La organización Global Languaje Monitor, entidad norteamericana que periódicamente publica listados sobre tendencias en los medios de comunicación, luego de un voluminoso estudio estadístico consideró que el hecho noticioso más destacado de la primera década del siglo XXI es el acelerado crecimiento económico de la República Popular China y su consolidación como potencia mundial.
Sin embargo, detrás de ese hecho, evidente a todas luces, se esconden aspectos que hacen del suceso un acontecimiento que ilumina los límites de nuestra época, frente a los cuales se quiere cerrar los ojos. En primer lugar, la recuperación de la primacía oriental, en cuanto a los volúmenes totales de producción material, no es más que el regreso a lo que es históricamente la condición normal. En efecto, como lo refiere en su libro póstumo (Adam Smith en Pekín) el economista y sociólogo italiano Giovanni Arrighi, hasta 1850 el PIB combinado de Japón y China más que duplicaba el sumado de Estados Unidos y Gran Bretaña. La situación se invierte tan solo después de 1870 y alcanza su máxima diferencia, a favor de la dupla anglosajona, en 1950, año a partir del cual comienza a cerrarse nuevamente la brecha, primero con el resurgir de Japón y luego con el de China a partir de los 80 del siglo XX.
Pues bien, la segunda década del siglo XXI parece destinada a cerrar un ciclo de excepción en que los países anglosajones, pese a su desventaja poblacional, fueron capaces de generar más producto total que los del suroriente asiático. Y si sobre la previsión del suceso existe prácticamente un consenso unánime, ello se debe a que las probabilidades de que continúe la tendencia de un crecimiento mucho más robusto en China que en los demás países está asentada en condiciones estructurales muy sólidas. En ese sentido, con una visión histórica de largo plazo, el período que arranca en 1870 y amenaza con cerrarse en la década que apenas comienza será visto como una anomalía de la historia en que la piratería anglosajona logró imponerse por un período muy breve (con una dosis significativa de violencia, que arranca con la primera guerra del opio en 1839) al resto del mundo, y en forma particular a las grandes potencias demográficas del sur de Oriente.
Límites del comercio internacional
Desde el surgimiento mismo del capitalismo, el comercio internacional aparece como aspecto central de su desarrollo. De allí que los primeros pensadores mercantilistas, en el siglo XVII, consideraran la balanza comercial superavitaria como instrumento básico del enriquecimiento de las naciones. Sin embargo, es el argumento de Adam Smith de que existe una relación entre el tamaño del mercado y el grado de división del trabajo, y de que la productividad depende de ésta última, lo que le da sustento teórico y justificación técnica a la búsqueda del sometimiento del mundo como tarea plausible por las potencias capitalistas. Posteriormente, comenzando el siglo XIX, la obra teórica de David Ricardo, con la formulación del concepto de ventaja comparativa (es decir, del principio según el cual los países deben limitarse a producir sólo aquellos productos para lo que son más eficientes e importar los demás) coronará la justificación del comercio internacional y sancionará las imposiciones del mundo anglosajón en cuanto al destino de los recursos de las demás naciones. De allí que el fenómeno de la globalización de finales del siglo XX pueda considerarse novedoso únicamente si se ignora el marco general en el que tiene lugar el desenvolvimiento del capital. Ello no debe ser razón para olvidar que el intento final de convertir al planeta en un mercado uniforme y único, así como de imponer una división internacional del trabajo profundizada, fueron metas de la utopía neoliberal iniciada por las administraciones de Thatcher en Inglaterra y Reagan en Estados Unidos.
Pero la complejidad del mundo económico termina con no pocos efectos indeseables para el mundo anglosajón (por extensión para el mundo desarrollado de Occidente). De un lado, la deslocalización de la producción hacia países con menores salarios tiene como efecto final fortalecer un grupo de naciones de Asia Suroriental que con fuerza creciente se constituyen en bloque de intereses comunes que amenaza seriamente el modelo político de dominación actual; de otro, el desarrollo material que eso implica ha convertido a estos países en grandes competidores en la demanda de materias básicas vitales y recursos energéticos, y dispara considerablemente la demanda de productos primarios en general, hasta el punto de trastornar los precios y las relaciones de oferta-demanda en esos mercados. La imposibilidad del cierre de la Ronda de Doha, en que se discuten las nuevas condiciones que deben regir los intercambios internacionales, iniciada en 2001 y que va para una década de negociaciones, no es más que el efecto visible de que la globalización, como la imaginaba y deseaba el mundo anglosajón, hoy es un imposible. Una división del trabajo en la producción de alimentos, por ejemplo, guiada exclusivamente por la lógica de las ventajas comparativas, se hace inaceptable para muchas naciones, pues, como los países desarrollados lo saben bien, la seguridad alimentaria es base de la seguridad nacional, asunto que los países emergentes ya comienzan a entender. Tan solo gobiernos como los nuestros, con una mentalidad elevademente colonizada, permanecen ajenos a la discusión.
No extraña entonces que la caída de las exportaciones mundiales sea uno de los efectos más visibles de la última crísis. La contracción del -10 por ciento que se estima para el comercio mundial en 2009 (el peor desempeño en los últimos 80 años) no es proporcional al hecho de que el PIB mundial aún mantenga signo positivo, si bien con un menguado 0,5 por ciento. Los resultados para regiones como América Latina se sitúan por debajo del promedio, y la reducción de sus exportaciones, según la Cepal, se ubicó alrededor del -25 por ciento, el peor resultado en 72 años (en Colombia la variación de las ventas externas fue -17%). Los países del mundo desarrollado no escapan de la situación, hasta el punto de que, para el conjunto de los que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), las contracciones han estado cercanas al -7 por ciento (ver gráfico).
El asunto se pudiera ver como consecuencia pasajera de la crisis. Pero aceptar ese argumento sería simplista, no sólo porque en la década que acaba de culminar fue imposible trazar nuevas líneas para el comercio internacional, como lo señaláramos al referirnos a los sucesivos fracasos de la Ronda de Doha, sino además porque los procesos de integración empiezan a mostrar grietas. La situación fiscal y el nivel de deuda de Grecia, España, Portugal e Irlanda amenaza con sacudir a la Unión Europea, el grupo económico que más ha profundizado su integración. Pero lo que es aún más diciente, la deuda de la Gran Bretaña amenaza con perder su calificación AAA, lo que puede significar por primera vez que los compromisos del Reino Unido se consideran con serias probabilidades de impago. Ahora bien, nadie duda de la relación entre comercio internacional, procesos de integración y deuda externa, por lo cual es dable afirmar que comienza a mostrarse en crisis el modelo maniqueo que parte de considerar que aquello que no es librecambio es autarquia y esto último es malo per se, mientras comerciar es en sí un hecho ‘bueno’. Y si bien nadie duda que mucho antes que el capitalismo viera la luz los seres humanos intercambiaban productos, no se puede hacer de ese hecho social una característica antropológica. De hecho, cuando se comenzó a generalizar la práctica del uso de los metales (hace más de cinco mil años), y dado que éstos se distribuyen asimétricamente en la corteza terrestre, se hizo necesario elevar los niveles de intercambio, de lo que no es obligatorio concluir ni mucho menos que, por ello, intercambiar deba convertirse para los seres humanos en un fin en sí mismo, como lo esgrime la ideología dominante.
Es claro entonces que, aún aceptando que la especialización internacional reduce los costos de producción, este no puede ser el único motivo que guíe la selección de los productos que debe producir un determinado país, pues razones como la soberanía, la seguridad e incluso la tradición y la conservación de costumbres deben jugar un papel definitivo. Esto, claro está, no cabe en los modelos econométricos ni en la mentalidad de los librecambistas doctrinarios, pero, dadas las dificultades del modelo actuante, se hace necesario que ante el economicismo rampante se comiencen a esgrimir cuerpos de pensamiento más complejos, y no van a ser ciertamente los economistas convencionales oficiosos quienes asuman la tarea.
Límites físicos de la producción
De otro lado, el planeta ya acusa los efectos de una racionalidad basada en el crecimiento indefinido y que ha hecho de éste un fin en sí mismo. Lo paradójico del asunto es que el resurgir histórico de los gigantes demográficos de Oriente pone en entredicho el sistema que el mundo anglosajón se empeña en ‘exportar’ a todo el orbe. Es muy citada la imposibilidad de extender el consumo de petróleo per cápita de los países desarrollados a los demás, pues, en un ejercicio simple, si se tiene en cuenta que los norteamericanos consumen 25 barriles por persona-año, mientras los chinos consumen apenas dos, y si también se asume que con la racionalidad actual lo deseable (según la lógica consumista dominante) es que los chinos alcancen el consumo promedio de Norte América, ello puede implicar una demanda adicional sólo por efecto del desarrollo chino, de 30 mil millones de barriles-año, lo que significa doblar el consumo, ya que el mundo gasta actualmente 32 mil millones de barriles-año en promedio. Sin embargo, la Agencia Internacional de Energía (IEA), al publicar un pronóstico de aumento de la demanda hasta los 116 millones de barriles diarios en 2030 (42.340 millones al año), es decir, una variación cercana al 37 por ciento, muestra serias dudas sobre la posibilidad de que pueda ser cubierta.
Si a lo anterior le sumamos el agotamiento de otras fuentes de recursos básicos como el fósforo, que, según los especialistas declina desde 1989 (es decir, que desde entonces la extracción supera las reservas), empezamos a entender que el agotamiento de los recursos no renovables deja de ser ciencia ficción y entra en el mundo de las urgencias inmediatas. En este último caso, se pone en cuestión el modelo de la agricultura comercial, que se privaría de uno de sus insumos básicos. Pero si, además del agotamiento, se analizan los ciclos de los materiales, se encuentra que la capacidad de los sumideros comienza a rebasarse. El problema del calentamiento global, cuyo tratamiento fracasó en Copenhague estruendosamente, sólo es uno de los ejemplos que muestran cómo la capacidad natural de reciclaje de la Tierra está siendo ampliamente superada, y que, de no ponérsele coto a la situación, las alteraciones del planeta serán una seria amenaza para la especie humana.
Huida hacia adelante
Los fracasos del cierre de la Ronda de Doha y la Cumbre sobre el Cambio Climático en Copenhague, así como la imposibilidad de reformar el sistema financiero internacional, tienen un elemento en común: la incapacidad del capitalismo de refundarse. Por eso suenan extrañas las palabras del presidente francés Nicolás Sarkozy, en su discurso del 7 de enero de 2010, en que exige un mundo multimonetario, correspondiente según él con un mundo multipolar, y amenaza con la creación de un impuesto transfronterizo europeo al carbono para los productos de importación que no se sometan a las exigencias de la “producción limpia”. Además, en ese discurso se despacha contra “las primas exorbitantes a los operadores de bolsa” (que también causan escándalo en Estados Unidos, pues ocurren luego de los rescates de los bancos con recursos públicos), para rematar declarando que se requiere un “capitalismo de producción y no de especulación”. Y si decimos que suenan extrañas esas palabra es porque desconocen que el problema del carbono en la atmósfera no se reduce a ser solucionado con medidas fiscales, y que las primas pagadas a los corredores de bolsa no son más que el reconocimiento de que la distribución de la plusvalía entre los capitalistas dejó hace rato el camino de los volúmenes de producción y la reducción de los precios, y se centra hoy en los diferenciales logrados en las operaciones de compra-venta de los “activos” y de la producción a futuro, en que priman más los trucos sofisticados de los juegos de azar que la previsión y la disciplina inversora. Y no porque el capitalismo haya olvidado la producción para dedicarse a la especulación sino porque esta última se torna mecanismo de centralización y concentración del capital.
Pero asimismo las palabras de Sarkozy demuestran que una derecha política vislumbra que la etapa en que ahora entra el capitalismo es altamente riesgosa y considera posible regresarlo en el tiempo. Sin embargo, el fracaso en una regulación consensuada, manifiesto en la última reunión del Grupo de los 20, no implica que el capital haya quedado sin cartas para jugar. El monto gigantesco de los rescates financieros evidencia que el músculo del Estado es muy poderoso, y cuando el presidente francés sostiene que la crisis es consecuencia de una “economía no lo suficientemente regulada”, debe entenderse no un regreso al Estado de Bienestar sino un salto al corporativismo, con la democracia parlamentaria como primer obstáculo. No fue mera coincidencia que el fascismo y el nazismo fueran formas políticas que el capitalismo asumió como respuesta a la crisis del 30. Ello no significa que tengamos que reencontrarnos con la svástica o las camisas negras, pero sí seguramente con la cruz de los supremacistas blancos.
El capitalismo está en una encrucijada verdadera y no dudará en tomar atajos que garanticen su continuidad, por lo que los anuncios velados de cierto arte de masas no deben ser tomados tan a la ligera ¿Qué quieren insinuarnos los hermanos Wachowski en su película V de vendetta (2006) cuando ubican a un gobierno totalitario en Inglaterra? ¿O qué James Cameron en su más reciente éxito mediático (Avatar), al señalar la razón corporativa como totalmente inmoral? Quizá comience a descorrerse el velo de la mistificación que asocia democracia con capitalismo (o libre mercado para los más púdicos), y se dé paso a la comprensión de que la salvación del planeta, y por ende de la humanidad, pasa por el desmonte del totalitarismo de la ganancia. La década que se inicia es crucial, pues marcará el norte de la centuria, y éste dependerá en gran medida de si quienes creen que otro mundo es posible son capaces de coordinar sus acciones en el nivel planetario y entienden, después de lo sucedido en Copenhague, que las acciones no se pueden limitar a protestar cada vez que se reúnen los lideres mundiales. Entre tanto, en Colombia la política parroquial sigue girando alrededor de “encrucijadas del alma”, lo cual no es una vergüenza para la derecha pero sí para una izquierda cuyo horizonte la obliga a sintonizarse con el mundo.
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