Subordinación, crisis y transformación del sector agropecuario para la acumulación capitalista

La burguesía es la responsable de que el campo haya quedado sujeto a la ciudad. Ha construido urbes gigantescas, ha aumentado enormemente la población de la ciudad frente a la de las zonas rurales y, al hacerlo, le ha arrebatado a una significativa parte de los ciudadanos la especificidad local de la vida en el campo. Y del mismo modo que ha obrado en el caso de las zonas rurales con respecto a la ciudad, ha provocado una dependencia de los países bárbaros o semibárbaros con respecto a los países civilizados, de los pueblos campesinos con respecto a los pueblos burgueses, de Oriente con respecto a Occidente.
Karl Marx-Friedrich Engels. El manifiesto Comunista.

Desde hace décadas, satisfacer las necesidades alimentarias dejó de ser solo una exigencia vital para la humanidad, en tanto que se convirtió en una gran oportunidad de negocio para el capital. Para ello, los espacios productivos agropecuarios y pesqueros dejan de estar basados en modelos socioeconómicos fundamentados en las características de los ecosistemas naturales y en modos de producción-transformación tradicionales, autosuficientes y sostenibles, orientados a la subsistencia en entornos de proximidad. Estos modelos agropecuarios tradicionales, campesinos, han sido y son progresivamente sustituidos por lo que se conoce como modelos de agricultura moderna globalizados. Grandes y pequeñas explotaciones quedan entonces sujetas a los procesos de valoración de capital a nivel global. Y ya no serán las necesidades alimentarias de los territorios las que determinen qué, cómo y para quién producir, sino la búsqueda de mayores tasas de ganancias que retribuyen a los propietarios del capital, concentrado en grandes corporaciones industriales, comerciales y financieras de carácter multinacional.

Las reglas que gobiernan la estructura de producción, distribución y consumo de alimentos se extienden a nivel planetario, regidas y controladas fundamentalmente desde organismos internacionales multilaterales (G7, G20, OCDE, Organización para las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura…), sus instrumentos de intervención y regulación (FMI, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio…) y los espacios de integración económica y política (Unión Europea, Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Mercado Común del Sur, el BRICS…); y son influenciadas, en algunos casos, por grupos sociales de índole académico, ecológico, sindical y, con mayor frecuencia, por grandes lobbies corporativos cuyo interés ha sido, es, y será la obtención de mayores dividendos (McMichael, 2016).

En definitiva, en torno a lo que comemos, las decisiones relativas a qué se produce, cómo y para quién, las concernientes a cómo se organiza la producción, transformación, distribución y consumo y las correspondientes a cómo se establecen los precios y se reparten los riesgos, costes y beneficios económicos acaban siendo determinadas por estos poderes corporativos y reguladas, esencialmente, por instituciones supranacionales. Son decisiones que reproducen los modelos centro-periferia en el marco de la actual división internacional del trabajo. Esta circunstancia es inherente al sistema de producción y acumulación capitalista y explica, tal y como veremos a continuación, la sujeción subordinada del campo, de su explotación y empobrecimiento al enriquecimiento de “grandes imperios alimentarios” (Delgado, 2024). 

El sector primario, integrado en la estructura económica capitalista, se erige como estratégico por varios motivos: 

1. por sustentar el principio de seguridad alimentaria, fundamentalmente para las economías más avanzadas, permitiendo la satisfacción de necesidades vitales a bajo precio; 

2. por producir materias primas (commodities) que directa o indirectamente sostienen los insumos básicos de industrias de diversa índole, más allá de la alimentaria (alimentos procesados, harinas molturadas…), la textil (algodón, lino, lana, alpaca, seda, cuero…), la energética (biocombustibles…), la farmacéutica, etc. 

3. por erigirse en un mercado en sí mismo que, dado sus modos de producción, demanda sus propios inputs (semillas, agroquímicos, energía…), maquinaria, tecnologías, transporte, finanzas y otros servicios avanzados. 

De modo que otorga grandes oportunidades de negocio a otras actividades productivas, industriales y de servicios, en el rol de suministradores. 

Podríamos afirmar que en el desempeño de dichos motivos estratégicos se explica, en esencia, por la situación estructural de subordinación del sector primario.

Es cierto que la Política Agrícola Común (PAC) en Europa abogaba, en sus comienzos, por salvaguardar los principios de soberanía alimentaria y preferencia comunitaria, promoviendo una producción propia y diversificada que permitiese satisfacer la demanda alimentaria en el espacio europeo común. No obstante, las tensiones generadas en los mercados internacionales por la presión de los excedentes subvencionados, propios y de terceros países; la búsqueda de estrategias que permitiesen minorar costes de producción de commodities y alimentos y contener la inflación (con todo lo que esto implica para favorecer las estrategias de contención salarial); la voluntad de ahorrar o reorientar recursos financieros de la Política Agrícola Común en un contexto de ampliación de la UE hacia el Este; y la presión, a modo de lobby, de los imperios alimentarios por globalizar los espacios de producción y compra de las materias primas con las que operan, explican la progresiva supresión de barreras arancelarias en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC). 

De este modo, se ha ido intensificando la globalización competitiva de los productos primarios e imponiendo el principio de seguridad alimentaria para disponer de alimentos de cualquier lugar del mundo a bajo precio. La globalización y su extensión a partir de los años 90 a los productos agropecuarios, se erige, por tanto, en un elemento funcional al modelo de competitividad capitalista basado en la minoración de costes. 

El sector primario, heterogéneo y muy atomizado, se encuentra siempre en el eslabón más débil de su cadena de valor global. Las exigencias competitivas están determinando los modos de producción del sector agropecuario que exigen su continua transformación; modos de producción en los  que la o el tradicional agricultor o ganadero, pequeño empresario y trabajador de sus tierras, cada vez encuentra menos posibilidades de supervivencia. La competitividad por la vía del precio les requiere una minoración extrema de sus márgenes por unidad de producto. En un sector atomizado, las y los pequeños productores son los primeros que acaban abandonando (y más aún en producciones de secano), no encontrando relevo generacional para actividades en las que difícilmente cubren costes. 

Pero también hay quienes, necesariamente, tratan de intensificar la producción como única salida para lograr rentabilidades basadas en altos volúmenes de venta. Sin embargo, estas dinámicas de intensificación acaban desembocando en espirales de sobreproducción-sobreoferta en los mercados y la consiguiente caída de precios, nuevamente, en perjuicio de las y los productores primarios. De este modo, la producción intensiva que acaba generando grandes excedentes en el sector primario resulta ser funcional a los intereses de otros agentes de la cadena, como la industria y la distribución comercial, fundamentalmente las grandes cadenas de autoservicio, que son, junto a quienes suministran los inputs, quienes se terminan beneficiando de este modelo de producción imperante. Les permite minorar sus costes en aras a la obtención de unos mayores márgenes.

Por tanto, la presión constante a la bajada de precios en origen acaba sobreexplotando y degradando la tierra, los recursos hídricos y precarizando el trabajo. Este es un hecho ya presente y estructural del sector primario en el que se obtienen muy pequeños márgenes por unidad de producto, transfiriendo los valores producidos y, con ello, las grandes ganancias, a esos imperios alimentarios que lideran la cadena.

Por ello, cualquier regulación que pretenda controlar y mejorar las condiciones de trabajo o medioambientales en el campo es rechazada por parte de un sector que busca todo resquicio posible con el que poder minorar sus costes en aras a una difícil y apretada supervivencia. Y, sin embargo, las causas de su situación no son los exhaustivos y exigentes controles medioambientales, sino el modo en el que se integra la producción agroganadera y el rol subordinado que le toca desempeñar en la valoración del capital.

Es verdad que las y los agricultores y ganaderos compiten fuertemente entre sí, con gran preocupación por su parte para con sus iguales que están en terceros países, reprochándoles estrategias de dumping higiénico-sanitario, medioambiental o laboral. Argumentos que no son nuevos y que se extienden dentro de la propia Unión Europea entre productores del norte frente a los del sur; o argumentos que obvian el dumping de sus propias explotaciones en tanto que son objeto de subvenciones de la PAC; o incluso que obvian, o sencillamente desconocen, que los Fondos de Inversión o las empresas que canalizan el capital para la producción primaria en esos terceros países, periféricos, desde los que se importa, resultan ser de procedencia occidental (incluso del mismo país que importa, o de la propia UE en nuestro caso). Y lo que puede resultar aún más llamativo: estos argumentos obvian el hecho de que una gran parte de la producción de quienes se quejan de las importaciones resulta ser exportada.

Lo cierto es que esta intensa y extensa competencia en la base productiva, en el sector primario, es la que fuerza a una sobreoferta, siendo funcional a la acumulación capitalista. Y es que, los actores se disputan sus márgenes entre los distintos eslabones de la cadena global de valor. Y ahí se manifiestan relaciones de dominio, no de competencia, sobre las y los productores agropecuarios. Sus precios de venta son los costes del siguiente eslabón, el de la industria de transformación o el de la distribución comercial. Por tanto, las y los productores en origen, atomizados y repartidos por todo el planeta, incapaces de fijar precios, disputan sus márgenes con una industria o una gran distribución moderna que conforma grandes oligopolios de demanda. Y éstas, en cumplimiento de la lógica capitalista, desempeñan sus estrategias de presión a la baja de lo que son los costes de sus inputs.

Las grandes cadenas de distribución comercial (Walmart, Grupo Schwarz, Carrefour, Tesco PLC…) también tienden a conformar, en lo que respecta a los productos agroalimentarios, oligopolios de oferta. Cierto es que compiten de forma intensa entre sí, pero, aun así, cada vez se reparten más cuota de mercado a costa del pequeño comercio tradicional. También, grandes firmas industriales (Cargill, ADM-Archer Daniels Midland, Louis Dreyfus Company, Bunge) ejercen, desde posiciones oligopolísticas, un fuerte dominio y control de las materias primas para el procesamiento y abastecimiento a otras industrias de transformación (de alimentación procesada, bioquímicas, etc.) o, nuevamente, para el propio sector primario en forma de inputs para el cultivo o la ganadería, acuicultura, avicultura, etc. Lógicamente, éstas también persiguen mejorar sus márgenes presionando a la baja sus costes y, por ello, repercutiendo en los precios de venta de las y los productores primarios en origen.

Para mayor agravamiento, el modelo de producción primaria imperante resulta ser muy dependiente de las semillas y los agroquímicos. Y, nuevamente, grandes multinacionales controlan, también a modo de oligopolio, este mercado: Bayer, Syngenta, Corteva, BASF, UPL y MFC (Shand et al., 2022).

La debilidad de las y los agricultores y ganaderos es el resultado combinado de la anchura del eslabón de la cadena de valor en la que éstos se sitúan y donde compiten de forma intensiva entre sí en un espacio ampliamente globalizado, con la estrechez de los eslabones oligopolísticos entre los que quedan atrapados. Sometidos a los precios impuestos por quienes les suministran los inputs, que conforman un oligopolio de oferta, y a los precios impuestos, fundamentalmente, por la industria agroalimentaria de commodities y la Gran Distribución Moderna que, desde la perspectiva del sector primario, ambos conforman un oligopolio de demanda. Costes y precios de venta de la agricultura y la ganadería, actividades productivas de base de la alimentación, quedan sujetas, fundamentalmente, a la decisión de grandes poderes corporativos empresariales y, principalmente, a la lógica mercantil de la ganancia que empuja a la concentración de capital.

De este modo, un alza en los precios de determinadas materias primas, como el petróleo o los fosfatos, encarece los costes del eslabón de la producción primaria agroalimentaria; pero la debilidad de las y los productores agropecuarios para repercutir sus costes en sus precios, mitiga, aún más si cabe, los pequeños márgenes con los que subsistían. Y es entonces cuando parece surgir el estallido social del campo; es entonces cuando culpabilizan a sus iguales en terceros países o a lo que catalogan como burocracia o costes para el control medioambiental. Mientras, los actores que conforman los imperios alimentarios prolongan sus dinámicas de acumulación.

Atraídos por las ganancias que genera el sistema agroalimentario se mantienen los grandes terratenientes o la burguesía industrial agroalimentaria, pero también surgen nuevos y muy relevantes actores, grandes inversores en forma de multinacionales y, sobre todo ahora, grandes Fondos de Inversión (Blackrock, State Street, Vanguard, Allianz Group, Fidelity Investments…), con una presencia cada vez más destacada y pretendiendo aplicar estrategias de integración vertical. 

El sistema agroalimentario también se financiariza, alcanzando un relevante protagonismo las empresas tecnológicas y financieras. De modo que, entre otros activos del negocio agroalimentario, van adquiriendo y concentrando superficies agrarias cultivables, aprovechando la debilidad de quienes no disponen de suficiente capacidad productiva o inversora como para rentabilizar una actividad primaria de tan bajos márgenes por unidad de producto. Se genera, asimismo, un mercado acaparador/especulativo en torno a las tierras de cultivo, que las encarece y las hace inalcanzables para aquellas o aquellos pequeños productores que traten de aumentar su dimensión productiva. Estas dinámicas especulativas se agravan con la puja de grandes corporaciones energéticas, en algunos casos en manos de los mismos fondos de inversión mencionados, cuyo interés es darle uso a la tierra para plantas solares, eólicas o extensiones de cultivo para biocombustible. 

Lo cierto es que son los grandes capitales los que acaban apropiando, acumulando y concentrando las tierras de cultivo y ganaderas. Y son éstos los que, además, acaban acaparando la mayor parte de las subvenciones de la PAC que, asimismo, les permiten cubrir los costes de producción aprovechando sus economías de escala. En dichas manos y niveles de concentración, se faculta la mayor mecanización e intensificación que impulsa altos volúmenes de producción y ventas a muy bajos precios, aniquilando definitivamente a las y los pequeños supervivientes, trasladando, de este modo, la apropiación de mayores valores añadidos hacia las grandes corporaciones industriales y comerciales del sistema agroalimentario, en las que también están presentes, como accionistas, los grandes fondos de inversión.

Con todo ello, los modelos de producción agropecuaria requieren cada vez menos fuerza de trabajo. Finanzas, maquinaria y tecnología capitalizan e industrializan el campo. Las zonas se despueblan aún más si cabe, se desnaturalizan y sufren un deterioro ecológico de no retorno. Se imponen las grandes extensiones de monocultivos que requieren de muy poca fuerza de trabajo, sujeta a condiciones muy precarias. Eso sí, generando grandes ganancias a un capital cada vez más concentrado.

Carlos Bueno-Suárez es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales y Doctor en Economía Regional. Profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla, imparte docencia, entre otras materias, de Estructura Económica Agraria y Comercialización de Productos Agrarios ([email protected]).

Referencias
Delgado, Manuel (2024) “Doñana y el campo andaluz”, lamarea.com, 12/03/2024.

McMichael, Philip (2016) Regímenes alimentarios y cuestiones agrarias. Barcelona: Icaria.

Información adicional

Plural. ¿El campo en llamas y al borde del colapso? Existen alternativas
Autor/a: Carlos Bueno Suarez
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Fuente: Viento Sur

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