Resumida o no, más o menos burda según el lenguaje utilizado -gestual, simbólica, corporal, literaria- la comunicación alivia. Y como suele suceder con la mente humana, los ejemplos que hacen las necesidades mundanas más evidentes se encuentran en la patología. Enfermedades que resultan en rarezas que exacerban fenómenos a los que en su discreta o tenue omnipresencia nos acostumbramos. En este caso, el Dante de la profunda soledad, es el paciente de Esclerosis Lateral Amiotrópica, una enfermedad genética que hizo celebre Lou Gerigh, un hijo de inmigrantes alemanes y leyenda máxima del béisbol. Después de doce años interminablemente afamados con los New York Yankees, Gherig se retira por una enfermedad hasta entonces poco conocida que limitaba progresivamente su tono muscular. Evidente paradoja, ¿cómo practicar deporte sin músculo? Pero en su límite la pérdida de tonicidad se vuelve mucho más restrictiva. Sin músculos no se habla, no se asiente con la cabeza, no se guiña un ojo ni se ríe; en fin, sin músculos nadie se comunica. Víctima de una enfermedad similar, Jean Dominique Bauby escribió “Le scaphandre et le papillon” con el grito del último músculo. Guiñando con el ojo izquierdo para asentir o negar cuando se le presentaba una letra, dictó, letra por letra estos “cuadernos de viaje inmóvil”. Pasado ese punto, en esa aparente fina diferencia en la que se pierde el último músculo, se produce un cambio total: la escafandra se vuelve opaca; el encierro es total. Y en ese punto, donde una mente lúcida ha perdido todos sus canales para fluir al exterior se da uno de los encuentros recientes más importantes entre investigación básica, terapia, tecnología y cyborgs.
Es que en el último siglo explotó el viaje frankeinsteniano de fisiólogos, psicólogos y otros tantos logos, destinado a entender la base material del pensamiento. La gesta, que lleva ya casi dos mil años de continuo esfuerzo desde los primeros (y notables) esfuerzos de Galeno en el segundo siglo después de Cristo no sólo no es trivial sino que más bien se hace imposible. Aun los gestos cognitivos más sencillos suceden en completa introspección. ¿Cómo hacemos para mover un brazo? No sabemos. Alguna vez, en la temprana infancia, aprendimos. Por repetición y fiasco. Por observación y consistencia de un esfuerzo mental que para nosotros es invisible. Lo único visible es el brazo que se mueve. La materialización de un proceso mental. Pero –asumimos- algún gesto mental consistente resulta en actos motores, en sensaciones o en ideas repetibles. Y esta idea es la que ha sido progresivamente (y con cierto éxito) puesta a prueba por directa inspección. De varias maneras hoy es posible registrar la actividad del teatro de neuronas y se encuentra que algunas, o algunos grupos, se activan sistemáticamente, formando patrones consistentes frente a una larga variedad de procesos cognitivos más o menos elaborados. Como con cualquier código decriptado, esto permite al dueño del código meterse a voluntad en el diálogo (y esta es en realidad la mejor prueba de que el código se conoce). Si sabemos qué lenguaje hablan las neuronas, si pudiésemos traducir cada acto en su representación mental, podríamos jugar con las ideas como jugamos con los brazos. Y esto hoy, de manera limitada y algo burda, ya se hace. Ya sea estimulando neuronas que produzcan sensaciones específicas (drogas electrónicas) o que dirijan los brazos de un involuntario protagonista-espectador que se convierte en marioneta del experimentador o ya sea del otro extremo de la cuerda conectando el cerebro a implantes mecánicos que sepan interpretar sus comandos. Así, la relación hombre-máquina puede empezar a prescindir del músculo. ¿Por qué establecer un comando que mueva el brazo para mover el volante y no tener directamente un volante que entiende y responde directamente a una orden del sistema nervioso?
Cuando no hay músculos que puedan mover el brazo, esta alternativa se vuelve no ya un plurito máximo de la vagancia sino la única alternativa para no permanecer encerrados en si mismos. Hoy, por ejemplo, es posible que un paciente de ALS, incapaz de mover un músculo dirija un teclado directamente desde su mente. El cambio es infinito: de una incomunicación total a una ventana burda, lenta, pero ventana al fin, para salir del encierro interior. Y hoy, el campo conocido como interfases máquinas-cerebros, ha explotado y se encuentran distintos grupos que han entrenado monos a dirigir con su mente brazos u otros dispositivos mecánicos. Las películas son impresionantes. En un principio el mono mueve su brazo a la par que el robot, como si no pudiese disociar su nuevo brazo mecánico de los suyos. Después de un tiempo sólo se ve una mueca de esfuerzo en la cara, denotando un gesto complicado y finalmente se produce el momento mágico donde el mono descubre que para mover el nuevo brazo mecánico basta con pensarlo. Entonces, relajado, dirige el robot desde su mente por ejemplo para recoger una uva y llevársela a la boca. El avance es notable y no faltara mucho para que el objeto dirigido no sea un brazo sino otro mono, o varios, o cualquier otra maquina.
Un punto importante es que para mover precisamente un brazo (mecánico o no) un mono -o uno, para el caso- no sólo tiene que iniciar un gesto motor, sino además observar la trayectoria para eventualmente corregirla o simplemente para saber donde detenerse o desviarse de ser necesario. Aprender que hay una porción del mundo (el cuerpo) que uno controla a voluntad, un círculo entre las acciones y los sentidos, es un paso importante en el desarrollo de la identidad y por ende la posibilidad de una extensión no acotada del “cuerpo” establece un panorama de cambios radicales. Los límites posibles ya han sido de alguna manera explorados en la literatura, en sueños y en el cine. Una red conexa de identidades subjetivas (si es que entonces puede hablarse de subjetividad) de manera tal de que yo pueda sentir lo que ella siente, no por empatía, no por el contagio de un gesto sino por un fluir directo de una suerte de cerebro colectivo. Este viaje implica un regreso curioso en la historia evolutiva en la que hemos desarrollado una carcasa de impermeabilidad (el cuerpo). ¿Podremos sentir todos por todos en una especie de naranja mecánica sofisticada donde el dolor del otro, ya no por asociación sino por experiencia misma nos duela de igual manera que el nuestro? O menos ficciosia y más preocupantemente, dada la evidencia de que la armería inteligente resultó ser bastante idiota: un ejercito de cyborgs controlado por chimpancés sentados en sus jaulas y ganando jugo y pasas cada vez que destrozan un enemigo o pilotos de un F-35 piloteando a velocidades inverosímiles porque dirigen los controles del avión desde la mente.
Y donde la tecnología no se mezcla con la patología sino con el potencial bélico, la geografía y las fuentes de los subsidios se vuelven pertinentes. Las fábricas más prolíferas de Cyborgs se encuentran, como era presumible, en los Estados Unidos. Pero, como también era presumible, sus progenitores fueron importados de distintas partes del planeta. De un lado de la cuerda (los chips que controlan marionetas biológicas) Sanjib Talwar, nacido y educado en Bombay, diseño en Brooklyn sus hoy celebres robo-ratas que se desplazaban por un laberinto siguiendo sus ordenes y girando cada vez que se les indicaba. La magia de la domesticación no sería tan impresionante (a fin de cuentas uno puede instruir a un perro a que venga cuando a uno se le da la gana) si no fuese porque las órdenes eran pasadas a través de dos cables implantados en la cabeza y porque las ratas obedecían sistemáticamente cada vez que se les indicaba porque al hacerlo un tercer cable estimulaba centros que regulan la sensación de placer. Además de navegar por el laberinto, las ratas, bajo las órdenes electrónicas, trepaban árboles, salían a la intemperie a plena luz, hacían equilibrio sobre una vía de tren y otra serie de cosas que una rata jamás hubiese hecho. Del otro lado de la cuerda, Miguel Nicolelis, un brasilero barbudo y tan o más fanático del fútbol que de su propia ciencia, educado en San Pablo, se ha vuelto desde North Carolina, la cara más visible de las interfases mecánicas, incrementando exponencialmente el control directo de dispositivos electrónicos desde la mente animal al punto que sus monos hoy parecen haber incorporado el brazo robótico como una parte de su cuerpo. Nicolelis y Talwar han logrado tal vez dos de los ejemplos más impresionantes de interfases maquina-cerebro. Ambos se formaron en la escuela de Johnathan Chapin y ambos compartieron (entre otros) un mega subsidio del DARPA (US Defense Advanced Research Project Agency) de 24 millones de dólares, lo que significa casi el 10 por ciento del total presupuestario del DARPA.
Las brujas no existen, pero que las hay las hay. Estar subsidiado por el DARPA no significa necesariamente trabajar para el mal, pero sus mismos protagonistas saben que si bien el dinero del DARPA sirve para subsidiar proyectos más osados viene acompañado de un permanente proceso de revisión que quita tiempo y fuerza y de una sospecha generalizada al menos de una buena parte de sus colegas. El razonamiento conspirativo y preventivo (nadie puede medir con certeza el uso de estas tecnologías) supone que si el proyecto tiene tamaño apoyo de un organismo de defensa implica que esta investigación ha de ser lo suficientemente importante como para que preocupe que su génesis esté tan ligada al desarrollo militar. Y mientras algunos científicos se cuestionan si corresponde aceptar o no ciertos subsidios, del otro lado, las administraciones más conservadoras (no sólo de los Estados Unidos) se cuestionan si acaso debieran existir estos subsidios, o por lo menos bajo qué condiciones. Y como suele ser el caso, este tipo de reflexiones emergen de las administraciones más conservadoras.
La historia no es nueva. Donald Horning, el secretario de Ciencia de Johnson, comenzó una cruzada contra la utilización de fondos públicos destinados a financiar la investigación fuera de los Estados Unidos. Uno de sus agredidos directos fue Stephen Smale, entonces profesor de la turbulenta Universidad de Berkeley de los sesenta, colega de Theodore Kaczynski, el Unabomber y miembro de cuanta organización existiese contra la guerra de Vietnam. Smale terminó de pasar a la lista negra cuando al recibir en Moscú en el 66 la medalla Field (el equivalente al Premio Nobel para los matemáticos) se despachó contra la política estadounidense en Vietnam (por cierto; a la vez que contra la política soviética en Hungría) Diez años antes, cuando los méritos que le valiesen el premio aun estaban por gestarse, en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (IAS) dirigido por Oppenheimer y donde morara hasta sus últimos días Albert Einstein, Smale conoció a los matemáticos brasileros, Elon Lima y Mauricio Peixoto, quienes lo convencieron de que finalizase su trabajo en Río. Y fue en Cocapacabana, donde estableció uno de los pilares de la matemática moderna, explicando geométricamente cómo el determinismo puede resultar en lo incierto. Cuando no estaba en la playa, Smale trabajaba en el IMPA (Instituto de Matematica Pura y Aplicada), entonces sostenido en una estructura precaria y hoy, ya instalado desde 1981 en la paz bucólica de la floresta de Río sigue siendo la única demostración vigente de que puede existir en Brasil una institución de primer nivel científico y una escuela formadora de matemáticos para toda América latina.
Hoy, como en los sesentas, se escaléa el conflicto entre Estados Unidos y el resto del mundo generando al mismo tiempo un confrontamiento con la academia local. La burbuja se hace más permeable y los campus universitarios dejan de ser una meca ilusoria donde se vive en los Estados Unidos sin que uno llegue a enterarse. Al mismo tiempo, renace un tercermundismo resistente y confrontante. En este contexto y siguiendo aquello de que en cada oportunidad los emigrados vuelven en hordas, parece repetirse en parte la historia. Nicolelis, junto con otros jóvenes investigadores de punta repartidos entre Estados Unidos y Europa planean una vuelta colectiva a un centro en Natal. Plan ambicioso: un centro de investigación de punta en una de las más ambiciosas ramas de la ciencia funcionando en una de las provincias mas pobres de un país pobre. El proyecto tiene un respaldo importante del gobierno de Lula y el potencial consejo incluye a científicos de la talla de Torsten Wiesel (uno de los pocos galardonados con el premio Nobel por contribuir al entendimiento del sistema nervioso) o Bruce Alberts, presidente de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos. El mismísimo Lula visitaría pronto la Universidad de Duke, donde Nicolelis tiene su laboratorio, para apoyar el proyecto.
Además, el proyecto Natal incluye desarrollar en conjunto el Instituto del Cerebro, una escuela experimental y un centro de interacción psiquiatrita. Terapia, investigación y ciencia compartiendo un mismo espacio, con la premisa parecida de hacer algo distinto a lo que en cada campo ha sido establecido. Y en Brasil. ¿Por que Natal? Porque es el norte del sur y por que forma un triángulo casi equilátero con Europa y Estados Unidos. Por la osadía de desarrollar al mismo tiempo un campo de investigación y una región y exagerar aquello de llevar la génesis del conocimiento donde más se necesita. Pero también porque hay un cierto caudillismo curioso en las vueltas académicas (y tal vez en todas las vueltas) a Latinoamérica. Cada investigador afamado en su viaje al centro del planeta no es reincorporado a una maquinaria existente (en el caso de Brasil en Río y San Pablo) si no que vuelve fundando su propio nicho. En parte por la difícil pelea contra los dinosaurios establecidos y avejentados en cierto proteccionismo, que defienden el terreno contra quien viene a cuestionarle su existencia. Pero también por un estilo mucho más personalista característico de las provincias del sur y a la idea tan latina de la voluntad infinita de una persona contra el orden de la norma. Queda esperar que no estemos en presencia de una nueva edición del eterno ciclo entre Cronos y Zeus, en el que los viejos tiranos son derrocados por los futuros déspotas.
La historia de la ciencia no es una ciencia exacta y la historia del IMPA no prueba ni mucho menos que cualquier emprendimiento de punta en Brasil, con una vanguardia consecuente, deje una huella que trascienda la historia de sus fundadores. Pero si sugiere la importancia de que Lima y Smale hayan estado en el lugar, proponiéndose hacer ciencia sin ningún complejo, en el momento de explosión de una nueva disciplina de la que ellos fueron protagonistas, para que 40 años después el IMPA siga siendo la referencia matemática en América Latina. Aquí la historia sea tal vez aun más relevante. Porque la propuesta de la neurociencia de avanzada puede ser revolucionaria y porque se trata nada más y nada menos que de hacer el mundo menos ancho y menos ajeno. De visualizar los estados mentales para poder leerlos, elaborarlos, expresarlos. Entonces podremos tal vez masajear a gusto nuestras ideas, exploraremos límites desconocidos de la mente y seremos, con suerte, mucho más libres.
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