Los indígenas de la Amazonia libran una batalla sin tregua con los pobladores animales, vegetales y espirituales de la selva, que sustentan la existencia humana al tiempo que la amenazan. Aunque se les tiene por “guardianes de la selva”, y se presume que viven “en armonía con la naturaleza”, la experiencia de la cotidianidad amazónica apunta, dramáticamente, a algo muy diferente.
Por el centro de la única calle del pueblo shipibo de Vencedor, en la Amazonia peruana, se arrastra parsimonioso un inofensivo y enternecedor perezoso. Ha ingresado en el espacio humano desde la masa boscosa que rodea el pueblo; una algarabía de niños y muchachos se concita alrededor del animal. “Pelejo bonito”, sonríe Osvaldo, el único adulto en el grupo que, con una vara, trata de levantarle la cabeza para descubrir su rostro. Los pequeños espectadores ríen divertidos y se empujan contra el desorientado animal, como si supusiera una amenaza. El animal está panza abajo, hecho ovillo, con la cabeza contra el suelo; cuando Osvaldo, con su palo, le hace volar unos centímetros por el aire, en sus deditos de largas uñas negras se queda con una manotada de tierra a la que se ha agarrado. Todos ríen. El animal, ahora sobre sus cuartos traseros, trata en vano de mostrarse amenazador, alzando una mano, emitiendo un débil bufido. “¿Muerde?”, pregunto intrigado por las precauciones. Osvaldo niega mientras alza la vara para darle un duro golpe en el costado. Los niños celebran con volteretas. Montando la única bicicleta del pueblo aparece Omar, de 14 años, que traza círculos alrededor del grupo hasta que decide pasar por encima de las piernas del animal. La algazara arrecia cuando pasa por encima del lomo. Osvaldo va empujando al perezoso, haciéndole volar por los aires, en dirección al puerto. Una columna de pequeños les siguen mientras celebran cada vuelo del animal. Al borde del río, varios niños le lanzan bolas de barro duro y se regocijan cuando aciertan plenamente. Omar empuja al animal al agua, que trata de nadar río arriba; Omar se acerca a la orilla y lo hunde hasta el fondo con la vara. Unas burbujas se elevan hasta la superficie. Carcajadas. Tras intentar ahogarle infructuosamente, Omar le asesta un palazo en el lomo. El animal queda separado de la orilla dos metros y la corriente se lo lleva río abajo; al poco se pierde entre unas canoas pero reaparece aún vivo. Omar le asesta dos durísimos golpes en la cabeza y el cuerpo queda inánime, con la cabeza sumergida, a merced de la corriente. Los niños le siguen unos metros río abajo hasta que se cercioran de que ha muerto.
Contra la naturaleza
La idea de que los indígenas de la Amazonia viven en dichosa armonía con la naturaleza, como en un jardín edénico, es un cliché infundado. Entre los humanos amazónicos y sus vecinos del bosque existe una incompatibilidad esencial. En el idioma shipibo (el de los niños que acabaron con el perezoso), la palabra que designa pueblo no remite a una reunión de personas (como en castellano), ni a algo común (comunidad es un término legal impuesto por los estados); jéma significa literalmente espacio desmontado, es decir, aquel que ha sido arrebatado a la selva mediante la eliminación de toda forma vegetal.
Un pueblo shipibo es una isla de humanidad en un océano de vida acechante. De este reducto transformado por el humano se excluye sistemáticamente cualquier forma viva no sometida: las especiespermitidas (los frutales de los patios traseros, las gallinas y otros animales domésticos) responden a la voluntad del humano. En la calle central de Vencedor, de unos treinta metros de anchura y más de doscientos de largo, sólo existe un árbol, y todas las mañanas, las mujeres se afanan en arrancar (en cuclillas, con el machete) hasta la última brizna de pasto del suelo circundante a su casa. Sus poderosas razones las comprendí días antes de que comenzara el curso escolar: los hombres del pueblo desyerbaban frente a la escuela, invadida por hierbas de medio metro en el período vacacional; el jefe, mientras blandía el machete a ras de suelo rajó el vientre de una boa de metro y medio. La boa no es venenosa, pero podía haber sido el temible jergón o la diminuta víbora, y no un machete el que diera con ella sino el pie de un niño. También entendí, tras un accidente sin consecuencias, que el destino inexorable de los grandes árboles es siempre la caída, ya por viejos, ya empujados por vendavales ocasionales; por eso no pueden erguirse cerca de las casas y deben ser tumbados.
Pero una explicación materialista resulta pobre para comprender las motivaciones de un comportamiento que traspasa los límites de la lógica de los cinco sentidos: la tradición indígena concibe una realidad dual y lo que sucede en la esfera espiritual afecta a la material.
En su etnografía La Gente del Centro del Mundo, el antropólogo colombiano Juan Álvaro Echeverri da cuenta de cómo el curandero ocaina Kinerai estableció su propia maloca (la gran casa ritual indígena) en una zona boscosa del río Igaraparaná, en la Amazonia colombiana. “Los viejos tenían el dicho: ‘Limpia donde van a dormir tus hijos'”, contaba Kinerai a Echeverri. “La suciedad está ahí fuera, en el bosque; ahí fuera hay fuego [rabia], hay fatiga, hay enfermedad”. Y Kinerai limpió material y espiritualmente: durante el día ponía trampas en el bosque, y por la noche se sentaba a meditar, armado de coca y tabaco, aquietando su corazón para identificar los malos sentimientos. Inspirado por las plantas soñaba: la primera noche su padre le visitó enfadado porque la trampa le había bloqueado el camino, pero el padre era un impostor y cuando al día siguiente fue a comprobar la trampa, encontró a un jaguar, al que tuvo que matar; una metáfora de la difícil relación paterno filial, que debía resolver. En noches sucesivas le visitaron una vieja triste (que se presentó como dueña del lugar), una mujer seductora, un presunto compadre… Personificaciones espirituales de traumas diversos que amanecían en la trampa en forma de animales. Para establecerse de manera independiente en su propia maloca mató cuatro jaguares (uno por cada columna de la maloca), un armadillo, un oso hormiguero y un etcétera de seres que simbolizaban cada uno de los materiales empleados en la construcción y remitían espiritualmente a problemas por resolver. “Tuvo que cazar los animales que eran los dueños del lugar porque si no traerían problemas y enfermedades a su familia”, explica Echeverri. A partir de ésta y otras observaciones, el antropólogo colombiano concluye que el indígena vive “contra la naturaleza”.
Los seres del monte
Los humanos no pueden permanecer indefinidamente en su anti-oasis doméstico; el bosque provee alimento, medicina, materiales de construcción; es preciso adentrarse en él cada día. El ayahuasquero shipibo Roger López, de 44 años, experimentó en su adolescencia los peligros espirituales del monte. A sus trece años disfrutaba surcando caños y lagunas acompañado por sus primos. En una ocasión se aventuró en la Cocha Suavi, casa del gran lagarto negro y la boa, vedada por los viejos a las andanzas juveniles. “¡¡Qué vacilón!!”, gritaba ruidoso, despreocupado hasta que sintió un ardor de fuego en el costado. Por la tarde, se revolvía con fiebre. “¿Qué ha pasado?”, preguntó el abuelo. “Me ha embrujado…”. “¡Ajá! ¿Adónde te has ido?” Roger contó la verdad; el abuelo se enfureció. “¡Tú no sabes porque no has tomado ayahuasca! ¡No sabes!”. El abuelo agarró su pipa de tabaco y su agua de florida. Icaró la pipa, fumó el tabaco, sopló el humo, chupó sobre la zona dolorida y escupió. El dolor se mitigaba mientras Roger escuchaba la reprimenda. “Eso es brujería que envían los dioses de la anaconda, porque ellos están tranquilos y tú les molestas. Si tú estás durmiendo y uno que venga a gritar: ‘¡¡Ahh!! ¡¡Carajo!!’ ¿Qué harías? Le metes un correazo o le mandas a tu perro. Igualito, ellos también están tranquilos y nosotros les molestamos”. Al poco Roger se sintió aliviado. “Nunca andes en un lugar así”, continuó el abuelo, ya más calmado. “Ahí hay personas, humanos como nosotros, y ustedes están molestando sus pollos”.
El abuelo, José López, era un respetado ayahuasquero del Bajo Ucayali, un sabio de otro tiempo que también sabía comportarse como el presente exigía; aunque recomendaba a su nieto respeto por los seres de la naturaleza, era paradójicamente capaz de todo lo contrario. Cerca de la misma Cocha Suavi en la que Roger había sido embrujado, el abuelo se establecía todos los veranos con la familia para buscar y tumbar cedros y caobas. Roger se subía a la canoa después del desayuno y buscaba ejemplares que estuvieran cerca de los cursos de agua para que, con la creciente del invierno, pudieran ser fácilmente transportados a la laguna, donde formaban grandes balsas para el patrón de la ciudad.
Estos recuerdos de Roger, de su participación en la industria maderera, no me sorprendieron porque unos años antes conocí con él, el puerto de Manantay, a las afueras de la ciudad de Pucallpa. El calor, el polvo de la carretera, los grandes remolques cargados de enormes troncos que nos cruzábamos, fugaces vistazos de aserrío a un lado y otro, fueron preparándome para el síncope posterior, cuando el motocarro nos dejó en una explanada que descendía hasta la orilla del río, repleta de gente, puestos de comida, movimiento, sol de mediodía, motos y motocarros, polvo, animación, tecnocumbia y, sobre todo, madera. Madera flotando en el río; madera que grandes grúas descargaban de barcazas repletas; madera entrando en una sucesión infinita de aserríos sobre la orilla; hombres como hormigas cargando tablas, bloques y tablillas; troncos gruesos suspendidos en el aire que emprendían el camino hacia cualquier rincón del mundo. Exclamé impresionado, sin palabras, y miré a Roger boquiabierto, esperando su complicidad. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en vez de airado, se mostró orgulloso: “Es una industria muy potente, muy fuerte”.
Virus contagioso
Los pueblos indígenas han participado en procesos extractivos en toda la Amazonia desde que el blanco introdujo en la región su sistema comercial global e insaciable: un virus altamente contagioso. Durante el siglo XIX contribuyeron a esquilmar manatíes y tortugas (cuya grasa servía como combustible para alumbrar), zarzaparrilla, paiche (pescado de preciada carne que se comercializaba salado)… A partir del siglo XX, con el establecimiento de carreteras y la mejora en las comunicaciones fluviales, el caucho de horrible recuerdo, las maderas, las pieles de animales y, en resumidas cuentas, cualquier producto que el sistema globalizado precisara, fue extraído sistemáticamente por la población indígena. El cazador ocaina Arsecio Pijachi recuerda que en su adolescencia, allá por los setenta en el río Igaraparaná, se internaba con su tío en la selva en busca de “pieles finas” como las de jaguares, nutrias y pecaríes, de los que mataban varias decenas en cada campaña; la población de esas especies se redujo en aquella década a niveles críticos. A cambio obtenían ropas, herramientas, motores, y una serie de artículos que se hacían cada vez más imprescindibles a medida que la economía de mercado se asentaba en este antaño rincón remoto del planeta, produciendo cambios drásticos en la relación del nativo con la selva.
Esta dinámica de sobreexplotación es irreconciliable con los discursos rituales, los mitos o los cuentos infantiles recogidos por los antropólogos en las últimas décadas, que prescriben un comportamiento cuidadoso en la explotación de los recursos naturales. Thomas Griffiths, en un exhaustivo estudio sobre la economía de los huitoto en el río Caquetá, Colombia, reproduce un cuento del viejo sabedor José Suárez, en el que el Padre Creador advierte al Dueño del Agua que los humanos podrán pescar siempre y cuando pidan permiso. “Pero cuando uno de mis hijos [humano] sea malo, cuando no pida permiso, cuando tome sin necesidad tus hijos [los del Dueño del Agua: los peces] sin necesidad, entonces te toca a ti tratar con ellos. En este caso, tienes el derecho a defenderte y reclamar tus hijos”. Y el viejo Suárez culmina: “Ahí es cuando el Dueño del Agua se molesta y hay problemas. Ahí es cuando nuestros hijos se ahogan y no reaparecen porque la Gente del Agua se los ha llevado”.
En la misma línea, el antropólogo suizo Jürg Gasché analiza los azares de la cacería entre los bora de la cuenca del río Ampiyacu, en Perú. Cuando el cazador ingresa en el bosque, explica Gasché, se halla en el territorio del Señor de los Animales quien, todopoderoso en sus dominios, decide el destino del cazador, su éxito o fracaso. Para asegurarse una buena partida, la tarde de la víspera, inspirado por el tabaco y la coca, el cazador se comunica con el Señor de los Animales para pedirle permiso mediante un discurso ritual del que se elimina cualquier referencia a la violencia: la petición se elabora en términos de cosechar los frutos cultivados por el Señor de los Animales. El cazador le recuerda que así como él permite que de sus hojas de coca se alimenten ciertos gusanos, que no causan daño a la mata, así el Señor de los Animales debe permitirle cosechar sus frutos, que destinará exclusivamente a alimentar a su familia. El cazador es consciente de que si sobrepasa la cantidad necesaria deberá asumir las consecuencias. “Se sabe en la región de varios cazadores que se dedican a matar animales para la venta”, escribe Gasché. “Varios de ellos han enfermado o la enfermedad ha afectado a un familiar cercano de ellos y fueron curados por el tratamiento apropiado después de habérseles diagnosticado su origen en la matanza excesiva de animales”.
Antes de que en la Amazonia se estableciera el Monstruo Hambriento, las sociedades nativas respetaban a la naturaleza porque la temían, no porque la amaran; pero el dinero hizo olvidar el temor. El estereotipo del indígena ecologista fue forjado, según el antropólogo Andreu Viola Recassens, “a partir de la creciente sensibilidad ambiental de los años setenta”, de acuerdo a “viejos prejuicios etnocéntricos”, y es desde entonces asumido por los líderes indígenas gracias a lo que Jürg Gasché, con cuarenta años de experiencia en la región, considera un proceso de “sumisión y alienación” ante los intelectuales urbanos que les asesoran (y financian, añadiría yo). Para Viola mediante la alianza entre los movimientos ambientalistas mundiales y los indígenas por la protección de los bosques tropicales, los primeros conseguían “capital simbólico” y “aureola de legitimidad”, y los segundos “un poder sin precedentes en sus negociaciones gracias a la presión de la opinión pública internacional”. Viola ilustra el desencuentro subyacente entre unos y otros recordando el caso de los kayapó, cuyos líderes, haciendo gala de plumas y pinturas faciales, viajaron por el mundo entero, acompañados por Sting. Qué decepción para la opinión pública y muchos ambientalistas cuando trascendió que los kayapó habían vendido madera de sus territorios ancestrales. “No fueron los indígenas los que los habían llevado al engaño, sino las falsas expectativas sobre las necesidades reales y las aspiraciones del buen salvaje que ellos mismos se habían creado”, argumenta Viola. “Para los Kayapó lo que verdaderamente estaba en juego era la autodeterminación de su pueblo y la soberanía de su territorio”.
El Devorador Polimorfo se arrastra por todos los territorios: ni los kayapó, ni los ocaina, ni los bora, ni los shipibo pueden resistirse. Los cuentos de los viejos quedaron viejos; las sociedades indígenas de antaño, sencillas y autónomas, de abundancia material, están ahora bajo el poderoso hechizo de los colores de la Pantalla, las herramientas muy eficaces, la urbe exótica, los escalones sucesivos a ninguna parte, el ritmo desenfrenado, la música electrónica, mil posibilidades que aturden, mil comidas ignotas, azúcar, pornografía, gente bien vestida en la oficina, el siempre más, siempre más. En fin: el dinero (lo que compra y lo que requiere) emite un reclamo ensordecedor que impide escuchar las voces de los ancestros.
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