El aturdimiento social provocado por el confinamiento generalizado al que obligó la crisis sanitaria, permitió reforzar en el país la vieja práctica de barrer debajo de la alfombra los hechos que desnudan las sinuosas formas del ejercicio del poder en Colombia. Pero, lo curioso de los últimos “escándalos”, hábilmente disimulados, es que revelan nuestra criolla realidad como un calco continuado de sucesos de los que apenas cambian ligeros rasgos del personaje y los decorados, aunque en algunos casos la copia es tan precisa que provoca la impresión de una continuidad sin fin y sin cansancio. Una observación, incluso medianamente atenta del discurrir del país, no puede dejar de ser cercana a la de un déjà vu permanente, que de no ser trágico acabaría en bostezo.
Información y censura
El miércoles primero de abril, el mundo mediático fue informado que el periodista Daniel Coronell había sido despedido nuevamente de la Revista Semana para la que escribía una columna periódica. El segundo despido estuvo motivado, según el mismo Coronell, por quejarse de que la mencionada revista había publicado los resultados negativos del grupo Prisa en la bolsa de valores, como represalia por la difusión que una emisora de la cadena radial Caracol –filial de Prisa– había hecho de los despidos y reducción de salarios a un número importante de trabajadores de la revista. El periodista Coronell cuenta que uno de los nuevos dueños, Gabriel Gilinski, le recordaba con frecuencia que no sólo era uribista y trumpista, sino que su meta con la revista era convertirla en la “Fox News colombiana”, es decir, en un medio aún más conservador, pues, como es sabido, Fox News es en Estados Unidos la punta de lanza de los movimientos de la llamada Nueva Derecha, que además de ser profundamente regresiva en términos de derechos sociales e individuales es negacionista de fenómenos como el cambio climático.
Llama la atención que en un ambiente como el de los medios convencionales colombianos, uniformado en el cierre defensivo del statu quo, aparezca la necesidad de moverse hacia posiciones aún más retrogradas, cuando las posturas confesionales, patriarcales, desarrollistas y de defensa de una sociedad jerarquizada son la norma, pese al velo qué con desteñido tono liberaloide, algunos sectores ponen en ciertos aspectos de la sociedad. La periodista Vicky Dávila, responsable de la nueva versión de la revista, negaba que el medio buscara convertirse en una versión colombiana de Fox News, pese a que la afirmación era de uno de sus dueños, y reiteraba que ella como periodista era neutral, ni de izquierda ni de derecha, reclamando una “objetividad”, que aún desde una perspectiva restringida, no coincide con el carácter oficioso que ha dominado al periodismo colombiano de masas. El filósofo de la ciencia, Peter Galison, quien ha estudiado las diferentes visiones de objetividad en la ciencia y el periodismo, muestra que ese principio surge como criterio, en los medios informativos, apuntalado en la creencia de que la realidad –cualquier cosa que con eso quiera entenderse– es posible capturarla y entregarla al público en su integridad, si el comunicador actúa con “la voluntad de no-tener-voluntad”, es decir, como si fuera posible y deseable la transformación del periodista en un ente que toma y devuelve información usando los mismos criterios y condiciones con los que un repartidor de objetos distribuye sus remesas. La distinción, que pronto fue establecida entre hechos y opinión a finales del siglo XIX, y la discusión a que dio lugar, puso en entredicho que incluso en los llamados hechos la objetividad sea algo incuestionable. Galison, en su artículo El periodista, el científico y la objetividad, concluye que la “objetividad periodística ha sido, durante toda su historia, siempre discutida”, sin embargo, en Colombia, aún algunos columnistas de opinión, que no reseñadores de hechos, quieren lucir como “neutrales”.
Lo curioso del caso Coronell, es que el periodista fue respaldado por su colega Daniel Samper, quien renunció a Semana por solidaridad; y por una curiosa coincidencia, que no por eso deja de ser sintomática de la estructura del país, prodigo en repeticiones, fundaron en la red la página “Los Danieles”. Hecho aumentado, al poco tiempo, con la adhesión de un tercer Daniel, Daniel Samper Pizano, padre del otro Daniel y humorista como él, en una prueba adicional de que la clonación parece ser la forma pertinente de nuestra petrificada realidad. Ahora, si nos acercamos un poco más a la reduplicada historia, los Danieles humoristas son herederos, en su especialidad, de Lucas Caballero (Klim), que es el tío de Antonio Caballero, el otro mediático columnista de la mencionada revista Semana. Como quien dice, un hecho más de familia ampliada, en este caso, en el llamado cuarto poder, independientemente de lo buena que pueda ser la calidad de los protagonistas.
Plagios y versos apócrifos
El mundo de los medios de información vivía otro caso curioso en esta etapa de encierro, por la censura de uno de los artículos del novelista Fernando Vallejo y la cancelación de su colaboración en el diario El Espectador. El libelista, que había sido contratado para escribir sobre la pandemia, publica el 22 de abril el artículo Bolsonaro está sólo, en el que luego de derramar elogios sobre la política del mandatario brasilero por oponerse a los confinamientos, y afirmar que comparte su idea de aplicar la estrategia de “la inmunidad del rebaño”, escribe sobre lo mucho que lo admira, y pese a mostrar reservas sobre la homofobia del dirigente político, remata diciendo “Colombianos: Bolsonaro no es malo. Con él contamos para darle palo como se lo merece a Venezuela”. Una frase que seguramente si aplaudieron la mayoría de sus lectores.
A pesar que dicho artículo generó algunas resistencias, fue el envío de un escrito contra Héctor Abad Faciolince, el que le dio la oportunidad al mencionado diario, para cancelar sus contribuciones. En el texto censurado, titulado El huerfanito, Vallejo, luego de hacer insinuaciones sobre las preferencias sexuales del padre de Abad Faciolince, y de señalar a éste último como imitador de su obra, nos devuelve –en la Colombia del poder todo es reiteración o regreso– a uno de los episodios más banales del mundo cultural criollo: la disputa por la autoría del poema Aquí. Hoy que Abad Faciolince sostiene es de Borges, mientras Harold Alvarado Tenorio, su contradictor, afirma que es una creación suya que hizo circular como del argentino. El poema en su primera línea tiene la frase “Ya somos el olvido que seremos”, de la que Abad extrajo el nombre para su primera novela. Los versos los encontró Abad en el bolsillo de su padre el día que los paramilitares lo asesinaron, y demostrar que Borges los escribió fue convertido en un hecho de honor que, incluso, dividió al llamado mundo cultural en dos bandos y llevó al hijo del asesinado, según Alvarado, a una pesquisa por medio mundo que incluyó París, Alejandría, Kiruna y Buenos Aires. La investigación sobre el origen del poema consumió una gran cantidad de recursos que contrastaron con las limitadas pesquisas para dar con los autores intelectuales del asesinato de Héctor Abad Gómez, quizá por esa extraña manía de considerar la versificación como la máxima expresión de la inteligencia y hasta más importante que la vida.
Rafael Uribe Uribe calificaba ese prejuicio como el mayor flagelo colombiano, y en una carta dirigida en 1907 a los redactores de la revista Albores de Manizales, muestra su indignación porque luego de saludar e identificarse como colombiano ante interlocutores chilenos y argentinos, éstos le responden siempre con un deje irónico: “por supuesto el señor hará versos”. Argumenta que es un flagelo porque desestimula que la crítica, el teatro y la historia tengan cultores serios entre las modalidades literarias, y menos deja campo a las demás manifestaciones del conocer: “No hay quien acometa empresas de aliento, de saber y de perseverancia. Lo que abunda es la garrula rimadora”, escribe el líder sacrificado. Pues bien, más de cien años después, parece que los reclamos de primacía y las disputas por “alinear por la cabeza rengloncitos cortos con las colas rimadas”, como describía Uribe Uribe la obsesión por los versos, sigue vigente sin variación alguna y puede comprometer, en casos como el señalado, toda la energía de nuestro patético mundo cultural. Tan sólo cabe esperar que el recordatorio de Vallejo no nos regrese de nuevo a aluviones de tinta derramados en una empresa tan baladí.
De sangre en sangre vienen
Otro hecho generador momentáneo de titulares, fue el nombramiento de Jorge Rodrigo Tovar, hijo del jefe paramilitar Jorge 40, como jefe de la oficina de la coordinación de víctimas del Ministerio del Interior. La designación sumó uno más a la de por si extensa lista de funcionarios públicos que en los medios reclaman la inexistencia del “delito de sangre”, es decir, la no corresponsabilidad de los crímenes de sus familiares. En el caso de Tovar, los críticos de su nombramiento señalan cómo éste considera inocente a su padre, por lo que las víctimas de sus acciones perderían tal condición en la visión del funcionario que debe velar por su situación. Este caso es visto, como el de poner al gato a cuidar el queso.
Pero, lo curioso del asunto es que muy poco tiempo después, la vicepresidenta de la república tuvo que recurrir al mismo recurso cuando los periodistas Gonzalo Guillén y Julián Martínez publicaron que el hermano de la funcionaria había sido reo en los Estados Unidos por el delito de narcotráfico y había purgado una pena de alrededor de cuatro años en una cárcel de ese país. Los defensores de la vicepresidenta, apurados, esquivaban que pocas semanas antes, ésta había tenido que capotear otro escándalo por las investigaciones de InSight Crime, que mostraban que la empresa del esposo de la funcionaria había estado asociada en un proyecto inmobiliario con Guillermo León Acevedo Giraldo, conocido en el mundo del tráfico de estupefacientes con el alias de ‘Memo Fantasma’. Además, en la serie “Matarife” del periodista Daniel Mendoza, éste afirma que la vicepresidenta disponía de domicilio permanente en el Club el Nogal, en la época en que Salvatore Mancuso, jefe paramilitar detenido en E.U., era asiduo visitante de ese club. Para rematar, los medios publicaron las declaraciones de José Miguel Narváez, condenado por ser el determinador del asesinato de Jaime Garzón, en las que contaba que fue vinculado formalmente al gobierno por Marta Lucía Ramírez. ¿Puede considerarse, entonces, que los “delitos de sangre y los de amistad” no riñen con los intereses del servicio público?
La reiteración del pedido de exculpación por el delito de sangre parece una pandemia en el mundo colombiano del poder. Si miramos el parlamento, es claro que el primero en necesitar la figura fue el senador Álvaro Uribe Vélez, y no porque los genealogistas lo ubiquen en la rama familiar de los Ochoa Vázquez, socios principales de Pablo Escobar en el llamado Cartel de Medellín, sino porque su hermano Santiago está procesado por la acusación de ser fundador y hacer parte de la banda “los doce apóstoles”, además de tener cuñada (Dolly Cifuentes Villa, alias “la meno”) y sobrina (Ana María, Hija de Dolly Cifuentes) en problemas con la justicia nacional e internacional por ser miembros del cartel de Sinaloa. El escudero ideológico del senador Uribe, José Obdulio Gaviria, fue otro de los políticos que de forma temprana reclamó la no aplicación del delito de sangre, pues es primo del capo de capos Pablo Escobar Gaviria, y dos de sus hermanos, igual que el de la vicepresidenta, fueron convictos y purgaron prisión en cárceles estadounidenses, ante lo que declaró, según el medio electrónico Las2orillas: “Es un hecho que ocurrió hace 22 años. Ellos han pagado un costo enorme. Se han logrado convertir en gente notablemente buena. Están cumpliendo una labor profesional, humana y personal grande, pero es un hecho y uno no tiene por qué calificarlo”. El párrafo anterior y la declaración escrita de la vicepresidenta para justificar su situación, son como dos gotas de agua. Según el mismo medio, en el libro Mi Hermano Pablo, de Roberto Escobar, conocido como el osito, éste dice que “Él [José Obdulio] solía visitarnos en La Catedral y Pablo le regalaba 10 ó 15 millones de pesos para sus gastos personales y políticos en Medellín”, declaración que no ha sido demandada o por lo menos solicitada su corrección. El general Óscar Naranjo, quien también fue vicepresidente de Colombia –para seguir con “esas extrañas coincidencias”– también tuvo que declarase compungido por la captura de su hermano Juan David en 2006 por narcotráfico, y uno de los hermanos Cifuentes Villa lo acusó de haberle recibido un soborno.
Para no extendernos demasiado en la multiplicación de los necesitados de la exención del delito de sangre, citemos tan sólo algunos nombres del actual congreso que el parlamentario Gustavo Bolívar, en el artículo Los herederos –publicado en el medio digital Cuarto de Hora–, cita como familiares de condenados por delitos de narcotráfico y parapolítica: Nadia Blel, Paola Holguín, Richard Aguilar, Ciro Ramírez, María del Rosario Guerra y Johnny Besaile. A esto deben sumarse los nombres de gobernadores y alcaldes, que tampoco son pocos, y que obligan preguntar ¿de verdad puede creerse que es una simple coincidencia? ¿Qué papel le cabe a la prensa y la academia en que eso provoque tan sólo ligeros escándalos? ¿No son esos estamentos responsables, en buen grado, de lo que Johan Galtung llama la violencia cultural, esto es, la de los discursos y omisiones que terminan justificando o banalizando la violencia directa y la estructural? Dejar de trivializar el carácter delictivo del entorno de los poderosos es un paso necesario para avanzar hacía una sociedad más transparente y equitativa, y eso pasa por traer a primer plano la presencia e importancia de la violencia cultural en los medios y la academia.
Que el país ha estado condenado a copiarse como una imagen estática es también visible en las tragedias del conflicto armado. El exterminio de los excombatientes de las Farc no sólo replica el genocidio de la Unión Patriótica, sino que nos transporta hasta los malogrados procesos de desarme de las guerrillas liberales de los años cincuenta. El reciente retorno a la lucha armada de los comandantes que sintieron que la alternativa era muerte o extradición, fue anunciado como la “segunda marquetalia” –entre colombianos parece que siempre segundas partes son necesarias–, quizá haciendo honor no a que somos una estirpe condenada a cien años de soledad, sino a calcarse indefinidamente.
Aún más de lo mismo
El país de la banalización hizo chistes con la expresión perfilamiento, a raíz de que fue conocido que el ejército hizo seguimiento electrónico no autorizado a periodistas, políticos, sindicalistas, y miembros de ongs, y que la información tenía como destinatario al senador Uribe Vélez, según una denuncia anónima, que dio pie a la apertura de una investigación. Esto no sólo es una reedición del “caso del hacker” de la campaña de Óscar Iván Zuluaga, sino que nos direcciona al nacimiento del grupo de inteligencia denominado “G3”, creado por el mencionado José Miguel Narváez durante el primer gobierno de Uribe, y que estuvo dedicado a espiar y hacer montajes a los críticos del gobierno. Hechos repetidos qué, sin embargo, no han movilizado a buscar mecanismos de protección de la privacidad, y salvo los memes, tampoco han movido a la crítica sistemática ni al análisis del tema en profundidad.
Otro hecho reiterado y sin respuestas es el asunto de la soberanía. El arribo de tropas gringas al territorio colombiano a principios de junio, enviadas desde la Academia Militar de Fort Benning, en Georgia, y pertenecientes a una brigada estadounidense de Asistencia de Fuerza de Seguridad (SFAB por sus siglas en inglés), con la supuesta tarea de ayudar en labores de control del narcotráfico, y sin la respectiva consulta al poder legislativo, es una escena más de las de nunca acabar. En el año 2009, por ejemplo, el gobierno colombiano y el estadounidense firmaban un acuerdo para el uso permanente de siete bases militares en Colombia, qué si bien fue formalmente anulado por la Corte Constitucional, por no pasar por el filtro del congreso, no impidió la presencia de los soldados del país del norte, que incluso fueron acusados de violaciones de menores. Desde el réspice polum (mirar hacia el norte) como doctrina de la política internacional colombiana, formulada en el gobierno de Marco Fidel Suárez al finalizar la primera década del siglo XX, hasta hoy, los gobiernos disputan por cuál de todos muestra una mayor obsecuencia hacía el poder estadounidense, en acciones repetitivas que no parecen agotarse. El gobierno actual llegó al extremo de adjudicar la victoria de nuestras luchas independentistas a los “padres fundadores” de la nación gringa, en una muestra de total analfabetismo histórico y de sumisión que superó todo lo anterior.
La financiación de las campañas políticas es otro de los hechos que hace parte de la feria nacional de reincidencias. El escándalo del llamado proceso ocho mil por la financiación de la candidatura de Ernesto Samper (hermano y tío de los humoristas nombrados al comienzo) con dineros del narcotráfico, y la entrada ilegal de recursos en la segunda campaña de Juan Manuel Santos, proporcionados por la firma Odebrecht, son tan sólo una muestra de los casos más recientes, que tienen su prolongación en los “mil paquetes” de los que hablan alias el Ñeñe Hernández y “Caya” Daza, en la consecución de fondos ilegales durante la candidatura del actual presidente. El elefante de los recursos fraudulentos es paseado por los salones de las sedes de las campañas y siempre a espaldas de los candidatos, a los que ni la sanción social les llega.
El 27 de marzo, la Comisión Nacional de Crédito Agropecuario creo el programa Colombia Agro Produce por un valor de 226 mil millones de pesos, para aliviar la situación crítica de los campesinos por efecto del confinamiento, que Finagro terminó entregando a los grandes empresarios del campo a los que adjudicó, según la Contraloría, el 94%, dejando tan sólo el 4% para medianos y el 2% para los campesinos. El Ministro de Agricultura está siendo investigado, en una réplica fiel del escándalo de Agro Ingresos Seguro, por el que fue condenado Andrés Felipe Arias, conocido como uribito, a poco más de 17 años de cárcel, y en el que también fueron desviados recursos de los campesinos hacía los latifundistas, en un valor cercano a los 27 mil millones de pesos.
Para finalizar esta provisoria muestra de extrañas coincidencias y replicaciones, recordemos que en el 2005 el embajador del gobierno Uribe en la república de Chile, Salvador Arana, tuvo que renunciar por lo que, en ese momento, eran fuertes indicios de su pertenencia al narcoparamilitarismo, demostrada posteriormente, y veinticinco años después el embajador del gobierno de Iván Duque en la república del Uruguay, Fernando Sanclemente, debe renunciar también porque encuentran en una finca de su propiedad un laboratorio para procesar cocaína. Pero, como cosa curiosa, en su hoja de vida figura el haber sido director de la Aerocivil, y da el caso que el padre del Iván Duque actual, cuando era gobernador de Antioquia, tuvo que quejarse ante el presidente de la época porque el director de la Aerocivil de entonces, le había entregado una licencia a un tal Jaime Cardona para operar la ruta aérea Medellín-Turbo, perteneciendo, el tal Cardona, según el Iván Duque de esa época, al mundo de la ilegalidad. Pues bien, da la casualidad que el director de Aerocivil de aquellos años es el jefe político del actual Iván Duque, y fue el presidente nonimador de Arana. Seguramente para que nadie hable de infidelidades ideológicas, era necesario repetir la historia. Juguetón es el destino.
¿Seguiremos permitiendo que el país, como en un salón de espejos, siga repitiendo su torcida imagen de forma indefinida? Una esperanza apareció con el movimiento social masivo del último trimestre del año pasado, cuyo impulso es necesario recobrar, sobrepasando las limitaciones del confinamiento. La crisis debe ser superada para un cambio positivo de los grupos subordinados, pero eso será así si la movilización es contundente y pronta.
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