Rafael Gutiérrez Girardot: “Falta mucho por hacer, para recuperar la memoria cultural de nuestros países”

El crítico literario y filósofo Rafael Gutiérrez Girardot murió el 27 de mayo de 2005, a la edad de 77 años en la ciudad de Bonn. Desde 1970 regentó, como profesor titular, la cátedra de hispanística en la universidad de esta ciudad, desde la que ejerció una gran influencia en el desarrollo de los estudios literarios en América Latina. Su estilo polémico y sus juicios críticos caracterizaron esta labor.

Pocos meses antes de morir, a finales del verano de 2004 tuve la ocasión de visitar en su apartamento en Beuel, a orillas de Rin, justo al frente de las torres barrocas de la Universidad de Bonn, al profesor Rafael Gutiérrez Girardot. Se encontraba especialmente entusiasta, pese a las dolencias derivadas de un grave accidente automovilístico ocurrido cinco años antes y de los achaques de una vida de estudios, en la que el sedentarismo, el cigarrillo y el buen vino renano eran su sana compañía.  Con 76 años, su temperamento, su humor y sus dotes críticas quevediano-volteriano-heiniano lo seguían como sombras y como alicientes de una espontánea y larga charla. Hablamos como si nos conociéramos largo tiempo atrás y sin las inhibiciones, naturales, que produce la visita acordada con un personaje con que uno se encuentra por primera vez. Con un “Piel Roja” en la mano, traído por algunos de sus discípulos que saben de su gusto por este tabaco fuerte –“que si sabe a tabaco de verdad”, me dijo-,  y vestido con su camisa blanca, corbatín a rayas y ligero saco a cuadros, pese a que era domingo, me invitó en seguida a tomar una copa de vino blanco, “para soportar este clima endemoniado y húmedo”. El fresco licor hizo su efecto inmediato, y contribuyó en seguida a allanar toda traba real o imaginada. Entre las afables sonrisas del encuentro –y puesta la grabadora en play record- le pregunté:

Rubén H. Romero. Volvamos al pasado, a su época de agregado cultural de la Embajada de Colombia en Bonn. Hacia mediado de los sesenta usted organizó un encuentro en Berlín germano-latinoamericano de escritores. ¿Qué recuerdo tiene de ello y qué valor le concede? 

Rafael Gutiérrez Girardot. Bueno, este encuentro fue clave. Se hizo en 1962; hubo otro en 1964. Cierto que hubo grandes contratiempos y muchos autores nos fallaron. Hubo desorganización por parte de muchos. Pero le puedo decir que este encuentro fue una ocasión excepcional para brindar a los alemanes –que siempre nos miran con su irreprimible sentido colonizador- una imagen de América Latina que no solo somos un continente que produce café, banano y ganado. Este encuentro tuvo gran importancia porque allí asistieron autores como Gilberto Freire, autor de este gran libro Casa grande y senzala, Carlos Rama, Borges, Mallea, Asturias, Arguedas, Rosario Castellanos, Juan Lizcano. De Colombia vinieron León de Greiff, Caballero Calderón y Arciniegas. Esto fue una oportunidad grande. También por esa época estuvieron por Alemania José Luis Romero y Héctor A. Murena, José Medina Echavarría; algunos de ellos vinieron luego, como parte de este encuentro que entabló serias relaciones, por ejemplo, entre la Universidad de Munster y otras universidades latinoamericanas. Este encuentro o encuentros sirvieron para establecer relaciones más estrechas entre nosotros, y sobre todo mostrar a los alemanes que nosotros tenemos una literatura y una sociología e historia de alto nivel. Esa década era importante porque era una década peculiarmente conflictiva, de expansión de la universidad, y sobre todo de retos o desafíos científicos como la investigación atómica y de avances en la tecnología industrial. Nosotros no podíamos quedarnos al margen, esta marginación era subdesarrollo. Lo esencial era comprobar que Latinoamérica no se conocía, que los países latinoamericanos se habían aislado. Hoy ha cambiado la situación, pero hace falta mucho por hacer, y sobre todo por recuperar la memoria cultural de nuestros países. También muchos están interesados en mantenernos aislados. El primer paso es la integración cultural, porque no despierta el recelo de intereses económicos y políticos, esta integración cultural es el camino de la Utopía bolivariana. Pero esa integración tiene un aspecto técnico-diplomático, debe ser serio, planificado, y no puede darse el lujo de dejarlo en manos de poetas y novelistas.

RHR. Usted ha insistido en la necesidad de modernizar nuestro sistema universitario. Esta insistencia viene de esta época de los sesenta. ¿Qué se discutió o mejor cuáles fueron sus tesis a propósito del papel de la universidad ya desde los años sesenta?     

RGG. La universidad debía estar a la altura de sus exigencias. En América Latina vivíamos –y vivimos- en perpetuo atraso. Estos encuentros estaban destinados a favorecer los intercambios; pero nosotros debemos estar a la altura de ellos. Sin una planificación sensata, toda colaboración es decorativa. Escribí por esos años algunos escritos para “Lecturas Dominicales” de “El Tiempo”. Aduje que teníamos una idea presociológica de la universidad, porque considerábamos sus conocimientos como si fueran producidos por fuera de la sociedad. Es decir, que los sabios o científicos producen saberes herméticos, especie de alquimistas, sin el piso social en que se mueven y fundamentan su saber. Los resultados confirmaban, más bien, la permanencia de la estructura universitaria tradicional y anquilosada, esto es, de una universidad substancialmente elitaria, en la que no la estructura y la organización, sino el investigador son los que logran el resultado. Se plantearon muchos planes; hay muchos planes de reforma. Todos ellos parecen desconocer lo fundamental. Estos planes son planes que afectan siempre la estructura interna de la universidad: los programas de estudios, la introducción de nuevas asignaturas, nuevas divisiones de materias, disolución o reorganización de las facultades en departamentos, enseñanza de los métodos de trabajo (generalmente insostenibles), creación de nuevas “carreras”, invención de sistemas por los cuales un estudiante que abandona prematuramente la universidad está en capacidad, sin embargo, de servir a la sociedad con algún título universitario. Si se contemplan algunos de estos planes, se verá que la creación del “studium generale” es solo una ocurrencia –era la ocurrencia del señor Rudolph Atcon, secundado, entre otros por un Sanín Echeverri- porque el “studium generale” no puede cumplir ninguna función sensata en un sistema coherente y dominante, y que para que ese agregado pueda cumplir una función más aceptable que la de enseñar generalidades a quienes siempre han conocido generalidades y seguirán conociendo en la universidad generalidades es necesario reformular el sistema, que no es simplemente educativo, es decir, que no se reduce a la conexión habitual y consagrada entre bachillerato y universidad.

RHR. De este encuentro, que considero de importancia para su vida intelectual, entró en contacto con grandes escritores, con Borges, Asturias, Roa Bastos, Mallea. ¿Qué nos puede decir?

RGG. Con cada uno de ellos tuve unas relaciones de especial afecto y admiración. Bueno esa admiración venía de tiempo atrás con el descubrimiento de Alfonso Reyes en Madrid, a principios de la década de los cincuenta, cuando estudiaba en el Colegio guadalupano. El contacto con Borges viene de atrás, es decir, tuve la suerte de obtener una beca en Gotemburgo a finales de 1955, en el Instituto de Estudios Latinoamericanos, que dirigía un espléndido hombre, Nils Hedberg, quien además fue padrino de mi hija Bettina. Luego vino mi nombramiento, a  principios del año siguiente, en Alemania. Quedé con el compromiso de hacer un libro sobre Borges, que resultó hasta 1959 publicado por Ínsula, con los recortes de la censura inquisitorial franquista. Hedberg fue la mano mágica que me salvó del desespero. Sí, conocí personalmente a Borges por el 64.  Borges era modesto, tímido como un niño, se sonrojaba  cuando le hablan de sus cosas. Borges me conmovió enormemente. Nunca le hablé de lo que he escrito sobre él, que era bastante. No sé si sabía quién era yo, un ciego como él, que vivía encerrado en la mitología escandinava, en sus laberintos, en un mundo fantástico, que para él era real, no conocía a la gente, me parece, no era de éste universo nuestro. Su órgano de comunicación con la realidad era o su madre o en ese momento su secretaria, y él reaccionaba de acuerdo con la persona que lo acompañaba, es decir, si su madre era altiva, él seguía ese camino, si su secretaria era más de mundo y generosa, él era entonces así. Con toda honradez, aunque políticamente me sentía más cerca de Asturias, encontraba más contactos humanos con gente como Borges o Mallea. Comprobé además que los colombianos simpatizamos, mutuamente, más con los argentinos, cuando estos son urbanos, no superporteños. Eran personas encantadoras, llenas de cordialidad y sencillez y serias. Mallea era un gran caballero y me causó una excelentísima  impresión por su cordialidad, calor humano, modestia y caballerosidad. Mantuvimos una estrecha correspondencia. Me comprometí  a escribir un libro sobre él, parecido al que había hecho sobre Borges, pero al fin, cuando tenía el plan trazado, decidí no hacerlo. Fueron muchas las razones de no hacerlo, pero sigo pensando que Mallea posibilitó el boom, que gracias a su novelística, tan humana y penetrante, se estableció un puente vivo entre el realismo novelístico, digamos de Carrasquilla o Federico Gamboa, y Carpentier y Cortázar y García Márquez. Creo que Mallea merece mucha atención. Con Roa Bastos, también mantuvimos una cálida correspondencia, tal vez menos cercana que con Mallea. Hacia 1965 año organicé una venida de Augusto Roa Bastos del Paraguay, exiliado en ese momento en Argentina. Organicé unas lecturas para que dictara en Kiel, también en Bogotá para “El Tiempo” lo publiqué como una de las grandes promesas. Eran mediados de los sesenta, no había escrito Yo el Supremo. Muy simpático, muy cálido, sobre todo de gran modestia y seriedad.  Con Asturias la relación fue más profesional, o sea, serví de vínculo con las editoriales, consideraba mis juicios sobre sus traducciones al alemán, que eran deficientes.  Fue la época en que fracasó para conseguir la presidencia del PEN Club, pero al año siguiente le otorgaron el Nobel. 

RHR. Sin embargo estos contactos, estas relaciones interculturales, germano-latinoamericanas, usted ha sido siempre un crítico de la forma en que el público alemán hizo recepción de nuestra literatura. Fue acrítica, bajo las consignas del “realismo mágico”. ¿Qué nos puede reiterar o ahondar sobre ello?

RGG. (Movimiento brusco de mano y señala hacia el techo de su biblioteca). Mire el asunto es complejo. Piense en una tal Rudolf Grossmann, o una tal Michi Straussfeld. Han sido una calamidad para las letras latinoamericanas. Publiqué hace años en una revista de Barcelona, por el entusiasmo de mi amigo Rafael Humberto Moreno-Durán, un artículo en que pongo los acentos sobre las íes, en esta comedia de errores. La recepción de la literatura latinoamericana en Europa está plagada de prejuicios racistas y culturales. El primer prejuicio es que ellos no conocen la tradición latinoamericana. No conocen a Bello o Sarmiento, por ejemplo. Prejuicio e ignorancia y dogmatismo van de la mano. Estas son las condiciones de la recepción comentada. Grossmann, por ejemplo, derivó del lugar de nacimiento el estilo de los escritores. Grossmann se inspiraba en Nadler, quien “justificó” científicamente el racismo. Esto se aplicó a la literatura latinoamericana, y Revista de Occidente lo publicó. También los escritores latinoamericanos han contribuido a ello. Se han inventado una poética, lo real maravilloso. Esta no tiene justificación ni coherencia. Los críticos latinoamericanos, por no conocer además las literaturas europeas,  alimentan el prejuicio del “buen salvaje”, esto se convierte en agresividad nacionalista y complejo de inferioridad frente a Europa. La pseduconciencia de su realidad social convierte la radical alteridad como base de su afirmación estética… ella invita a soluciones sentimentales de problemas concretos.  Ellos desconocen, por ejemplo, el sentido épico de las “Silvas” de Bello; que no son celebración de la Naturaleza. El motivo virgiliano del poeta venezolano se interpretó con alcance reducido y se coloca como simple declaración de independencia, bajo el efecto de la naturaleza. Pero el realismo mágico viene del surrealismo francés.  También los escritores europeos, como Kipling o Stevenson, buscaron salida al encierro civilizatorio con consuelo alejados del mundo industrial. Es nocivo lo que ofrecen las letras latinoamericanas a los europeos: hieratismo indígena, mitologías retocadas y exotismo, o sea, huida. Asturias explotó este exotismo conscientemente. Pero esto no era propio de América Latina, sino más bien un juego comercial producido por el mercado europeo del libro. No aconteció con obras anteriores de Gallegos, o Rivera, pese a que estos contaron con la recepción fundada de Petriconi. No fueron bien vistas porque para esa época el nacionalsocialismo inundaba a sus lectores de su ideología de “sangre y terruño”, de su propio exotismo. Con la revolución cubana, con el hálito revolucionario de Ernesto Ché Guevara, se llevó a una situación equívoca. Se comparó literatura con revolución latinoamericana y así se anunció un nuevo humanismo, un nuevo mundo, la recuperación del mito, en otras palabras, lo que había muerto en las sociedades altamente industrializadas. Esto que hizo Grossmann o Lorenz (el Eckermann de Asturias) o la Straussfeld después es algo no solamente contradictorio, sino lamentablemente escandaloso.

RHR. Pero este no es propiamente el caso de Francia. Ella tiene una larga tradición, a diferencia de Alemania, como usted anota. ¿Qué opinión le merecen lo estudios franceses sobre América Latina?

RGG. En realidad, en Alemania se supone que la literatura latinoamericana se inició con el boom y con otros autores como Octavio Paz. Pero modificar la actual visión alemana de nuestra literatura es un caso perdido.  Mis estudiantes Flammersfeld o Scheben que escribieron sobre Macedonio Fernández o Valdelomar son la esperanza. Lo otro suele ser mediocridad prepotente, miopía histórica. Con Francia, hay que decirlo, la relación es diferente. Las relaciones con Francia vienen del siglo XVIII. Los estudios hispánicos en Francia han producido los trabajos de Marcel Bataillon sobre Las Casas, o a Noel Salomon importantes aportes sobre Martí, Fernández de Lizardi, Juan Montalvo o César Vallejo. También está el estudio de François Bourricaud sobre las élites en el Perú. También hay que nombrar a Chevalier, Bonneville, Verdovoye… que contribuyen a la clarificación de la historia y de la cultura latinoamericana. 

RHR. ¿Qué pasa con García Márquez? Cree usted, como yo creo, que desde La crónica de una muerte anunciada lo que quedó anunciado fue su definitivo ocaso como novelista. Que ya con “El amor en los tiempos del cólera se echó la soga al cuello y se entregó definitivamente a promocionarse como una multinacional del libro. ¿No le parece curioso que coincidió su muerte literaria con el momento en que cenó con un expresidente, cuya memoria se lo tragó la historia, César Gaviria?  

RGG. Con los grandes escritores hay que proceder, para su crítica, con gran ceremonia. Lo recuerda Heine al escribir de Goethe: que para hablar de él en forma negativa hay que proceder como el verdugo de Carlos I, quien antes de cortarle el pescuezo, se inclinó y le ofreció los debidos respetos. Para hablar de García Márquez hay que considerar el daño que han hecho los estudios latinoamericanos en Alemania. Ya mencioné  a Grossmann, pero también están los pontífices como Günter W. Lorenz o Peter Schulze-Kraft en Austria. Estos estudios han fabricado sus feudos universitarios… son feudos europeos con vasallos latinoamericanos. También hace parte de este entramado un suizo Gustav Sibemann… No menos caótico es la llamada “teoría de la dependencia” que viene de una mala copia de los libros de un Sergio Bagú por parte de André Gunder Frank, que revendió la idea. Pero el caso de García Márquez, como le dije, es cosa de matices y da lugar a una consideración curiosa. Cierto que él también se auto-promociona, hasta legítimamente, bajo el manto estético de lo real maravilloso o cas parecida. Este auto-caracterización estética es pueril, pero eficaz, hasta cierto grado. Luego Cien años de soledad es una novela excepcional escrita con humor y amor por Colombia. 

García Márquez dio un ejemplo del realismo mágico en una entrevista con algunas anécdotas como cuando en Comodoro Rivadavia, un remoto pueblo de Argentina, se apareció un electricista a las ocho de la mañana: “Usted tiene que arreglar la plancha”, le dijo al dueño de casa.  Más tarde a su mujer se le dañó la plancha. Se pueden multiplicar los ejemplos a discreción, pero ellos no harían la teoría más consistente. Pues esta teoría sostiene, aunque en forma inconsciente, que se podría extraer de tales acontecimientos –independiente de la interpretación de los mismos- la conclusión de que toda la historia de Latinoamérica está acuñada por tales fenómenos. Pero el problema es cuando se toma ello como fundamento de la historia y de la historia cultural. Allí opera la demencia. Los gitanos, por ejemplo, no son un símbolo de ello o aquello; son un trozo de la realidad histórica de nuestros países. De allí no se deduce que seamos un pueblo desplazado, migrantes eternos. García Márquez recreó estos grupos, como recreo con gran humor e ironía a la figura de Miguel Antonio Caro en Fernanda del Carpio. Fernanda del Carpio no es una figura “inventada” del imaginario sin par del “realismo mágico”; es una trasfiguración irónica o parodia de una personalidad histórica, Caro, con todos los signos que negativamente lo identifican, su hispanismos regresivo, su catolicismo contrareformista, su afán de civilizar el país desde la Sabana. Habría que decir algo sobre el humor, además. El humor no es invención de García Márquez. El da la clave para entenderlo cuando dice que narra como su abuela y tías. Es decir, toca la base popular. El humor tiene varias razones. La primera razón es de naturaleza histórica y remite a la actitud frente a la autoridad, es decir, a las complejas relaciones que condujeron en España y en las colonias a la debilidad del Estado y de las instituciones estatales. El segundo es de naturaleza sociológica: la resignación ante la situación social, en la que nada ha de perderse, se vuelca en humor. El tercer fundamento es histórico-literario: el Modernismo latinoamericano que puso en tela de juicio las normas -que la Academia de la Lengua por así decirlo había promulgado como condiciones de calidad literaria –y postuló la libertad sin límite del artista y el poeta, es decir, que él no exceptuó al Modernismo mismo y por tanto lo puso en tela de juicio, relativizó la alta estilización de su precedente, y opuso al lujo de su lenguaje y a su imagen del mundo el humor. Como lo muestra la prosa de su novela El otoño del patriarca, García Márquez es un buen conocedor de la obra lírica de Rubén Darío, del fundador del Modernismo. García Márquez utilizó en esa novela versos de Rubén Darío que puede reconocer solo un conocedor de la obra lírica de Rubén Darío. La desfiguración, por así decirlo, fantástica de la realidad histórica es el sustrato –con todo su regionalismo– de la obra de García Márquez. Este procedimiento literario también, con sus acentos propios, se puede encontrar en Tomás Carrasquilla, que la insularidad antioqueña, una variante del particularismo español, no ha sabido comprender.  

RHR. Su relación con la literatura y la cultura latinoamericana, viene, como nos dijo, desde sus años de Madrid. ¿Cómo descubrió a Alfonso Reyes, a Pedro Henríquez Ureña y demás autores, cuya atención crítica ha sido como el signo distintivo de su carrera intelectual? Sería útil recordar que la distinción del Premio Internacional de Ensayo Alfonso Reyes, concedido por el gobierno mexicano en 2002 fue el reconocimiento a una trayectoria de más de medio siglo insistiendo en esta tradición…

RGG. Mi relación con Alfonso Reyes empieza a comienzos de los cincuentas. Lo descubrí en España, gracias al ambiente de intercambio español-latinoamericano del Colegio guadalupano. Allí conocí a quienes han seguido siendo amigos toda la vida, Gonzalo Sobejano, José Agustín Goytisolo, Carballo. También entré en contacto con Ernesto Mejía Sánchez. Era terrible la sensación de incomunicación. Porque yo en Colombia no me había ocupado ni siquiera de comprar libros hispanoamericanos sobre cuestiones nuestras, pues ni miraba los libros. Esta sería una muestra de nuestra incomunicación. Y como esta hay miles y miles. Cuando hablé con Mejía Sánchez, pude apreciar la labor que desarrollaba el Colegio de México en este sentido. Me dio ganas de escoger como objetivo de mi viaje a México. Pero en España me atraía Xavier Zubiri. Y fue una suerte en encontrarlo. Con él aprendí lo que significa dominar los textos filosóficos y hacer un seminario. Asistí a sus seminarios, de 1951 al 53, Cuerpo y alma, La libertad humana, Filosofía primera, otro sobre Heidegger, que fue extraordinario. Fue una pena que no hubiera dado a luz sus reflexiones. Corregía sobre lo corregido, y así dejó que Ortega y Gasset dominara el ambiente filosófico.  Andaba siempre muy ocupado, tenía mucha prisa de acabar algo, y dejaba apenas el tiempo para preparar sus lecciones. Tenía cerca de seis mil páginas inéditas que, según decían, esperaban su revisión para ser publicadas. Pero cuando las revisaba, las trasformaba de tal manera que quedaban nuevas en esperaban de otra revisión. Y ese círculo vicioso nos dejaba en espera de sus libros, sin poder saborearlos y meditarlos. Si Zubiri hubiera publicara sus cursos, pensaba en ese momento y lo sigo pensando, los discípulos hispanoamericanos de Ortega se hubieran quedado con la boca abierta, sin saber qué decir de su maestro. Hace mucho tiempo el pensamiento de Ortega estaba superado por Zubiri. Era nervioso, pequeño, de figura ascética. Subrayaba enérgicamente con la mano sus frases. Era maravilloso. Y después de una lección suya uno sacaba otra conclusión: que a los filósofos o se los lee en su idioma original, o mejor no se los lee. 

Este fue el ambiente en que descubrí  a Alfonso Reyes. Empecé a leerlo, o me ocupé de lleno a su lectura. Aficioné a mi esposa, que conocí más tarde en Alemania, de su obra. Me llegó remitido por él Trazos de la historia literaria y La experiencia literaria. Compartimos por años sus lecturas, los volúmenes de sus obras completas que en ese momento publicaba en Fondo de Cultura Económica.  Me empeñé en sacar La imagen de América en Alfonso Reyes, en Ínsula de Madrid, libro que logró conmoverlo. Había una auténtica relación intelectual, una reverencia, por así decirlo sin que se oigan resonancias sacrales, un culto a la prosa del mexicano. Luego me incliné más por Henríquez Ureña. Su obra crítica resultó más afín a la ciencia literaria, a mis intereses intelectuales. Al tratar de traducir a Reyes al alemán, me resultó difícil poder hacerlo. Deseé luego escribir un libro sobre Henríquez Ureña. No lo hice, pero sus lecturas y referencias fueron permanentes. En las obras de Bello, Sarmiento, González Prada, Martí, Rubén Darío, o de Reyes, Henríquez Ureña, Picón Salas o José Luis Romero, Jorge Basadre está lo mejor de nuestra inteligencia americana, de “Nuestra América”. Pero esta herencia se socava, se regatea o se oculta. En ello la universidad colombiana ha cumplido un papel nocivo. La novedad y confusión, en unos, y el afán de lucro e ignorancia en otros, han jugado contra esa tradición y su renovación… La falsa aristocracia bobotana ha conducido al país a este callejón sin salida, a un aislamiento internacional que se expresa en sus universidades, en el currículo inactual de sus universidades privadas.

RHR. Hablemos de su relación con Hugo Friedrich, de quien Ud. fue discípulo en Friburgo en los cincuenta. En general se le pregunta a usted por Martin Heidegger, pero consideramos que la presencia de Friedrich en su formación como estudioso de la literatura debe mucho a este gran romanista alemán.

RGG. Conocí a Hugo Friedrich, en Friburgo, cuando me matriculé a estudiar con Heidegger, ya en 1953. Él me dirigió mi tesis doctoral que fue sobre Antonio Machado. Sus conceptos poetológicos de su Estructura de la lírica contemporánea fueron decisivos. Asistí primero a un seminario sobre Calderón en 1955, del que salió su folleto, “El extraño Calderón”, que traduje después. También deseo anotar que al publicar el libro sobre la lírica moderna, se interesó Friedrich por la obra de Reyes, de quien admiraba sus interpretaciones sobre Góngora y sobre Mallarmé. Recuerdo que Friedrich invitó por esa época a Dámaso Alonso a Friburgo a dar una charla –que resultó difusa- sobre la lírica española que interesó al mismo Heidegger, quien se contó entre los asistentes. Trabajé bajo su guía algún tema sobre Quevedo-Séneca que luego no proseguí. Entre tanto, me ocupé de los asuntos de sus traducciones en español, como era corregir la de la Estructura, seguir la hecha por Olga Costa para Tres clásicos de la novela francesa y la traducción de una serie de ensayos que emprendí para “Estudios Alemanes”, que desafortunadamente le impusieron el título grandilocuente de Humanismo Occidental. Se pensó traducir su monumental obra Montaigne para Guadarrama, que no concretaron los peninsulares. Culminé el doctorado sobre Machado, como le dije, del que había muy escasa bibliografía, a mediados del 68. A Friedrich le divirtió mucho mi burla sobre el no-sabio Dámaso Alonso y le llegó a interesar la dialéctica filosofía/poesía y el concepto de poesía de Machado que le recordaba a Mallarmé.  Años más tarde, en 1978 muere Friedrich, y deja tras de él una obra de primer rango. Su estilo intelectual casi no tiene paralelo en los estudios literarios alemanes. Como romanista supera a sus maestros Curtius y Vossler. Él enseñó el arte de la interpretación de los textos, con su concepción de filología que fue más que enunciado: “Filología es el conocimiento de lo producido por el espíritu humano. Filología es conocimiento de lo conocido”, es decir, que filología es filosofía. El Montaigne de Friedrich es extraordinario, pues da dignidad filosófica a lo que era tenido como campo estrecho de los estudios literarios, en él se integra el conocimiento histórico en la problemática de Montaigne, en el camino de la autoreflexión, desafiando a la ciencia literaria a ser más que simple manejo de textos. La fineza, la elegancia y la renovación de su método se muestra con claridad en una obra que ha llegado a ser paradigmática, la Estructura de la lírica contemporánea, ya mencionada arriba. Además Friedrich traduce los poetas, no para alemanizarlos, sino para dar a la lengua alemana nueva flexibilidad, con su congenialidad con los poetas de lengua románica. La profundidad del concepto va de la mano aquí con la erudición y la elegancia expositiva. No es casual que Friedrich haya ganado el Premio Sigmund Freud, a la Academia alemana de lengua y poesía…

RHR. ¿Qué diferencia encuentra Ud. entre crítica literaria y estudios literarios?

RGG. La “crítica literaria” o, como se la ha llamado también “crítica de libros” no pretende conocer un objeto, sino juzgarlo de acuerdo con medidas propias del órgano en el que se publica, esto es, el diario o determinadas revistas: su interés es comprobar su actualidad, su innovación en el movimiento literario del momento. Esta “crítica” es parte de del objeto del análisis de la “recepción”. Y la recepción forma parte de del objeto de una historia social de la literatura. Pues el crítico juzga según valoraciones propias de su sociedad, para la que escribe con la intención de informarla y orientarla. Otra cosa es la “ciencia literaria”. Su objeto es no prioritaria, sino simplemente la descripción del texto. El problema central de la descripción consiste en el método, y consiguientemente por lo que se entiende por descripción. Una descripción formalista, filológica, reduce el texto a las figuras retóricas, a los procedimientos estilísticos, a los mecanismos de producción, y suele concluir en una inflación terminológica. El texto es pretexto de un esquema a priori. Es el caso de Carlos Bousoño. Por el contrario. La descripción de un texto debe partir del texto para llegar a la teoría. El punto de partida es la pregunta por los diversos estratos del texto, comenzando por el más elemental de la comprensión común. “Leer entre líneas” decía Nietzsche para ir llegando a otros estratos, hasta llegar a los elementos históricos, sociales, políticos, culturales, religiosos, que están presentes de diversa manera en el lenguaje mismo. El texto mismo pone en tela de juicio la validez de los conocimientos previos. Este es el fundamento de descripción de estirpe fenomenológica, que pone entre paréntesis todo lo que se ha dicho del texto. Y así se llegará a conclusiones muy diferentes.    

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Luego de una merecida pausa, o recreo de casi una hora, en que tomamos un coñac y lo pasamos con rodajas de salmón, retomamos el diálogo. En el entretanto me mostraba algún manuscrito inédito de Heidegger adquirido en Suiza. Me hizo recorrer su vasta biblioteca, atestada de ediciones de Hegel, Marx, Nietzsche, literatura alemana, de literatura, historia y sociología latinoamericana, libros y libros que sembraban todas las paredes del apartamento y que no pocas veces se vieron amenazadas de naufragar en las crecidas desaforadas del Rin. El sol caía lentamente, prolongado las horas de la tarde estival, sin querer irse atento a esta conversación entre colombianos. Reanudé, sin otra perífrasis, la pregunta por la situación del país.

RGG. Desde hace décadas, y ello no cambia casi nada, la situación general del país en el terreno político es, como todo el mundo lo ve, realmente destructiva. Ello se debe al crecimiento y fortalecimiento del egoísmo cada vez más brutal y desconsiderado. La educación privada es, aunque no se crea, un elemento esencial de la destrucción de la sociedad colombiana. Esto se hace desde que el individuo empieza a socializarse. Cuando en otros países la escuela primaria y secundaria es elemento de integración social, nuestras escuelas son de clase, y en ellas se pone muy fuertemente el acento sobre el carácter aristocrático o popular de los alumnos. Igualmente ocurre con las universidades. Hay de pobres y hay de ricos. También hay ahora privadas de clases medias y medias bajas. Es solo un aspecto o matiz de la cuestión. En lugar de señalar la forma como se debe superar las diferencias y como se debe buscar una convivencia armónica, se profundizan los abismos de una manera radical. Se ha ahondado en el egoísmo del liberalismo del siglo XIX, se ha fomentado una sociedad esencialmente egoísta. Ello ha producido o fomentado o favorecido el narcotráfico, por ejemplo. Las clases altas han favorecido este fenómeno. Esto no es reciente, por supuesto. Mire solo las páginas sociales en los años treinta y cuarenta del “El Tiempo”. El Doctor Santos invita a seguir estas pautas de elegancia. Pero ¿cómo? Este liberalismo santista fue destructivo; destruyó con la “pausa” (que era retroprogreso) los fundamentos del liberalismo socialista –o socializante- de López Pumarejo. Esta historia se le ha negado al colombiano común y corriente. Con esta actitud social ambigua e ideológica equívoca se echaron las bases de la Violencia en Colombia de los años cincuenta. Dicha ambigüedad se convierte en una tensión que va amargando y frustrando cada vez más a todos aquellos que la viven, quienes a su vez soportan una tensión entre respeto y engaño, entre verdad y mentira. El fundamento de este egoísmo brutal tiene su origen y causa en el catolicismo practicado en los países de lengua española. En Colombia no se ha dado el paso decisivo para su secularización, cuyo primer paso es reconocer esta dependencia y este trasfondo cultural profundo.

RHR. Ante una situación tan calamitosa ¿por qué no regresó al país?

RGG. Lo hice en 1965, pero prácticamente las puertas estaban cerradas. Mi actividad docente en la Universidad Externado, en los Andes no tenía eco. Allí brillaban otras luminarias. Con personajes  rectores como Fernando Hinestrosa o Mario Laserna yo no tenía cabida en la universidad colombiana. Pero no se le olvide que también frecuente Colombia, en los cincuenta con el contacto permanente con “Mito”, con “Eco”, con “Ideas y valores”, con el Banco de la República, con “El Tiempo”, con la Casa Poesía Silva, con “Estravagario” de Cali…. En los ochenta y noventa, hice seminarios, como uno extraordinario sobre Hegel, por el nivel crítico y el entusiasmo de los estudiantes, en la Universidad Nacional. Éste fue en el 87. Allí estuvo Rubén Jaramillo y la revista “Argumentos” siempre me apoyó. También tuve presencia con “Quimera” que dirigía a su regreso a Colombia Moreno-Durán.  Hubo otros grupos que me publicaron en Medellín –mi libro sobre el Fin de la filosofía– y luego más tarde “Crítica” o en Manizales con “Aleph”. Así que he estado siempre presente, de alguna manera, en Colombia. Regresar a Colombia hubiera sido muy difícil luego de mi jubilación. Cargar con la biblioteca y luego un ambiente en que no hay casi librerías, ni verdadero contacto intelectual. Y luego viene el manoseo.  

   

RHR. ¿Qué opinión le merece a usted el presidente Uribe Vélez?

RGG. El actual presidente es un siervo de Estados Unidos y encuentra el apoyo de Bush en la “terrorización” de la guerrilla, que por otra parte se sirve de métodos terroristas (el secuestro, el asesinato a mansalva). No sé si la guerrilla ha tomado conciencia de esa lucha mundial, que no la afecta, porque con la terrorización ha sido hasta ahora un bautizo sin mayores efectos. Estados Unidos no pueden ya dar más dinero a Uribe: tiene un déficit presupuestario inmenso y está concentrados en Irak. Con el neoliberalismo se ha iniciado una lucha sutil e hipócrita contra la democracia, en todos los campos. La guerra contra el Irak tiene la firma reaccionaria de Bush. El conflicto colombiano ha afectado naturalmente la atmósfera del país, y ha servido a los de arriba para concentrar sus esfuerzos principalmente en la seguridad de la sociedad. Pero son los de arriba los que han elaborado un arte mezquino y eficaz de mantener a nuestro país en un estado de atraso condicionado por sus negocios. Que nadie sobresalga, pues puede despertar resistencias a su hábil mediocridad. Con justicia social, los muchos talentos que tiene nuestra gente, educación sólida, con todo esto que crea una moral solidaria, nuestro país ya no tendrá un atraso estructural ni coyuntural. La tarea de los jóvenes responsables es heroica: consiste en mostrar que el cliché del atraso estructural es falso y nocivo, en difundir honradez y saber buscar cómo calman su sed de saber en un medio pertinazmente mediocre.

RHR. Y las FARC ¿qué papel juegan? ¿Tienen futuro?

RGG. Las FARC han perdido su fundamento teórico. La financiación de la guerrilla –un callejón sin salida- con secuestros y narcos y su táctica de mantener en vilo al gobierno la hace impopular y delata que lo único que le interesa es el protagonismo. Porque hasta ahora no han presentado una alternativa coherente y fundada al país. No se sabe qué reformas hará si llega al poder: qué reforma de la educación, indispensable para la sociedad: qué reforma agraria, qué reforma del complejo de la propiedad, del crédito, del mercado de trabajo, etc. El marxismo-leninismo (no el de Marx renovado) nebuloso en ella y además anacrónico no es alternativa, ni siquiera tan vaga como la representa ella. Antes de tratar de liberarnos o de liberar o independizar a los de abajo, a los indígenas, primero tenemos que independizarnos del catolicismo o ser conscientes de la tradición dogmático en que estamos atados.  “El indígena es bueno; los otros malos”. Esta forma de argumentar es católica, española, contrareformista. Hay que argumentar; saber argumentar. Suponer la bondad de unos y la maldad de otros, no tiene sentido. O solo en la tradición del padre Astete.

RHR. Ud. ha insistido en dos marxismos, por así llamarlos. Uno libre, heterodoxo, y otro dogmático leninista-estalinista.  ¿Qué futuro le ve al marxismo, tras el desmantelamiento de la Unión Soviética?

RGG. Habría que remontarse a la llamada era Adenuaer para poder entender una evolución del marxismo en Alemania, muy característica de ella. Tras la derrota nazi, se buscaron nuevas formas de pensar el pasado alemán.  Rechazar este pasado negativo alemán y buscar una conexión con el presente europeo fue, durante los primeros años después de la derrota, la callada consigna de muchos intelectuales alemanes, y fue la causa remota de un internacionalismo abierto que ha caracterizado la producción bibliográfica alemana y que tuve la oportunidad de ver de cerca, durante los años cincuenta. Paradójicamente, los intelectuales de la zona soviética pretendieron hacerse los representantes de la tradición clásica y encontrar en Lessing, Herder, Schiller y Goethe los primeros anunciadores de un orden político y social que ellos veían encarnado en la llamada República Democrática Alemana. Es cierto que muchos de estos intelectuales “liberalizantes” –así los llamaban las directivas del partido– como Wolfgang Harich, Hans Mayer, Ernst Bloch y Alfred Kantorowicz habían sido condenados a prisión, privados de sus cátedras y condenados al silencio u obligados a la huida. Pero sus sumisos sucesores siguieron editando a Herder, Lessing, Jean Paul, Goethe etc. y es evidente que estas eran las únicas ediciones completas y críticas de que disponen las Bibliotecas y los estudiosos de la literatura alemana en todo el mundo.  Baste mencionar la famosa edición crítica de Goethe, editada por la Academia de Ciencias de Berlín (zona soviética), la edición crítica de Lessing, hecha por el comunista Paul Rilla y publicada en la editorial oficial Aufbau de Berlín, la edición de Jean Paul publicada en Weimar etc.etc. El restablecimiento paulatino de una atmósfera de normalidad y el imperio de la libertad de expresión y de pensamiento, única condición indispensable de todo desarrollo cultural, permitieron que los intelectuales pusieran en claro los confusos sentimientos de culpabilidad sin temor de denunciaciones nacionalistas, y al cabo de pocos años fue deshaciéndose el insensato prejuicio de que toda la cultura moderna, que se inicia con la traducción de la Biblia por Lutero, estaba condenada a desembocar en el nacionalsocialismo. El año Schiller –1955– y el de Heine –1957– fueron oportuna ocasión para revisar esta presunta tradición culpable. Las muertes de Ernst Robert Curtius, Ludwig Klages, Hans Carrosa, Gottfried Benn, Bert Brecht y Alfred Döblin, ocurridas todas entre 1956 y 1957, sirvieron para hacer revisar el pasado inmediato y en su balance tomar nota de que el vacío que han dejado estos nombres sólo puede llenarse en años, y si la tarea intelectual se encamina, como lo hicieron aquellos, a la conciliación del pasado con el presente y al establecimiento de un diálogo libre con las culturas del mundo.

Este ambiente fue propicio para que emergiera una nueva interpretación del marxismo, a partir de la recuperación de los Manuscritos parisinos del 44, que se habían dado a conocer en 1932, y fue el punto de partida para los marxistas no comunistas. Erich Thier en su libro  de la época sobre el joven Marx (1957) y Erwin Metzke en Marxismusstudien (1957) aseguraban que una cabal comprensión de Marx sólo era posible si se lo considera como filósofo y si se estudiaba El Capital no como un tratado de economía sino como un desarrollo de sus primeras teorías: como una teoría del hombre y de sus condiciones de vida en una sociedad técnica. Parecidos puntos de vista defendían Ernst Bloch en sus libros Das Prinzip Hoffung  (el tercer tomo fue prohibido por las autoridades soviéticas) y Georg Lukács en sus libros escritos sobre el joven Marx y la Destrucción de la razón. Lukács, húngaro, fue también prohibido en la zona. Bloch afirmaba que la realización de la utopía marxista, es decir, la sociedad justa, se lograba dentro del Estado, a base del establecimiento de la libertad. De este modo negaba Bloch el principio de la fatalidad histórica y destruía la marcha de la dialéctica materialista que asegura que la realización de la utopía marxista va por etapas determinadas por leyes de la historia que no admiten la libertad individual. También por esos años estaban en boga los estudios del jesuita Gustav Wetter –que se tradujeron en “Estudios Alemanes”, en donde sea dicho de paso se tradujeron por vez primera a Walter Benjamin, Marcuse, o la Dialéctica de la ilustración de Adorno y Horkheimer al español- que sostenía una afinidad en el modo de argumentar de la escolástica y del leninismo. 

Pero la crisis del marxismo no se contrae siquiera a esta alusión bibliográfica. Ella está en todas partes y se enfrenta a muchos retos y prácticas que desacreditan a la izquierda en Latinoamérica y en el mundo. Basta pensar el maridaje entre marxismo y teología, que dio lugar a la lacrimosa teología de la liberación. Su talante sentimental favoreció el revolucionarismo lacrimoso del tango-marxista Eduardo Galeano, por ejemplo. Pero más grave fue la condena que, en el plano internacional, hicieron los funcionarios del Partido Comunista, ya en los años veinte, de obras marxistas como Historia y conciencia de clase de Lukács o Marxismo y filosofía de Karl Korsch, no en virtud a su adhesión al pensamiento de Marx, sino como funcionarios. El PC se erigió en juez y guarda supremo del pensamiento de Marx en la versión de Lenin. La consecuencia práctica fue: crear un conflicto de conciencia y un complejo de comunismo que condujo a la izquierda o bien se redujera a corrientes disidentes, como el mismo trotskismo, o bien se suprimiera de los partidos de izquierda no comunista la palabra marxismo. La izquierda marxista no discutió críticamente –como lo hizo Adorno con el positivismo norteamericano- las nuevas corrientes de la llamada ciencia “burguesa”, sino que las rechazó dogmáticamente. Así se petrificó el pensamiento de Marx, en un resultado paradójico que consistió en el florecimiento de abundantes “teorías”. La renuncia a la verdadera refutación condujo precisamente a inflar el vocabulario, a hacer hábiles construcciones con conceptos claves y flexibles (relaciones de producción, modo asiático de producción, base-superestructura etc.), que no eran teorías sobre la realidad sino un perpetum mobile. La abundancia económica capitalista favoreció este mercado editorial; se publicó casi cualquier “paper” con sus infinitas discusiones. El esfuerzo del concepto se convirtió en un mecanismo más. La abundancia encubría la carencia de teoría marxista. Desacralizar el marxismo es sustraerlo de su dependencia de la Unión Soviética y los que ella significó y sigue gravitando pese al derrumbe del muro. Es someterlo a la prueba de la realidad presente, y dar respuesta a problemas que se ha negado analizar como la subsunción del proletariado en la clase media, en los países desarrollados, y aun en algunos no industrializados; las relaciones más complejas entre las instituciones, las personas y los sistemas, como el de la ciencia, que escapa a la relación base-reflejo; los múltiples efectos de la técnica que no caben en el concepto alienación; la comunicación de masas, las nuevas corrientes historiográficas (que estudian la muerte, la infancia, la juventud como fenómeno político); el ascenso de culturas no europeas que influyen en la cultura europea y que en sus esfuerzos de independencia solo verbalmente se cubren con lenguaje marxista, etc. etc.  Solo la burocratización del pensamiento de Marx por la Unión Soviética lo condenó a convertirlo en un mausoleo, a un adorno como emblema de textos oficiales y clásicos del pensamiento. El dominio amenazador de la Unión Soviética fracasó teóricamente, mucho antes que lo hiciera en la práctica. El de los Estados Unidos se mantiene, pero no se sabe cuánto tiempo más.         

Afuera ya había caído la noche. El crepúsculo había venido casi sin anunciarse. Un negro manto, con estrellas y una luna de Félix Arabia, era aromado por un vientecillo suave. Bajé al Rin, a rendir tributo a su majestuosa corriente. Me soporté sobre una baranda metálica, a sus orillas. Sus aguas corrían entre leves olas  nerviosas como pintadas de malva-plata. Dos enormes buques de carga se cruzaron a mi vista. El capitalismo hacía presencia con su marcha incesante, como hace siglos. Sentí que las horas pasadas, arrullado en palabras, eran ensueño o ficción. 

Información adicional

Autor/a: Rubén H. Romero.
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Suplemento Cuerpo de Letras, marzo 2011

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