Hace unos años se acostumbraba llamar alcaldadas a esas medidas, entre ingenuas y pretenciosas, que toman los mandatarios locales para resolver los que a su juicio son los grandes problemas de su comarca. Siendo justos, hay que reconocer que a veces se trata de auténticos problemas; lo gracioso está en el tipo de solución; imaginativa en exceso. Hubo un alcalde, por ejemplo, por allá en los años sesenta del siglo pasado, que ordenó envolver los tamales en papel celofán, para proteger a sus conciudadanos del riesgo que representaba la falta de higiene en el tratamiento de las hojas de plátano. El espectáculo, casi pornográfico, de la masa y la presa, desnudas, a la vista incluso de niños y niñas, obligó a derogar la medida.
Pero no hay que culparlo. Era una época en que, en nombre de la “modernización”, se nos convenció a los colombianos que era preciso, por ejemplo, reemplazar el algodón y la lana por la “innovación” del polyester y otras fabulosas fibras sintéticas y artificiales. En fin, el maní dejó de empacarse en cucuruchos de papel –ya nadie entiende la famosa canción emblemática de Cuba –Y el único dulce que continúa envuelto en hoja es el veleño… ¡Quién sabe hasta cuándo!
Es verdad que en la peyorativa denominación hay un cierto tufillo clasista. Y centralista. Será que faltan recursos humanos bien calificados en esa pobre y lejana provincia. Pero no hay que engañarse. Como bien lo advertía alguien: ¡Y quién nos libra de los “post-doctores” que manejan las grandes ciudades como Bogotá, donde se demoran más de veinticinco años en terminar un puente! O mejor, un “deprimido”, cuyos constructores descubren, después de inaugurarlo, que, como su nombre lo indica, ¡suele llenarse de agua! Bien sabemos, por supuesto, que hay otras razones y la situación es mucho más seria, sobre todo en la provincia. La mayoría de las veces no son alcaldadas sino verdaderos abusos de poder, con el dinero y las armas.
Pero que las hay las hay, y ahora estamos en presencia de una de escala nacional y nivel ministerial. El pasado primero de julio entró en vigencia la norma que obliga a pagar un impuesto de veinte pesos por cada bolsa de plástico que el consumidor reciba en el supermercado. Ha sido pregonada con alborozo por el Ministro de Medio Ambiente, el Ingeniero Luis Gilberto Murillo. Ministro útil como el que más pues siendo la cuota afro ha servido para calmar a sus paisanos del Chocó. Además, ha empleado todos sus conocimientos básicos de ingeniería para intentar demostrar que la minería puede ser “sostenible”. Por eso da la impresión de que, con este último esfuerzo, lo único que pretende es convencernos, al final de su mandato, de que sí era ambientalista.
Pues bien, el objetivo declarado es reducir el uso de estas bolsas que, como se sabe, desechadas pero no degradables, inundan las calles, congestionan los botaderos de basura y terminan contaminando ríos y mares. El objetivo no puede ser más loable; es uno de los residuos que más daño ocasionan al planeta. El problema está en la supuesta solución. Ya lo han advertido muchos: ¿van a dar vueltas de veinte o múltiplos de veinte? Se dirá que ya hay costumbre de redondear hacia arriba o hacia abajo. ¿O van a hacer una emisión de moneda fraccionaria? En todo caso los supermercados y almacenes de cadena –porque a ellos se limita– tienen que facturar las bolsas para entregar al fisco el importe junto con lo recaudado por el IVA. Al respecto una curiosidad: según el Estatuto Tributario, al parecer tendrían que calcularle el IVA a las bolsas aunque se entreguen a título gratuito con lo cual el cliente tendría que pagar un poco más. Pero, seguramente, no será necesaria esta ficción contable. En la práctica, como ha venido sucediendo, se generalizará la costumbre de vender las bolsas. Alguien va ganando. Porque si en algo se reduce el uso de bolsas tendrá un sesgo clasista; las comprarán quienes tienen con qué pagar. Y téngase en cuenta que, para las basuras, de todas maneras se seguirán usando bolsas, que habrá que comprar.
Este es el punto más discutible. Son los consumidores quienes asumen la responsabilidad del cuidado del medio ambiente. Como en toda teoría de “economía verde” se utiliza el mecanismo del mercado; el “desestímulo” se da a través del precio y, por supuesto no son los productores o los comerciantes quienes van a pagar los costos. Desde el punto de vista ecológico, la verdad es que el problema de los empaques no degradables que incluye muchos otros, por ejemplo las botellas, y plantea el problema de la disposición de las basuras, muy lejos está de resolverse. Tan enredada “solución” se convierte entonces en una maniobra de distracción. Como quien dice que la “alcaldada” no es tan inocente.
En realidad, quien diseñó la estrategia fue el anterior Ministro del Medio Ambiente, un relacionista público al servicio de las empresas. Fue el autor de la resolución 688 de abril de 2016 que contó con el apoyo de los grandes comerciantes. Sin embargo, no sobra una pequeña recomendación para el ingeniero Murillo. Seguramente no desconoce una vieja canción caribeña que viene al caso, y aunque lo más probable es que el ritmo lo haya perdido durante su congelación en las estepas rusas, le convendría escuchar, del maestro Antonio María Peñaloza: “Mátese media vaca”.
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