La Alcaldía Mayor de Bogotá acaba de anunciar la creación de Centros de Atención Médica para Adictos a las Drogas (CAMAD), como estrategia para reducir el crimen y el microtráfico en la capital. Es decir, la idea tiene, en primer lugar, una motivación en las estrategias de seguridad ciudadana. No obstante, gran parte de las respuestas críticas a la medida, más que el enfoque de seguridad, han retomado el tema de las políticas sobre el uso de drogas. Y ahí radica uno de los primeros problemas que debe enfrentar la administración de Petro: la medida, sin lugar a dudas, tiene una conexión en dos niveles de problemas que se deben tratar con mucho detalle: un tema de salud que se intercepta con un problema de seguridad.
Una de las falencias que aparecen a primera vista en el anuncio de los CAMAD es la ausencia de una política de drogas que el Distrito está en mora de asumir. El sólo anuncio de los centros propuestos es de por sí un hecho que debiera estar subordinado a esa estrategia que aún no se presenta. Es decir, lo instrumental, lo secundario, ha pasado a ser percibido como aspecto central de la estrategia, con lo cual se distorsiona la complejidad del problema y de las políticas que se deben elaborar. La naturaleza de la medida, para bien o para mal, se convierte en primera plana en los medios de comunicación. Pero muy pocos se han hecho preguntas más importantes: ¿Cuál es la estrategia en la que se enmarca la iniciativa de los CAMAD? ¿Tiene el Distrito una concepción del problema como resultado de un proceso de investigación y reflexión serio y coherente? ¿Por qué el Alcalde presenta en sociedad los CAMAD antes que su estrategia sobre drogas?
Empecemos por los cuatro pilares que debiera contemplar una estrategia de drogas para el Distrito:
– Una estrategia de prevención.
– Una política de tratamiento.
– Una política de reducción de daños.
– Una estrategia de prevención de la violencia y el delito asociados a las drogas.

Como se ve, los CAMAD contienen elementos de tercero y cuarto pilar. Pero los Centros no tienen sentido ni futuro si no se enmarcan en un contexto de política como la que se propone. Adicionalmente, cada estrategia debe ser el resultado de unos procesos de acumulación y sistematización de conocimiento, con equipos interdisciplinarios y estrategias referidas a espacios específicos. No es lo mismo hacer prevención dirigida a centros carcelarios, colegios de secundaria o para eufemísticamente llamados ‘habitantes de la calle’. La especificidad de los contextos culturales, territoriales o de actores cambia los mensajes y las posibilidades de comunicar con acierto a cada uno de ellos.
De igual manera, los contextos problemáticos de los mencionados ‘habitantes’, por ejemplo, demandan procesos de tratamiento que se deben articular a otras estrategias complejas de atención social a la exclusión de que son objeto, a la inserción en organizaciones que posibiliten su afirmación como individuos, a la mejora de su autoestima, a la solución de necesidades básicas, etcétera. Es decir, como ya se puede ver, los CAMAD son un aspecto mínimo del problema, comparado con la complejidad de políticas, programas, recursos que de manera integral pudieran incidir en una eficaz estrategia de sostenibilidad de las políticas, que buscan implementarse para atender los problemas asociados al uso problemático de drogas.
Continuando con los ‘habitantes de la calle’, el tratamiento en términos de salud para los adictos demanda un conocimiento riguroso de los tipos de drogas que se consumen, los contextos culturales del uso y los problemas sociales en el interior de los grupos en que conviven. Cada tipo de drogas exige una especificidad de tratamientos. En unos casos hay avances ya conocidos, como ocurre con la heroína, pero no en otros, como con el basuco o el crack, y en general los derivados o relacionados con la cocaína. Es ingenuo creer que con el suministro de ansiolíticos se puede manejar el problema. La carencia de investigación de base sobre el uso problemático de las formas más impuras de la cocaína es un factor limitante que sólo se puede resolver con la acumulación de una masa crítica de conocimiento que aún está por desarrollarse.
En este punto, entre otros, la política distrital de drogas se debe articular a políticas nacionales, que también están en mora de promover más investigación que trascienda las encuestas de prevalencia de uso: hay un acumulado de conocimientos (todavía no sistematizado) en ONG que desarrollan procesos de prevención y rehabilitación con aquellos habitantes; hay asimismo entidades locales que desarrollan procesos de manejo de problemas asociados al mercado de drogas; también, centros de investigación en universidades públicas que, por falta de presupuesto, no pueden adelantar procesos de investigación básica sobre sustancias de origen natural y sobre drogas de laboratorio, etcétera.
Todo ese saber se debe volcar sobre políticas públicas de manejo de usos problemáticos. Este es uno de los problemas que enfrentará la implementación de la ley 1566 de 2012, que declaró la adicción como una enfermedad y, como tal, se debe tratar desde una perspectiva de salud. Es decir, no estamos ante un problema de una administración local como la de Bogotá sino ante unas carencias que afectan al conjunto de la política de drogas en Colombia.
Los CAMAD deben ser concebidos como una oportunidad para que las autoridades tengan un contacto directo con los adictos. Por tanto, aquellas deben tener adecuadas estrategias de tratamiento, junto a procesos de coordinación con entes que desarrollan políticas públicas complementarias para zonas de exclusión social grave. Los CAMAD son una ocasión para conocer el tipo y la calidad de las drogas que usan los adictos, y a partir de ahí desarrollar eficaces estrategias preventivas; en el largo plazo, tal conocimiento se vuelve un soporte para pensar seriamente en cómo desarrollar el suministro de sustancias que, teniendo efectos similares a los buscados por los usuarios, disminuyan considerablemente los graves daños a la salud (hepatitis B, VIH, etcétera) que generan los psicoactivos controlados por grupos de crimen organizado. En este punto, las estrategias deben ser pensadas buscando sacar del mercado a esas estructuras, que se lucran de la prohibición a costa del deterioro creciente de la salud del usuario, manipulando irresponsablemente esas sustancias; en forma adicional, incidir sobre procesos de violencia o criminalidad asociados a tales mercados. Este es un ejemplo sobre la integralidad de aspectos que debe contener una estrategia consistente.
De otro lado, la iniciativa de la Alcaldía se debe inscribir en el debate internacional sobre políticas de drogas y, más aún, haciéndola parte del núcleo de países, dirigentes y expertos que pretende ir más allá de la retórica sobre el fracaso de la prohibición, apostándoles a manejos alternativos ante un problema cuyo tratamiento desde la opción de la represión y la criminalización, luego de un siglo, no da respuestas efectivas a los graves problemas de salud y violencia asociados al control territorial de grupos criminales. La construcción de opciones –si bien tiene mucho de ensayo y error– debe apropiarse del camino ya recorrido por otros países y que han mostrado éxitos en la disminución de los daños asociados a las drogas y también a las políticas prohibicionistas. La construcción de una política de regulación tiene hoy soportes ya validados, pero se sabe que se requiere mucho más. Y la iniciativa del Distrito es una oportunidad para ir muy lejos si se sabe definir una estrategia que se proyecte en el mediano y el largo plazo.
Los modelos de regulación en Colombia se deben asumir desde la especificidad del uso de psicoactivos y además enfrentar puntos grises como son la producción y la distribución de los mismos. Este aspecto es el menos analizado y debatido en las discusiones de hoy sobre el tema. El enfoque de las drogas como fuente de financiación de los grupos armados concentra las decisiones sobre producción y tráfico en los últimos 12 años. Pero no está pensado en el marco de una política con perspectiva integral dirigida a reducir daños y riesgos, no sólo de las sustancias sino igualmente de las propias políticas. Algo de esto se insinúa en la iniciativa de la Alcaldía de Bogotá, pero debe ser mucho más analizada y fortalecida con base en evidencias científicas. Es decir, se requiere conocer y actuar sobre la base una ética de la responsabilidad como respuesta adecuada a las opiniones y los conceptos emitidos desde la pura convicción.
En ese contexto, se necesitan estrategias de comunicación que ayuden a crear una opinión informada que entienda –más allá de los temores que inculcan las actuales imágenes y los mensajes que promueven los entes estatales y multilaterales– que el problema puede llegar a un manejo tal que disminuyan los daños y los riesgos que provocan los psicoactivos (legales e ilegales) y las actuales políticas de control.
El contexto de la producción y la distribución se entrelaza con organizadas estructuras ilegales; es decir, se intercepta con la política de seguridad, ámbito en el cual ya hay un acumulado exitoso en el Distrito pero que también demanda decisiones específicas, asociadas al mercado de drogas. La idea de romper la competitividad de aquellas organizaciones por la vigencia de un marco prohibicionista es uno de los dilemas por enmarcar en las decisiones sobre la eventual responsabilidad del Estado en esos niveles del circuito ilegal. Aquí es donde se inscribe también la iniciativa del presidente Mujica en relación con la marihuana en Uruguay. Por eso, la política que se propone para Bogotá se debe retroalimentar con otras experiencias internacionales que buscan resolver las limitaciones de las políticas flexibles que hoy se aplican en Holanda y varias ciudades de Europa. No obstante, cuando se trata de sustancias como el basuco o derivados de gran impureza de la cocaína, el reto es mayor porque en otras latitudes no hay todavía experiencias exitosas en estas materias. Un buen diseño de política puede llegar a convertirse en fuente importante de conocimiento para estas sustancias, lo cual haría de Bogotá un centro de experimentación que les aporte resultados interesantes a diversos países y ciudades del mundo. La apuesta es riesgosa pero pudiera constituirse en un saber efectivo, aplicable en otras latitudes. Visto desde ahí, es un riesgo que vale la pena correr.
Ricardo Vargas M., sociólogo, investigador asociado del Transnational Institute TNI.
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