La sangre se pone marrón con el tiempo. Las revoluciones no. Trapos sucios cuelgan en una esquina de la plaza, las últimas prendas usadas por los mártires de Tahrir: un médico, un abogado, una joven mujer, sus fotos esparcidas sobre la multitud, la tela de las remeras y los pantalones manchados del color del barro. Pero ayer la gente honró a sus muertos de a decenas de miles en la mayor marcha de protesta jamás reunida contra la dictadura del presidente Hosni Mubarak, gente alegre, transpirando, empujando, gritando, llorando, impaciente, temerosa de que el mundo olvide su coraje y su sacrificio. Nos tomó tres horas abrirnos camino hacia la plaza, dos horas para hundirnos en un mar de cuerpos humanos para irnos. Por encima nuestro, un fantasmagórico fotomontaje se sacudía con el viento: la cabeza de Hosni Mubarak superpuesta sobre la terrible imagen de Saddam Hussein con una soga al cuello.
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