Fruto de esta interrelación, las agendas políticas y gubernamentales descansan cada vez más en sistemas de comunicación. A tal punto avanza esta conexión que actualmente se dice que sin comunicación no hay democracia. Cómo la utilicen los poderes dominantes es fundamental para precisar si la democracia es formal o se sitúa en la vía expedita para que los gobernados estén cada vez más y mejor informados, de modo que tomen sus decisiones con conocimiento de causa. La importancia del papel de la comunicación no es nuevo, aunque sí su énfasis. La antropología ha precisado que uno de los aspectos básicos que permitieron la evolución de la especie humana fue el desarrollo de la comunicación (2).
Posteriormente, darle sentido a los contextos sociales y lograr la inserción grupal de sus miembros dependió en buena medida de ello, de los simbolismos que recogía y potenciaba, de los ritos desprendidos del ejercicio del poder, del valor y significante de la palabra del Príncipe. Con el paso del tiempo, la lucha por una comunicación cada vez más abierta y eficiente se constituyó en agenda central de todos los gobiernos y todos los poderes. Por fortuna, hoy es intensa la pugna por una sociedad donde los sujetos san activos y sus derechos reales, superando la simple declaración formal. En el centro está la legitimidad del poder. Que no es poca cosa. Hay entonces una estrecha relación entre comunicación, identidad y ser nacional. Para el caso colombiano, es indiscutible la importancia de la radio desde los años 30 del siglo pasado.
¿Qué decir de la televisión, ya en los 60, pero más aún a partir de los 80, cuando la pequeña caja ya estaba articulada en la mayoría de los hogares? Con el desarrollo de la televisión, la imagen como valor supremo de la sociedad se impone, pero mucho más con la televisión satelital y todavía más con la incorporación de la internet a la sociedad. Así, fruto de una política científica e industrial de punta, los valores de quienes empezaban a conquistar el espacio y por lo mismo contaban con mayor capacidad de comunicación de larga distancia se fueron haciendo hegemónicos. No es casual el protagonismo profundizado que alcanzara en pocos años el modelo de vida americano. Miles de horas de transmisión de sus numerosos canales –imposición de su modelo estético y su propuesta de vida– lo permiten. En esta forma, los países carentes de una política técnico-científica de punta y de propuestas culturales fuertes, desarrolladas, así como de un proyecto histórico nacional, fueron apabullados.
Todas estas sociedades empezaron a ver a través de ojos ajenos y hasta adversos a sus conveniencias. Para nuestro caso, como una de estas sociedades, ahora mismo, en Leticia o en el Cabo de la Vela, en Arauca o en el Chocó, sin mencionar nuestras principales ciudades, la mayoría de los colombianos quiere vivir –así no sea de manera consciente– como lo hacen los estadounidenses. Sin duda, éstos son un referente válido para miles de connacionales. Y sin duda se ha perdido el sentido de la vista: el control de la comunicación masiva hace que se asuman posiciones contrapuestas a nuestro ser más profundo. Así las cosas, quien plausiblemente desee recuperar los ojos para sus nacionales, quien aspire a luchar por un proyecto propio y alcanzar siquiera un segmento de soberanía, ha de dotarse de un proyecto de comunicación. Venezuela, Argentina, Cuba y Uruguay acaban de hacerlo. Telesur es su nombre. Estos países están en su derecho pleno. En una clara manifestación de autoritarismo, quien más puede ver desea que todos sigan siendo invidentes. Su deseo se manifiesta abiertamente cuando la Cámara de Representantes de los Estados Unidos se escandaliza por el interés de ver de algunos y decide crear un ‘telenorte’ para “contrarrestar el espíritu antinorteamericano de la iniciativa del Sur” (3).
¿Alguien ha podido defenderse de la agresiva visión del Norte? ¿contrarrestar el espíritu individualista, egoísta y consumista que proyecta el modelo comunicativo de los Estados Unidos? ¿demandar su espíritu racista y expansionista, reflejado en las series de indios que defienden su exterminio o que festejan la invasión a México, o aquellas que tratan como idiotas a los asiáticos, los árabes y los latinos? Es inaudito aunque comprensible, si se analiza la índole de los intereses imperiales, que una pequeña iniciativa de comunicación de cuatro países, un intento por ver con ojos propios y prestárselos a los vecinos –con todas las identificaciones que emanan de su común contexto histórico– para que se vean a sí mismos, una iniciativa que parta de preguntarse por su soberanía y buscar otras ofertas para sus ciudadanos, es inaudito, repetimos, que sea inmediatamente satanizada.
Y esto no es todo. A la par, hicieron sentir su disconformidad los gobernantes de otro país, Colombia. El motivo: la transmisión de un piloto donde se aprecia al “guerrillero más viejo del mundo”, Manuel Marulanda Vélez. De acuerdo con los voceros oficiales, “Marulanda no es la imagen de lo que es Colombia”. Como en la vida personal, en la pública también sucede lo propio. Se cree ser de una manera pero la gente nos ve de otra, tal vez con mayor agudeza de lo que uno cree. Vale entonces la manera como nos ven los vecinos para interrogar por lo que somos como nación, pero también para preguntar por el proyecto histórico abrazado por la dirigencia nacional desde finales de los años 40. Sin duda, somos una de las naciones más desiguales del mundo.
Aquí, a la sombra del águila del norte, abjuramos del proyecto de nuestro fundador. Por más de un siglo desconocimos más de la mitad del territorio nacional y la realidad de sus pobladores, y aún ahora negros, campesinos e indígenas –por no relacionar la inmensa pobrecía urbana– continúan discriminados como si no fueran carne de nuestra carne. Nos consideramos la mayor democracia del continente. Aquí se vota en rito sagrado periódicamente, pero mientras esto sucede se asesina a miles de compatriotas, y otro tanto no menos apreciable de connacionales amplía la cifra de la mortandad por física hambre. Somos los campeones de la simulación. Adoramos las tradiciones. Los templos se llenan periódicamente de fieles. Los presidentes se encomiendan al Corazón de Jesús. Los sicarios rezan –cuando se disponen a apretar el gatillo o hundir el cuchillo– para que su tino sea el mejor.
Sin embargo, durante los cuatro años de gobierno los jefes del Ejecutivo no se acuerdan de su pueblo sino para manipularlo, hiriéndolo por la espalda. Es claro que el reclamo de las autoridades por una imagen de Colombia que identifica una parte del país y que resume los últimos 57 años de su historia nos permite volver sobre nosotros y reclamar por qué hemos dejado a un lado el proyecto histórico con el cual nacimos. El comentario nos permite al mismo tiempo recordar uno de los problemas históricos que ha sobrellevado nuestro país: la censura, que para nuestro caso no es sólo prohibición o inquisición sino también, y mucho más grave, el asesinato de los más fogosos líderes populares. La censura es el silencio mismo y el temor a opinar que desde siempre ha recorrido la extensa geografía nacional (4). Con el silencio, el establecimiento ha logrado uno de sus grandes objetivos: imponer una sola versión de lo que es Colombia. En vez de aprovechar la manera como nos ven los vecinos, nos incomodamos. Deberíamos antes que nada preguntar: ¿por qué nos ven así? Claro, es difícil hacerlo cuando el mismísimo Presidente, –negándose la luz de sus ojos– sentencia que aquí no hay conflicto, ordenando que sus funcionarios hagan lo propio, obligándolos de paso a no mencionar tal palabra. Pero es la oportunidad.
¿Qué somos? ¿Qué deberíamos ser? La vía para desarrollar el debate bien pudieran ser unos medios de comunicación cada vez más independientes, plurales y veraces, pero la dinámica nacional va en contravía. Como se sabe, en Colombia los medios de comunicación están cada vez más concentrados, las fuentes son básicamente oficiales, y su ligazón con el poder económico y político no permite confiar plenamente en ellos. Su funcionamiento ha llegado al extremo de que a la ‘responsabilidad’ la llaman autocensura. ¿Hay diferencia entre ésta y la censura? ¿hay diferencia entre el susurro débil e inaprensible o tal vez deformado por el puño que aprieta, y el silencio fiero que ahoga al país?
Los dos son expresión de la misma dinámica del poder y los dos demandan abrir el puño que sujeta todas las gargantas colombianas. Mirarnos al espejo, abrir los ojos, es necesario, es urgente. Tal vez Telesur aporte su porción de arena en esta empresa de mirarnos al espejo, de percibir con ojos propios, de desatar todas las voces, para que reconozcamos lo que realmente somos y los que debiéramos ser. 1 Castells, Manuel, La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Edit Siglo XXI. 2 Lévi-Strauss, Claude, Antropología estructural, Buenos Aires, Eudeba. 3 Globovisión/AFP, 20-07-2005 4 Hernández, Manuel, El ahogado grito del despierto, fotocopiado, 1998. Le monde diplomatique, ediciòn Colombia No. 37, agosto 2005
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