Seis de la tarde. El bus –en México le llaman camión, guagua en Cuba…– llega para recibir a la larga fila de personas que espera su llegada. Los asientos se llenan con velocidad, pero frente a mí hay dos vacíos. Muy considerado, tomo el de la ventana para no estorbar a quien quiera sentarse después.
Algo sucedió. No podía explicarlo en ese momento, pero sentí decenas de miradas reprobatorias: ¡me senté en una silla azul! En ese momento no sabía que eso era un pecado casi capital para los colombianos. Al mover mi mochila vi un letrero que decía: “Ceda este asiento a personas discapacitadas, ancianos, mujeres embarazadas y niños”. En ese momento entendí. Volteé a ver a mi alrededor, pero ninguna persona tenía ese perfil, así que seguí sentado. No, yo no estaba cómodo…
Pongamos lo anterior en contexto. En los buses que circulan en Bogotá, los llamados Transmilenio, hay dos tipos de asientos: los rojos y los azules –es curioso, los mismos colores que usaba cada uno de los bandos en su eterna lucha histórica entre liberales y conservadores, tal vez de ahí brote todo–. Si nos sentamos en un rojo, todo es paz y armonía. Se puede disfrutar el viaje, conversar con el compañero de a lado, observar el paisaje, leer y dormir. Es algo así como la zona VIP de los buses. No, mentiras –dirían los colombianos–, es como estar en un palco, nuestra silla roja se convierte en palco.
La historia con las sillas azules es muy diferente. No he realizado un viaje en estos buses sin que vea lo siguiente: Una mujer está frente a dos sillas azules. Gotas de sudor imaginarias comienzan a correr por su frente y mejillas. No sabe si sentarse o no. Desea hacerlo, pero no sabe si debe o no. Una mujer a su lado toma una de ellas muy campante –en realidad no lo está, pero finge mejor–; entonces toda la determinación llega a su mente y se sienta con una seguridad aplastante, la cual pierde justo en el momento en el que toca la silla. Ya sentada trata de parecer tranquila, pero es claro que no lo está. ¿Cómo hacerlo si hay decenas de personas criticando su actuar?
Nuestra silla azul, de pronto, se convierte en silla del acusado. Además, claro, con un juicio a la latinoamericana: el acusado es culpable a menos que… no, es culpable y punto.
En alguna estación entrará alguien que sí cumple con las características para sentarse en la silla. Uno pensaría que subirá al bus, verá la silla, se acercará con calma –recordemos que tiene alguna dificultad para moverse con habilidad– y pedirá sentarse en la silla azul. Creo que el lector ya se habrá dado cuenta que esto no sucede así. El susodicho, o su acompañante, entrará con cierta violencia y exigirá, ya desde la puerta: “¡Una silla azul!”. Cambiemos el tiempo de futuro a presente para darle mayor énfasis a la narración: La mujer se para apenada, todos los pasajeros voltean a verla con desaprobación. El susodicho se sienta, mira con soslayo a la mujer y por supuesto no da las gracias. Nuestro asiento se convierte en la silla del juez y las rojas en las del jurado.
Hay que notar que nuestro personaje es una mujer, porque al parecer, a los hombres les tienen todavía más vedado el acceso a ese infierno. Aunque he visto a algunos sentarse, se les nota todavía más incómodos.
Este juego de las sillas puede representar lo que está viviendo el pueblo colombiano: quiere hacer las cosas de forma correcta, pero no tiene certeza de qué es correcto o no. ¿Sentarse en una silla azul es malo? El colombiano sabe valerse de las situaciones, lo ha hecho siempre porque no ha tenido otra forma de sobrevivir, pero ahora quiere sólo aprovecharse de forma que no afecte a los demás. Hay una lucha interna que brota cada vez que sube al bus.
En México nos sucede algo parecido con los nuevos asientos de la línea dorada del metro. Allá, hasta el último vagón, hay seis sillas plegables sólo para personas que las necesitan en verdad. La diferencia es que al principio el tren no avanzaba si alguien, que no cumpliera con esto, se sentaba ahí. La educación fue tenaz –de nuevo, dirían los colombianos–, y bastante efectiva, aunque todavía podemos ver a algunos que rompen la clara regla.
Es ahí donde radica el verdadero problema: la clara regla. ¿Qué significa, “ceda el asiento”? Eso: ceda. Es decir, siéntese con calma y cuando alguien lo requiera, párese y permita que alguien más lo haga. Pero esto no sucede así, cuando alguien lo necesita lo reclama con tal violencia que el acusado no puede más que sentirse atormentado.
En mi caso, el primer día que tuve la audacia de sentarme en una silla inquisitoria azul y sentí la carga social de mi acto, tapé con mi mochila el letrero de: ceda el asiento… ¡qué ingenuo era yo entonces!
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