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La mafia no creó un ‘nuevo’ país. Reforzó el de siempre

Los rasgos mafiosos de la cultura del ascenso a ultranza en la sociedad colombiana no son ajenos al modelo de la élite económica. El dinero ‘sucio’, elemento definitorio del lavado de dólares, lo es en la medida en que no se ajusta a las prácticas legales, pero paulatinamente se torna ‘limpio’ y de todas maneras se incrusta como parte de la estructura de propiedad, mediante la bancarización y actividades paralelas a lo legal.

Finalizando el mes de julio, la prensa colombiana le daba un despliegue moderado al eco que Vivian Morales, fiscal general de la nación, le hacía a la estimación del monto del lavado de activos, que la Unidad de Análisis Financiero (UIAF) sitúa en alrededor de ocho mil millones de dólares anuales. El pronunciamiento tuvo lugar con motivo de la inauguración del XI Congreso Panamericano de Riesgo de Lavado de Activos y Financiación del Terrorismo, que patrocinó Asobancaria.

Lo primero que llama la atención es la pretensión de dar por hecho que la consecuencia directa y el mayor peligro del lavado de dinero, y en general de activos, es precisamente la financiación del terrorismo. Como si introducir dinero en el flujo financiero legal, que ese es el significado más común de lavar activos, fuera una condición necesaria para las transacciones de los grupos armados que atacan el orden establecido. Las operaciones en efectivo o incluso el trueque, según la prensa misma y las oficinas de seguridad de los gobiernos, no son operaciones ocasionales en ese tipo de comercio, y, si aún lo fueran, hablar de “financiación” a través del llamado blanqueo es por lo menos inexacto, pues el dinero bancarizado sería tan solo el medio de la transacción, no el de apalancamiento del gasto. Pero, ¿qué sentido tiene estimular la confusión?

Es claro que no todo capital que circula de forma ilegal es igualmente tratado y perseguido. Es decir, la ‘suciedad’ del dinero tiene grados distintos y apunta más bien a definir al tenedor. Porque, y ahí tenemos la primera confusión, los capitales pueden ilegalizarse desde su origen (verbigracia, los obtenidos en el tráfico de sustancias prohibidas) o en el momento de su traslado (si se trata, por ejemplo, de capitales huidos de cierto país para evitar el pago de acreencias por una quiebra). Estos últimos reciben normalmente la bendición del sistema financiero receptor y no se consideran peligrosos. Igualmente sucede con las fortunas de aquellos políticos tercermundistas (habidas a costa de los tesoros públicos) cuyas actuaciones han seguido los compases de los países del centro (1). O de políticos y empresas de los países desarrollados que evaden impuestos trasladando sus fortunas a los paraísos fiscales (los bancos suizos acordaron este 10 de agosto pagarle al gobierno alemán más de 2.500 millones de dólares en compensación por las pérdidas de impuestos).

Se considera dinero sucio, entonces, a una parte del producido en ciertas actividades, como el tráfico de estupefacientes o el contrabando, en el que los actores están enfrentados abiertamente con el establecimiento, por las razones que sea, siendo la actividad que lo produce el último motivo de persecución que sufren los capitalistas que lo amasan. Relacionar lavado de activos con terrorismo, como preocupación central, nos conduce a las verdaderas razones de la persecución de ciertos capitales: El poder, en general, y la guerra en particular.

Poder, guerra y ‘dinero sucio’

“Conforme aumenta la ganancia el capital, el capital se envalentona. Asegúresele un 10 por 100 y acudirá adonde sea; un 20 por 100, y se sentirá ya animado; con un 50 por ciento, positivamente temerario; al ciento por ciento es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300 por 100 y no hay crimen al que no se arriesgue, aunque arrostre el patíbulo. Si el tumulto y las riñas suponen ganancia, allí estará el capital encizañándolas” (2), podemos leer en una cita de pie de página del famoso capítulo sobre la acumulación originaria, en el que Marx muestra cómo la imposición de la modernidad no fue una idílica postal de amor sino un serie de sucesos altamente violentos.

Ganancia y sangre han estado hermanados, salvo para los más miopes, que quieren ver en la guerra y la depredación apenas excepciones. La fase actual de acumulación no es ajena a ello, por lo cual se puede afirmar que el capitalismo siempre ha sido gore (del horror, se pudiera leer) (3), y que la lógica de la competencia, y por tanto del vencedor, ha ido siempre más allá de los símbolos.

La piratería, el esclavismo y en general las prácticas del colonialismo viejo y el nuevo no han sido marginales en los procesos de acumulación del capital. El lado opaco de esa acumulación ha sido y sigue siendo estructural, por lo que las formas de circulación de tal capital también tienen que adquirir formas subterráneas pero permanentes. El manejo de la seguridad externa y la represión interna de los Estados es otro elemento que induce, por principio, a lo clandestino, pues operaciones de fuerza encubiertas se traducen necesariamente en presupuestos, finanzas y circulación oscura de recursos (¿se puede creer, acaso, en una mínima corrección en el manejo de las recompensas por delaciones, de por sí asunto grotesco y secreto?).

No es gratuito que el gobierno de la ‘seguridad democrática’ en Colombia, sólo un año después de concluido, enfrente toda clase de escándalos de corrupción. De tal suerte que el lavado de activos no es exclusivo de particulares que delinquen, como excepción, sino que es parte también de lo sistémico-institucional.
No deja de ser singular que por la misma época en la que los gobiernos de Estados Unidos acuñaran el lema de “guerra a las drogas” se apoyaran primero en Ngo Dinh Diem, y luego en Nguyen Van Thieu, traficantes de opio, como gobernantes de Vietnam, en un intento por evitar la instauración de un régimen socialista. Igualmente, hoy día, el apoyo dado en Afganistán a muchos señores de la guerra, incluido el asesinado hermano del actual presidente, Hamid Karzai, también traficante de opio, es muestra clara de que negocios son negocios y que ‘negrear’ ciertos dineros, según expresión racista al uso, es más una cuestión de conveniencia que otra cosa. El dinero es sucio si patrocina a mi enemigo y limpio si me es funcional, parece ser la verdadera enseña de quienes hipocráticamente confiesan preocuparse por la transparencia de las operaciones financieras.

Algunas cifras de la ilegalidad en Colombia

Las declaraciones de la Fiscal colombiana fueron acompañadas de la tradicional cantinela sobre los efectos negativos de los “dineros mal habidos”. Se repitió que la economía se afecta por la inflación y la producción nacional termina perjudicada por el contrabando que genera el lavado de activos de la economía ilegal, agregándose el también trajinado tema de los efectos ambientales. Todo no pasa de ser medias verdades que ocultan más de lo que muestran, pues contrasta con la sedicente preocupación algunas de las cifras de nuestro principal renglón de la economía ilegal: la producción y tráfico de cocaína.

En primer lugar, si se mira el área del cultivo de hoja de coca, sorprende su reducido tamaño de 62 mil hectáreas (que incluye cinco mil hectáreas de la estimación de cultivos de menos de un cuarto de hectárea, no detectados en las imágenes de satélite) (4). Eso significa que los cultivos de coca ocupan sólo el 1,2 por ciento del área agrícola y el 0,1 del área agropecuaria. Y si los comparamos con el área sembrada del principal producto agrícola de exportación, el café (880 mil hectáreas), la coca ocupa un área igual al 7 por ciento.

Según el Monitoreo de Cultivos de Coca 2010 (5), a la producción de la hoja y sus operaciones básicas de poscosecha se encontrarían vinculados 63.660 hogares que suman unas 310 mil personas, de las cuales –si aplicamos la tasa de participación global de la fuerza de trabajo empleada en el campo– 183 mil aproximadamente constituirían la fuerza laboral ocupada en este tipo de tarea, es decir, el 4,2 por ciento de la fuerza de trabajo total rural, estimada en 4.325.000 trabajadores. Estas cifras indican que la base física de la producción de la base de coca es bastante reducida, no así el valor de la producción, ya que, para seguir con las comparaciones, la cocaína cuadruplica los ingresos de divisas por café, que en 2010 sumaron 1.884 millones de dólares.

Pese a ello, de ser acertadas las estimaciones de la UIAF, los ocho mil millones de dólares del lavado de activos equivalen al 3 por ciento del PIB, lo que indicaría que Colombia se encuentra dentro de la media, ya que, según el Fondo Monetario Internacional, esa actividad ilegal ha fluctuado, desde 1998, entre el 2 y el 5 por ciento del PIB mundial. Los ingresos de las actividades fuera de la ley representarían el 12 por ciento de los ingresos totales del país por fuentes diferentes de préstamos, y su monto sería muy cercano al de la inversión extranjera directa, por lo que achacarle un papel central en la inflación es por lo menos discutible. Menos lo es deducir que la producción de la droga refuerza un modelo que termina por consolidarse desde finales de la década de los 80 del siglo pasado: una economía rentista con una muy baja intensidad de fuerza de trabajo por unidad de valor.

Otro lugar común que se esgrime es que las siembras de coca y la producción de base de clorhidrato de cocaína son la causa principal del daño a los ecosistemas. En ese aspecto, se debe resaltar que –según datos del mismo informe de Unodc– entre 2001 y 2010, por efecto de la instalación de plantaciones de coca, se deforestaron 222.639 hectáreas. Por tanto, si consideramos que en el país se deforestan 350 mil hectáreas por año, sólo el 6,3 por ciento sería explicado por el cultivo ilegalizado. Sin quitarle importancia al hecho de que se debe frenar cualquier causa de daño a los ecosistemas naturales, es claro que, si se quiere proteger el ambiente natural, no es con las aspersiones a las siembras ilegales por donde se debe comenzar. La potrerización y el impulso a la ampliación de la frontera agrícola mediante la colonización tampoco fueron invento de la industria de la cocaína.

¿Quién imita a quién?

Dentro de los múltiples debates baladíes en los que se enfrascan nuestros columnistas, recientemente se disputaba sobre si realmente había o no una narcocultura. En otras palabras, si el peso mediático y económico de los barones del narcotráfico había creado o no “nuevos valores” y si la etapa de lo que algunos llaman “uribato” fue una muestra de ese cambio en el imaginario social.

La violencia del lenguaje y de los hechos se ha querido ver como una de las características de esas nuevas condiciones. Sin embargo, se olvida que el país no tuvo que esperar a que apareciera la producción y la comercialización de cocaína para que fueran asesinadas 300 mil personas en poco más de dos décadas, en la llamada “época de la violencia”, como mecanismo del despojo y la alienación política.

Un aspecto más que se señala es el de la ostentación, que tampoco lo inventaron los narcos, pues el consumo extravagante es propio de todos los grupos de poder que quieren marcar distancias, y, si se argumenta sobre la estética del gusto, bastarán algunas diferencias en el grado de sofisticación. ¿Acaso no han señalado nuestros urbanistas ridiculez de los tejados en V invertida que, para evitar el peso de la nieve sobre los techos, fueron la constante de las viviendas de las clases altas en la Bogotá de principios del siglo XX? El esnobismo y el arribismo de nuestras acomplejadas élites tradicionales ya ha sido motivo de reflexiones sociológicas que muestran que la llamada narcocultura no es más que una práctica, a lo sumo exacerbada, de comportamientos típicos de la crema tradicional colombiana (6).

En ese mismo sentido se debe entender el padrinaje y el madrinaje, que derivan en el gamonalismo asistencialista tan propio de nuestra provincia y nos obliga a poner en el mismo plano, así se revuelvan algunas buenas conciencias, el “Medellín sin tugurios” de Pablo Escobar, la Fundación Santo Domingo y Pies Descalzos de Shakira. Aunque en este caso es justo reconocer que no se trata de una actitud exclusiva de nuestros ricos, pues ¿no han sido el paternalismo y las filantropías unos recursos clásicos de legitimación de los grupos dominantes frente a las clases subordinadas?

La tierra, como instrumento de distinción, dominación política y mecanismo de materialización de los excedentes, ha sido una constante de nuestra estructura político-económica, en la que la economía ilegal únicamente ha sido la última invitada. La permanencia de la acumulación por desposesión, como forma central de la consolidación de los capitales, no es más que una prolongación de un modelo de vieja data. Es bueno, entonces, remarcar que, antes que los barones de narcotráfico armaran sus ejércitos y los pusieran al servicio del Estado bajo la modalidad de paramilitarismo, desde el siglo XIX, en el campo colombiano, la propiedad y el poder político vienen disputándose en guerras en las cuales a los campesinos les cabe sólo el papel de soldados-peones.

Cuando se quiere presentar la actual situación de valores y violencia como algo nuevo, se busca esquivar que los narcotraficantes y los narcopolíticos representan a la perfección la colombianidad, exaltada por los medios masivos de comunicación e inculcada en todos los espacios de replicación de la cultura (la familia y la escuela, en lo esencial), en que la violencia y el timo son signos de distinción. Son, por consiguiente, los narcos quienes imitan a las clases dominantes tradicionales, y no lo contrario. Es decir, la producción y el tráfico de narcóticos asumen el mismo modelo de “hacer negocios” que las élites vienen imponiendo por siglos en el país. No es difícil concluir, entonces, que el arraigo de la economía de los narcóticos tuvo lugar porque encontró un ambiente adecuado en lo cultural y lo político, donde se incubó adecuadamente.

Pero si se quiere buscar un aspecto que distinga la actual situación, llama la atención la aparición de nuevas élites locales, que hoy les disputan el poder político a ciertos grupos tradicionales de la provincia, y que tienen en el origen de sus fortunas más de un interrogante. Pues, independientemente de que el estilo y las prácticas sociales y políticas de los nuevos gamonales hayan sido aprendidas de aquellos a quienes le disputan el poder, no es menos cierto que están en una etapa de legalización y legitimación, y que aspiran a reivindicar su derecho a la inserción y el reconocimiento social en los espacios de decisión, algo que los hace potencialmente conflictivos.

Que incluso hayan alcanzado representación nacional y se sintieran interpretados en los ocho años del gobierno anterior, los ubica en un pulso con los grupos tradicionales de la esfera política nacional, que ha obligado a estos últimos a desmarcarse de un contexto que patrocinaron y sintieron que se les salía de las manos. El nuevo Frente Nacional, que de hecho hoy se ha conformado, parece indicar quienes serán los ganadores; y que ciertos grupos alternativos terminen repitiendo que lo fundamental ahora es rescatar la moral en la política y las buenas costumbres hace pensar que la verdadera estructura del poder seguirá oculta por más tiempo.

Causa extrañeza por qué, pese a la victimización de los sectores subordinados, éstos consienten en buena medida un modelo de depredación que casi siempre los encuentra del lado perdedor. Y si bien es cierto que la población ha sido aterrorizada en diversas formas, el papel que juegan el periodismo y la academia, mediante la banalización y el ocultamiento de la situación, apoyados en razonamientos justificadores, es un aspecto al que difícilmente se le dará el peso que tiene, por la ausencia práctica de pensamiento crítico en esos espacios.

Quizá quede el consuelo de que el simplismo de los argumentos no es privativo de nuestros analistas, pues el director ejecutivo de UNODC, Antonio María Acosta, al referirse a la llamada guerra de carteles en México y su secuela innumerable de muertos, se dio el lujo de afirmar: “Esta pelea es una bendición para América, debido a que es el resultado de una escasez de cocaína que causa menos tasas de adicción, precios más altos y menor pureza en las dosis”. ¿Queda duda acaso, después de leer esto, de que, cuando se reflexiona desde principios interesados, se pierde toda sindéresis? La lógica de la depredación es la del sistema, y por eso el capitalismo tendrá siempre, necesariamente, tanto en su lado legal como en el ilegal, su marca de violencia. La necrofilia siempre lo ha acompañado, y, hasta cuando se sustituyan sus principios, la muerte no perderá su condición mercantil.

1         Se estima que más de un billón de dólares (un millón de millones) de los países periféricos se depositan en los llamados paraísos fiscales.
2         Marx, Karl, El capital, primer volumen, P.646, FCE, 13 edic., 1977.
3         La autora mexicana Sayak Valencia ha publicado recientemente un libro titulado Capitalismo Gore, en el que denuncia la mercantilización de la muerte y su conversión en estética del consumo. Sin embargo, sin desconocer algunas particularidades de esta nueva etapa, el capital, como régimen basado en la competencia, siempre ha hecho del derrotado, del “tirado en la arena”, un objeto de exhibición de los vencedores y una búsqueda del reconocimiento social.
4         Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (UNODC) y Gobierno de Colombia, Monitoreo de Cultivos de Coca 2010.
5         Ver la cita anterior.
6        El profesor Gabriel Restrepo, en su ensayo La esfinge del Ladino: El Iconoclasta y los Imaginarios, publicado por el Instituto para el Desarrollo y la Democracia Luis Carlos Galán, en 1994, muestra el origen de muchas de estas características.

*Integrante del Consejo de Redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.

Información adicional

Primer año de Santos: Giros en la continuidad.
Autor/a: Álvaro Sanabria
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