más contundentes, que pasan por una reforma de los impuestos. Empresas estatales, especuladores inmobiliarios y ricos deberán pagar más para intentar disminuir el abismo entre las élites urbanas y los cientos de millones de pobres que viven en las regiones rurales. El plan aprobado por el Gobierno incluye también la reforma de los tipos de interés bancarios para orientarlos al mercado y permitir que los ahorradores obtengan mayores réditos de sus depósitos y más seguridad.
Una de las principales medidas adoptadas exige a las empresas estatales para 2015 un incremento del 5% en el porcentaje de los beneficios que deben aportar al Gobierno. Se trata de un paso crucial para financiar el desarrollo de los sistemas de pensiones y seguridad social, sin los cuales las familias se resisten a consumir para disponer de ahorros con los que hacer frente a la vejez o problemas de salud. Además, los aumentos de sueldo de los altos ejecutivos en las compañías estatales deberán ser inferiores a los de los empleados.
Los partidarios de las reformas aseguran que reducir la brecha de riqueza requiere no solo gastos sociales, sino cambios fundamentales en la estructura económica, para frenar el dominio de las empresas públicas, que controlan un amplio abanico de sectores, como la banca, el petróleo y las telecomunicaciones, y tienen numerosos apoyos del Estado de los cuales carece el sector privado.
Con el incremento del salario mínimo y la mejora del retorno en los depósitos bancarios, el Gobierno da pasos claves en la necesaria transformación del modelo económico para ligarlo más al consumo interno y menos a la inversión y las exportaciones. El plan promete más gasto en sanidad y educación, y crear más oportunidades para que los trabajadores emigrantes de las zonas rurales transfieran su residencia legal a las ciudades, donde los sueldos y los servicios sociales son mejores.
Los expertos consideran que incrementar los ingresos de la población rural no solo es necesario para mantener la estabilidad social sino también para impulsar el consumo y garantizar un crecimiento económico continuado a largo plazo.
Por Jose Reinoso Pekín 6 FEB 2013 - 08:41 CET
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