El poder de las iglesias estriba, no en la posesión de la verdad –cosa que nadie posee en el complejo peregrinar de la historia–, sino en su capacidad de inventar cuentos, de contarlos con fuerza de verdad y de imponerlos con el refuerzo de amenaza de castigos ultrahistóricos. Jesús, el de Nazareth, no contaba cuentos. Lo de él eran las parábolas que son cosas bien distintas de los cuentos. Las parábolas de Jesús eran analogías pedagógicas para ilustrar conceptos complejos o lecturas de la realidad ajenas a la mentalidad semita que era la suya y en la que él se movía y predicaba: que la justicia de dios se parece a…, que el reino de dios se parece a…, que la misericordia es como…, que el amor auténtico es como tal o cual…, que la nueva ley de libertad se parece a… Me gusta la definición de parábola que da Abbagnano: “argumento que consiste en aducir una comparación o un paralelo, como cuando Sócrates afirma que no se deben elegir al azar los gobernantes, así como no se eligen al azar los atletas para una competencia”.1.
El problema no es que las iglesias cuenten cuentos y obliguen a creerlos con fuerza de disciplinado mandato. El problema está en que lo público se construya y se explique desde el absurdo de los obligatorios cuentos. Y en que los colectivos humanos pretendan hacer historia y hacer política desde la carencia de lógica de los cuentos eclesiásticos. Y en que los individuos sacrifiquen el pensamiento en el altar de los cuentos.
En los “círculos de conversación”2 que animamos con niñas, niños y adolescentes en cualquier empobrecido rincón de las breñas antioqueñas, sucedió algo que es bien ilustrativo y lo voy a relatar: yo mismo animaba un círculo con 14 niñas y niños entre 10 y 11 años. Como es habitual en aquellos espacios, solté la consigna “háblame de vos”. Chicos y chicas me miraron a los ojos con un brillito de malicia que parecía decir “como que tengo ganas, como que me da susto…”. Uno se atrevió y dijo “cuando vivíamos en la finca, mi abuelito nos contaba que las ánimas conversan por las noches en las cascadas y que por eso uno debe pasar sin detenerse a mirar, puede convertirse en estatua o enloquecer por el miedo…”. Obviamente, me percaté de que ese era el cuento. Pero la historia, lo que a mí como investigador me interesaba, ¿dónde estaba la historia? Ah, claro, la historia estaba agazapada en esa forma copretérita de los verbos vivir (“vivíamos”) y contar (“contaba”). Sin castigarle el cuento que produjo erizamientos en los compañeritos, me enfoqué en la historia y le pregunté “¿y por qué ya no viven en la finca?”; el niño respondió “porque nos sacaron a la fuerza y nos tocó venirnos con pocas cosas a donde unos parientes que nos recibieron aquí” “Ah, le dije, ¿y por qué ya el abuelo no les cuenta cuentos?”; el niño, con inocultable pesadumbre, respondió “porque a él lo mataron”.
¿Por qué a las iglesias no les interesa que las comunidades descubran y cuenten sus historias? Porque, como dice Paulo Freire, el que descubre su historia y se percata de que es una historia de opresión que le ha sido impuesta por los opresores, se convierte en un sujeto de liberación pues descubre la pregunta ¿y mi historia no puede ser distinta? Y, a partir de esa pregunta, empieza el camino político, con otros y otras, de la transformación de la misma. Lo corriente es que quien se zafa del cuento, se zafa también de quien le ha mantenido adormilado en el cuento y resignado en el sometimiento. Las iglesias, -a menos que sean porciones de iglesia comprometidas con las liberaciones históricas de la humanidad-, han sido y son en América Latina, o bien opresoras ellas mismas, o bien aliadas incondicionales e ideológicas de los opresores y no se resignan a que sus seguidores cultiven la fuerza del pensamiento. El que piensa, deja de creer en cuentos. Y deja de gobernar su vida por la irracionalidad de los cuentos. La persona que piensa, como decimos en Colombia, ya no come cuento.
Hay cuatro cuentos absolutamente aberrantes y alienadores que hacen de soportes del poder de las iglesias y que nosotros tenemos –como insoslayable compromiso político– que descodificar, interpretar y falsear. Cuento 1: “Es querer de Dios que nosotros mantengamos y defendamos los poderes establecidos porque devienen directamente de sus santísima voluntad”. Según ese cuento, en Colombia Dios es de derecha, de ultraderecha, es neoliberal y patrocina el saqueo de la tierra, la acumulación de las riquezas en poquísimas manos y la muerte de los empobrecidos. Cuento 2: “Los que tocan a los ministros de lo sagrado son pecadores que deben morir porque los ministros de dios son de una masa distinta de la masa humana”. Según ese cuento, hay que agachar la testuz ante los atropellos que muchos ministros del altar hacen a los derechos de las personas, a la vida y a la libertad. Cuento 3: “Las iglesias provienen directamente de la expresa voluntad de Dios y por eso sus dogmas, sus códigos de moral y sus liturgias no pueden ser controvertidas”. Quiere decir, según ese cuento, que dios es inmovilidad, quietud mortal, resignado fatalismo, aliado esencial de todos los mecanismos de aniquilación y muerte. Cuento 4: “Las iglesias, por querer de Dios, son dueñas de los cuerpos y tienen el derecho y el deber de restringirlos, normatizarlos, castrarlos e impedirlos”. La fatalidad de este cuento, del cual se derivan tantísimas neurosis, no necesita más comentarios.
Yo no me siento quién para proponerte, querida lectora, querido lector, fórmulas mágicas para liberarse del fatal poder de los cuentos eclesiásticos. Pero sí puedo decirte que he descubierto y practicado por largos años de mi vida una alternativa a la fe vivida en las estrecheces de las iglesias: la fe vivida, gozada, celebrada, madurada, cantada, bailada, conversada, racionalizada, criticada y comprometida en pequeños círculos hermanados que conversan e idean estilos de vida en libertad y dignidad y asumen las opciones políticas que sean coherentes con esa forma de apasionarse por la vida.
* Animador de “Comunión sin fronteras”. [email protected]
1 Abbagnano, Nicola, Diccionario de filosofía. Fondo de cultura económica, México, 1994, p. 888
2 Prometo enviar este texto a quienes lo soliciten expresamente por correo electrónico o a través del periódico desde abajo, [email protected]
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