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La vorágine del conflicto colombiano: una mirada desde las cárceles

 

 

Prólogo

 

Cuando el Dr. Miguel Ángel Beltrán Villegas me propuso prologar este libro, lo que constituye un honor para mí, no imaginé la riqueza con que me iba a encontrar en sus páginas. Se trata de un relato de la guerra en primera persona; un relato polifónico que reúne experiencias enfrentadas pero con el denominador común del conflicto armado estructurando los mismos. Sin ningún tipo de mediaciones aparecen aquí las voces de quienes con sus propias humanidades corporizan (o lo hicieron) la guerra. Estos relatos, reunidos bajo condiciones excepcionales –tanto por el lugar como por la situación en que fueron tomados– demuestran, acabadamente, la talla intelectual, académica y de investigador del Dr. Beltrán, quien en las más terribles circunstancias tuvo la iniciativa de reunir testimonios de los diversos actores políticos del conflicto armado que desde hace décadas desgarra a Colombia. Todo el material reunido en esa apremiante situación pudo sistematizarlo en su estancia posdoctoral en el Instituto “Gino Germani”, de la Universidad de Buenos Aires, entre 2011 y 2012, en el contexto no escogido de tener que cambiar su plan original de investigación adecuándolo en gran medida a sus posibilidades de acceso a fuentes y en el marco de la investigación que dirijo.

 

En cierto sentido esta obra es continuación de su anterior libro, Crónicas del “otro cambuche”, en el que entre pinceladas autobiográficas narra su propia vivencia en la cárcel y en los tribunales antes de su sentencia absolutoria, frente a las infundadas imputaciones de “rebelión” y “concierto para delinquir” que le fueran hechas tras su secuestro en México en mayo de 2009, situación por la que se movilizó la comunidad académica internacional. Pero también es una ruptura con esa obra por cuanto aquí sólo se dio el lugar de escribir la introducción, en la que explica cómo surgió y materializó este trabajo, y luego transcribe los relatos que fuera tomando en su estadía presidiaria.

 

No se trata, sin embargo, de un anecdotario. Jalonados entre los capítulos ha seleccionado discursos o documentos que completan el sentido de las narraciones. A través de las experiencias aquí reunidas se traza una síntesis histórica, desprovista de precisiones accesorias, de análisis o interpretaciones de documentos, o de otras fuentes que fácilmente pueden hallarse en periódicos, otros libros o artículos sobre el conflicto. Esa es una tarea que Miguel Ángel Beltrán deja librada al lector. Aquí aparecen, sin mediaciones, narraciones descarnadas que abarcan desde el período de “la violencia” hasta la actualidad. El autor ha tenido el prurito de respetar hasta los modismos empleados, convirtiendo así, a este texto en una fuente ineludible para quienquiera conocer el subsuelo del conflicto colombiano en toda su intensidad.

 

Al repasar sus páginas se encuentra el lector frente a la experiencia humana de la guerra, pero también frente a la complejidad de un conflicto que no se puede explicar por las personas que lo agencian, sino que obedece a causas estructurales profundas y a la propulsión del mismo por parte del Estado, de manera abierta, y de Estados Unidos, de forma algo más velada, pero no menos evidente.

 

Para el analista que no está directamente involucrado en el mismo —o que tiene la capacidad de distanciarse y pensarlo críticamente—, se trata también de un excelente material que permite sacar conclusiones acerca de la naturaleza de la guerra insurgente y de la guerra contrainsurgente. Hace tres cuartos de siglo Mao Tse-tung reflexionaba sobre la diferencia entre una y otra, y parecería que se está frente a un absurdo teórico ya que la guerra es un fenómeno unitario y totalizador, como oportunamente lo definiera el gran pensador sobre la misma, el prusiano Carl von Clausewitz. Sin embargo, encuentra uno en estas páginas un excelente ejemplo de dicha distinción. Si bien ciertamente se trata de un fenómeno único, las partes en confrontación libran una guerra con perspectivas contrapuestas: para un bando es una guerra insurgente, para el otro es contrainsurgente. Y las formas de disputa son opuestas en muchos otros sentidos. Principalmente puede uno observar la diferencia en el trato de las personas por parte de cada fuerza: de los prisioneros, de la población civil y de la propia tropa. En segundo lugar se diferencian las motivaciones para el reclutamiento y la lucha. Finalmente, en tercer lugar, la actitud de sus cuadros y combatientes una vez recluidos en prisión. Pero como se trata de una obra que se basa en las experiencias reales, no hay lugar para maniqueísmos ni para encasillamientos estancos.

 

Se nos revela también lo absurdo de pretender resolver el conflicto por la vía militar. Toda guerra, se sabe, es la forma que asume un conflicto político irreductible a formas simbólicas (propias de la política); pero ya en ellas se manifiesta la divergencia apuntada; en su enunciación, en su enfoque. El supuesto subyacente en el planteo militarista que alienta el Estado a través de los sucesivos planes (“Colombia” y “Patriota”) es que se trata de un obsoleto conflicto de raíces ideológicas, fuera de época tras el fin de la “guerra fría”. Bajo ese supuesto, lo esperable es que la insurgencia se degrade rápidamente por inviabilidad histórica. Entonces la persistencia del fenómeno pasa a explicarse por la asociación del mismo al narcotráfico o, más en general, al crimen organizado. En esta lectura la guerra se autoperpetúa por el modus vivendi belli de los insurgentes. Tal hipótesis parecería corroborarse con estos relatos. No obstante aceptarla genera otros interrogantes que no se responden desde el supuesto que estamos considerando: el “efecto degradación”, si podemos llamarlo así, no opera con igual intensidad en la guerrilla que en el Estado; es notablemente mayor este efecto en este último, lo que se expresa en el tránsito de personal y tareas del Ejército a las Autodefensas, de lo institucional a la organización paraestatal, de la represión y el crimen disimulado, al crimen sistemático y abierto. Podría objetarse que el material reunido no es una muestra representativa (técnicamente no puede serlo ya que no es un estudio cuantitativo), aunque sí pareciera ser demostrativa de lo sustantivo de las trayectorias individuales de los partícipes activos del conflicto (pues no se reflejan en el texto, sino lateralmente, los padecimientos de la población no combatiente, en especial los desplazados).

 

Los insurgentes, por su parte, sostienen que se trata de un conflicto que deviene de un problema estructural. Por su carácter, sabemos que un conflicto de estas características “atrapa” y define —con un alto grado de probabilidad, como señalaría Weber— el lugar de cada uno. Sin embargo Beltrán nos presenta un caso de alguien que pasó por los tres bandos: la guerrilla del farc-ep, el Ejército y las Autodefensas (paramilitares). ¿Cómo es posible la movilidad de una a otra fuerza? Aquí es donde se desarma la primera hipótesis y las tentaciones a reducciones sociologistas de la segunda: la rotación muestra con meridiana claridad un patrón; se trata de personas que provienen del mismo sector social: son pobres, que pueden ser reclutados por adhesión ideológica, por necesidad económica, laxitud moral o incluso por temor fundado. A veces por más de una de estas razones, e incluso por todas.

 

Vale entonces volver a reflexionar sobre cuestiones básicas. La aplicación de la fuerza militar se realiza con la finalidad de quitar al enemigo la posibilidad de seguir combatiendo; pero esto tiene validez dentro de determinados parámetros temporales que, en Occidente, no pasan por lo general de algunos pocos años como máximo (sólo es necesario observar las guerras durante los últimos dos siglos para comprobarlo). Cuando la guerra se extiende por décadas, parece obvio para cualquiera que ninguno de los bandos tiene la capacidad de llevar a tal situación al otro. Cabe entonces preguntarse a qué obedece el empecinamiento de los mismos. En el caso colombiano la respuesta a este interrogante es complejamente sencillo. Por el lado de los insurgentes, sean éstos de las farc, el eln, el epl o algún otro grupo menor, sostener la guerra es, en principio, la única garantía de vida. La experiencia de desmovilización del M-19 y la Unión Patriótica es suficientemente aleccionadora al respecto; a la intervención política legal se le contrapuso una matanza de dirigentes y militantes que sumaron varios miles. Otras experiencias como el plan de la ley “Justicia y Paz”, también demuestran ser engaños inconducentes para alcanzar un acuerdo estable y definitivo. Además de ello las condiciones que dieron origen a la misma siguen siendo relativamente iguales; las variaciones observadas –algunos aspectos han mejorado y otros son más críticos que entonces– no permite afirmar que la situación haya cambiado significativamente.

 

Por el lado de los narcotraficantes, cuya voz no aparece sino incidentalmente en estos relatos –quizás por tratarse de delitos cuyos autores son potencialmente extraditables a Estados Unidos–, la guerra es necesaria para seguir con su negocio. Para comprenderlo cabe recordar aquella cita de Marx, según la cual “el capital huye de la turbulencia y la refriega y es de condición tímida. Esto es muy cierto, pero no es toda la verdad. El capital experimenta horror por la ausencia de ganancia o por una ganancia muy pequeña, como la naturaleza siente horror por el vacío. Si la ganancia es adecuada, el capital se vuelve audaz. Un 10% seguro, y se lo podrá emplear dondequiera; 20%, y se pondrá impulsivo; 50%, y llegará positivamente a la temeridad; por 100%, pisoteará todas las leyes humanas; 300% y no hay crimen que lo arredre, aunque corra el riesgo de que lo ahorquen. Cuando la turbulencia y la refriega producen ganancias, el capital alentará una y otra. Lo prueban el contrabando y la trata de esclavos.”

 

En el caso de los paramilitares, la guerra no es un medio para su negocio, como es el caso de los narcos, sino que es en sí misma su negocio; es su forma de acumulación originaria y su medio de vida. La emergencia de este tipo de organizaciones es una derivación principalmente de dos factores combinados y asociados: la violencia endémica y la extrema debilidad del Estado, que es, en definitiva, quien posibilita la acción de estas bandas, las que operativamente no son sino una extensión –la ilegalidad es apenas un detalle– del Estado.

 

Sin dudas, lo que parece más difícil de comprender es la acción del Estado. La politología se ha esmerado en mostrar que la misión del Estado capitalista debiera ser la de garantizar la acumulación de capital en un marco de resguardo de la vida humana, de pacificación , para lo cual debería velar por el cumplimiento de leyes y reglamentaciones en tal sentido; ésta es en definitiva la promesa de la Modernidad, cuyo brazo ejecutor es el Estado-nación capitalista. Esa promesa de paz está tan enraizada en la Modernidad que un pensador de la talla de Kant suponía que con esta conformación se eliminarían las guerras. Los contractualistas abogaron en igual sentido: la constitución del Estado moderno (capitalista) suponía el cese del “estado de naturaleza” (la guerra). Una mirada superficial y anodina probablemente describiría que un grupo de pobladores se levantó en armas contra el Estado y éste debió (y debe) reaccionar en consecuencia. Tal apreciación no repara en dos puntos de trascendente importancia: la población alzada no era –sino solo nominalmente– colombiana; el gentilicio oculta el significativo hecho de que no los abarcaba la ciudadanía, situación perfectamente plasmada en la Parte I de este libro. La segunda cuestión es que este fracaso radical y primigenio, lejos de intentar ser enmendado, opera en la base de la política actual (y pasada) del Estado, con la notable excepción del intento de diálogo plasmado durante el período de Pastrana.

 

Es el Estado colombiano –y no las fuerzas insurgentes– quien se deteriora cada vez más con el transcurso de la guerra. Bajo el poco creíble cascarón de Estado opera una política y una organización paraestatal, que se asienta en prácticas terroristas. Un Estado terrorista es un Estado degradado, y esta es, a todas luces y lamentablemente, la situación del Estado colombiano actual. Las políticas que explícitamente desarrolla están en las antípodas de la búsqueda de la paz. La “guerra contra el terrorismo” opera como un embrujo que pone a quien la enuncia en el lugar del enunciado, generando una paradoja: la promoción del terrorismo como práctica propia. Es el terror lo que sustenta la construcción del “colombiano de bien”; la mordaza a toda crítica, por leve que sea; el maniqueísmo extremo de la lógica schmitteriana “amigo – enemigo”. Quedan comprendidos como enemigos no sólo los alzados, sino todos aquellos que osan tener voz propia. Esto cuadra perfectamente en la lógica de un terrorismo de Estado. La generalización de la tortura no obedece a una frenética búsqueda de información, como suele suponerse, sino a generar un efecto de docilización de la población, lo que siempre tiene asociado la promoción de espíritus pusilánimes, que se corporizan en sujetos incapaces de discernimiento propio. Y no se trata de un juicio moral únicamente, aunque en sí mismo sea importante. Es un problema práctico, pues la posibilidad de un sistema político democrático real se esfuma es esas condiciones, aunque probablemente la democracia –siempre convocada– sea una instancia cuidadosamente evitada por las élites gobernantes cuando asoma cualquier posibilidad de ir más allá de una mera fachada.

 

Un Estado débil, como el colombiano, necesita sostenes externos a sí mismo para no colapsar. En algo que metafóricamente podríamos llamar el “síndrome de Copenaghe estatal”, el principal soporte externo es Estados Unidos, país que a principios del siglo pasado le birlara el istmo de Panamá, con el único y exclusivo propósito de construir el canal que dominaron de manera directa por casi una centuria, y de manera un tanto más solapada desde la entrada en vigor del tratado Torrijos – Carter. Sostener la guerra interna colombiana es útil a la potencia del norte por varios motivos, el menor de los cuales seguramente es el negocio económico que la misma supone (nadie puede creer seriamente que la “ayuda” dineraria destinada al “Plan Colombia” y al “Plan Patriota” no cuentan con el reporte de beneficios directos en ese mismo plano), tanto por la generación de contratos que vienen tras la dependencia tecnológica como por la inserción de decenas de empresas militares privadas que operan en el país sudamericano y giran sus regalías al país de origen . A eso debe agregársele la posibilidad de injerencia directa en asuntos internos colombianos; la externalización de costos de la regulación del mercado de estupefacientes (que asume el país productor y no el principal demandante de tales sustancias); y, finalmente, la posibilidad de tener una verdadera “cabecera de playa” en el subcontinente, al disponer de instalaciones militares que potencialmente permiten incursionar de manera rápida en gran parte del mismo.

 

Por supuesto, aunque le quepa la principal responsabilidad, no es el Estado el único actor que no atina a dar pasos acertados para la finalización del conflicto armado. La insurgencia, en su larga existencia, no ha logrado unificarse, lo que en el largo plazo ha influyó en la dispersión y complejización del mismo. Esta es sin dudas una debilidad de las guerrillas y conspira también contra un plan de paz ya los distintos grupos que tienen diversas ópticas, programas y puntos de negociación. Su relación con el narcotráfico, aunque de un tinte muy distinto al que se suele presentar, también ha minado su prestigio. Imposible analizar este vínculo sin considerar la base social de la guerrilla, que es en su mayoría campesinado pobre, productor de coca. Pero aunque pueda entenderse la situación, no debe dejar de señalarse que ha mellado su imagen, al menos para el “gran público”. Si bien es cierto que para la insurgencia no perder es ganar, mientras que para las fuerzas regulares no ganar es perder –y, en tal sentido, es claro a quién favorece esta ecuación–, también lo es que las fuerzas rebeldes no han logrado, en medio siglo de existencia, avanzar en pos de resolver esta situación, avanzando en el control de los centros urbanos, en los que su influencia es débil en comparación a la que tiene en el medio rural.

 

Ninguna de las fuerzas participantes es tan mala ni es tan buena. Estos criterios morales, además de ser sumamente subjetivos y, por lo tanto, variables, no sirven analíticamente para entender el problema real. Cada uno tiene parte de la responsabilidad, aunque parece obvio señalar que tales partes no son equivalentes. Sin dudas es el Estado el que lleva la mayor carga por ser quien debe garantizar la paz, y es quien más estimula, desde la instauración del “Plan Colombia”, la guerra. Una guerra que ha demostrado sobradamente no poder ganar, a menos que se produzca el genocidio de toda la población rural y parte de la urbana. Aún no es aceptable dicho extremo, de modo que el cúmulo de tecnología que su aliado del norte le brinda para exterminar la guerrilla resulta poco útil, toda vez que no es capaz de ampliar los márgenes políticos en los que se desenvuelve el conflicto.

 

La resolución de este conflicto inveterado requiere de imaginación y audacia política; algo que en las actuales condiciones resulta poco menos que imposible. A diferencia de otras guerras civiles en el continente, la colombiana tiene un aditamento particular, que es el extraordinario negocio ilegal de los narcóticos. Aunque no se pueda precisar su monto, algunas estimaciones lo ponen por encima del comercio del petróleo. Es decir que estamos pensando en un poder económico similar o superior al del propio Estado, cuyo principal efecto nocivo no es el sanitario, sino la corrosión institucional que produce, lo que empantana aún más las posibilidades de salir del conflicto.

 

Probablemente una solución integral deba incluir la descriminalización de dicha actividad en todos sus planos –producción, distribución y consumo–, lo que implica un cambio diametral de perspectiva, convirtiendo esta fuente de riqueza ilegal y privada, en una fuente de riqueza legal y pública (o, al menos, con fuertes ingresos para el Estado). Tal hipotético cambio probablemente no tendría mayor influencia en el aspecto sanitario, ya que no es razonable suponer que crezca la tasa de adicción por disponer legalmente de un producto del que se dispone ilegalmente con gran facilidad –invirtiendo el argumento: la prohibición no elimina ni disminuye el consumo de tales sustancias–, pero sí produciría un efecto positivo en otros aspectos; principalmente debilitaría las organizaciones criminales, lo cual a su vez fortalecería las instituciones; generaría inmensos ingresos fiscales que posibilitarían financiar políticas de reforma, necesarias para cumplimentar cualquier acuerdo al que se arribara con las fuerzas rebeldes; incorporaría como ciudadanos a los campesinos hoy criminalizados por realizar un cultivo para su subsistencia; se ahorrarían ingentes cantidades de dinero hoy destinadas a una lucha fracasada desde el inicio; y un largo etcétera, pues la imaginación carece de los límites impuestos por la realidad. Lamentablemente no hay espacios reales ni siquiera para plantear algo así, o diferente, pero que busque crear las condiciones de solución de fondo.

 

Resulta imperioso buscar una paz justa y duradera para el sufrido pueblo colombiano. Algo que resulta casi imposible mientras el Estado actúe tanto legal como ilegalmente; mientras tenga un aparato jurídico-punitivo y un aparato paraestatal criminal que asume aquellas tareas que jurídicamente no se pueden realizar. Así, la pena de muerte, legalmente vedada, es una práctica regular y recurrente realizada por escuadrones de sicarios no sólo admitidos de hecho por el Estado, sino también diligenciados en muchas oportunidades por el mismo. Si alguien supone que estas afirmaciones son temerarias, no tiene más que avanzar en la lectura de La vorágine del conflicto colombiano: una mirada desde las cárceles, desde el retrete de la sociedad, lugar en el cual ya casi no quedan espacios para maniobrar y que, por lo tanto, es el mas cercano a la verdad.

 

Esta presentación descarnada fue posible, paradójicamente, por la conjunción de una política de terrorismo de Estado y la entereza moral y académica de Miguel Ángel Beltrán quien, aún encerrado y con un futuro entonces incierto, no abandonó su condición de sólido investigador y transformó el infierno de la cárcel en el marco de una investigación que, como él mismo comenta, se realizó en las peores condiciones. Su talento ha hecho que se transforme en este excelente libro.

 

Flabián Nievas
Investigador Conicet, en el Instituto “Gino Germani”,
y profesor adjunto de la Facultad de Ciencias Sociales
de la Universidad de Buenos Aires (Argentina)

 


 

 

Índice

 

Agradecimientos 11

 

Prólogo 15

 

Introducción 23

 

Parte I. Protagonistas del conflicto

 

1. Militares: “Juramos defender esta bandera” 35

Ayer héroe de la patria, hoy villano 39

De las fuerzas especiales del ejército a las “águilas negras”: un paso muy corto 57

Fudra: “Cualquier misión, en cualquier lugar… listos para vencer” 61

 

2. Paramilitares: “Buscábamos crear terror” 68

Poderes tras el trono 74

Cooperativas “Convivir”: Aunque la mona se vista de seda… 83

 

3. Guerrilleros y milicianos: “Queremos paz sin hambre ni represión” 89

Ser guerrillero, ser alguien en la vida 91

En las farc aprendí a leer y escribir 97

Cuando la necesidad tiene cara de perro 102

 

4. Caleidoscopios de la guerra: Piedra, papel o tijera. Entre la vida y la muerte: un juego a tres bandas 123

 

Parte II. La cárcel: “Juntos pero no revueltos”

 

5. Los presos políticos o cómo silenciar la oposición 159

Enfrentando la dictadura: memorias de un periodista en prisión 173

“Juego mi vida, cambio mi vida, de todas formas la llevo perdida…” 179

Visitar a un preso en Colombia 237

 

6. Prisioneros políticos de guerra: “La cárcel reafirma nuestros principios de lucha”. Una cosa es morirse de dolor y otra cosa morirse de vergüenza 240

La obesidad afecta la salud y… también la libertad 249

“No todo se hizo bien: pagamos caro nuestros errores” 252

La cárcel es como un infierno: Son muchos los que entran y pocos los que salen 255

 

7. Presos sociales en los entramados del conflicto armado. “Dime con quién andas y te diré qué eres” 258

Las alas del “duende” 268

 

Parte III. Los hilos del pasado

 

8. Semillas de violencia: El enfrentamiento entre liberales y conservadores 283

Entre “pájaros” y “chulavitas” anda un “cachiporro” 286

 

9. Las guerras del Sumapaz: El estigma de ser comunista 327

Si los liberales matan y los godos también ¿cuál de los dos es el bueno? 329

 

10. La lucha contrainsurgente se traslada a la ciudad 341

El amigo de mi enemigo es también mi enemigo y hay que eliminarlo 357

 

Lecturas complementarias

 

Las FAC constituyen uno de los bastiones fundamentales de la democracia, general Miguel Vega Uribe 35

 

El paramilitarismo busca aplastar toda oposición y arrebatar las tierras a los campesinos 68

 

La lucha de las autodefensas fue iniciativa del mismo Estado, “Jimmy” 87

 

Su guerra, señores, perdió hace tiempo vigencia histórica 89

 

Para ambientar el proceso de paz “Es necesario que nuestros adversarios terminen con el lenguaje calumnioso de: narcoguerrilleros, bandidos, terroristas, narcobandoleros, etc.” Manuel Marulanda Vélez 115

 

Las autodefensas orientaban a la gente por quién debían votar 155

 

Acuerdo de asistencia económica, técnica y otras asistencias entre el gobierno de los Estados Unidos y Colombia para el mejoramiento del sistema penitenciario colombiano 159

 

Los Derechos Humanos en las cárceles colombianas: ficciones y realidades 278

 

Oración por la paz de Colombia 283

 

Una táctica comunista 327

 

“En Colombia no hay presos de conciencia”, Julio César Turbay Ayala 341

 

Una luz al final del túnel: La búsqueda de una salida política al conflicto armado y social colombiano 377

 

Información adicional

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