El “combate contra las drogas” no deja hasta ahora más que un reguero de muertos, sociedades militarizadas, y el fetiche del dinero –corrupción– ensalzado y adorado. Las críticas y los cuestionamientos ante este modelo ganan espacio: tres ex presidentes latinoamericanos insistieron en febrero pasado en un cambio de paradigma. Las premisas de una alternativa a la política prohibicionista se están diseñando cada vez más en el nivel internacional.
En Colombia y buena parte de la región andina del continente, las drogas alucinógenas, en particular la marihuana y la coca, han sido asociadas al crimen. Tal visión implica que en nuestros países, bajo presión externa, se gaste una inmensa cantidad de recursos para perseguirlas y ‘castigar’ no sólo a quienes las producen sino también a quienes las consumen.
Como se sabe, los resultados de tal persecución son cuestionables, lo que nos obliga a interrogarnos e ir más allá de lo evidente. Preguntarnos, por ejemplo: ¿Han tenido siempre las drogas igual connotación? ¿Cómo han sido vistos los consumidores?
Una primera revisión del tema, por ejemplo desde una óptica culturalista, nos muestra que nuestras sociedades se han construido sobre principios moralistas y religiosos que impusieron una visión maniquea de las conductas por seguir. Lo que llamamos droga y que hoy día ha adquirido un sentido peyorativo era un término general para designar a las plantas secas1 de uso medicinal. Antes del siglo XX, la droga circulaba libremente y se utilizaba en muchas culturas y rituales tradicionales, pero también como remedio, alimento o producto recreativo.
En los comienzos del siglo XX se empezaron a fomentar un pensamiento y unas estrategias prohibicionistas, estimuladas y presionadas por los Estados Unidos. Sobre el principio de proteger la salud de los ciudadanos, se diseñaron estrategias y se crearon leyes, convirtiendo en marginados a los consumidores.
Antecedentes y realidades
El organismo que encabezó el movimiento prohibicionista y fiscalizó las drogas fue la Sociedad de las Naciones (antecedente inmediato de las Naciones Unidas, ONU) a partir de 1921, a través de varias convenciones internacionales, la última en vigor desde 1988.
Hasta el día de hoy, la prohibición, animada por un sentimiento de miedo frente al consumo de drogas, fue la posición dominante, aceptada casi que uniformemente, tanto en lo particular (país por país) como en el nivel internacional, política dominante y con dignas excepciones, como es el caso de Holanda, donde el tema ha sido cogido por la cabeza: un asunto de salud pública regulado en su consumo por el Estado.
El leitmotiv del modelo dominante: hay que erradicar el consumo de droga mediante la represión e interviniendo al mismo tiempo la libertad individual, bajo el supuesto del interés general.
Con esta drástica política al mando, sin éxito ante su pretensión de bajar la producción y el consumo de drogas, se generaron externalidades negativas que gangrenan a la sociedad contemporánea. El desarrollo sin precedentes de mafias que manejan más de 500.000 millones de dólares2 ubica la economía de la droga en segundo lugar en el mundo, después de las armas. Prohibir las drogas tuvo como consecuencia automática la elevación de su precio, ya que, por ser ilícita, los traficantes cobran una prima de riesgo, generando así ganancias tan monstruosas que ni siquiera el encarcelamiento produce disuasión. El diplomático e investigador francés Pierre Charasse3 establece sobre el particular diferentes efectos generados por la política prohibicionista, según se trate de países productores, consumidores o de tránsito.
En los países productores, el doctor Charasse insiste sobre la situación muy complicada de los campesinos que se ven obligados a cosechar marihuana, coca y amapola. “En los países productores, la prohibición pone ‘al margen de la ley’ a millones de campesinos pobres que se dedican a la agricultura ‘ilícita’ porque es la única que les asegura un salario mínimo vital […] Son las primeras víctimas de su actividad por ser tratados como criminales (y de a acuerdo a la ley lo son), por ser sometidos a la represión de las autoridades, a graves violaciones de Derechos Humanos, así como a la tiranía del narco”.
En los países consumidores, el problema de la droga no tiene punto de comparación con el de los países productores. “El problema –sigue Pierre Charasse– es social, en que lo fundamental debieran ser las políticas de salud pública, como la toma a cargo de la sociedad de los toxicómanos, la implantación de centros de rehabilitación y de ayuda […]”. Marginalización y precariedad son las consecuencias de la política prohibicionista.
En los países de tránsito, como los de Asia Central o como Rusia, señala que “los efectos de la prohibición son desoladores: violencia, corrupción, y toxicomanía”. Narcoestados, economías infladas por el poder del dinero sucio, políticos corruptos que hacen primar sus intereses particulares sobre los del conjunto social, hacinamiento en las cárceles y presupuestos asombrosos dedicados a la puesta en práctica de la guerra contra la droga. Estos son algunos de los efectos coyunturales y estructurales de esta orientación dominante sobre las drogas.
El costo humano y social también es tremendo: conflictos armados, miles de muertos y de personas desplazadas, de campesinos obligados a sembrar las plantas de las cuales se derivan las drogas, contaminación de ríos y deforestación de lo que antes eran zonas de protección ambiental o parajes rurales sin problemáticas ambientales, etcétera. Los efectos derivados de semejantes políticas prohibicionistas ya no son para probar. Es la realidad que se vive y se sufre día a día: Afganistán y Colombia son los dos países donde se evidencian estas y otras consecuencias, fáciles de percibir, comprobar y denunciar.
Esas políticas prohibicionistas que predominan no impiden la implementación de algunos paños de agua tibia, como la puesta en marcha de iniciativas de carácter social y de salud pública que se dirigen al adicto y el consumidor, proporcionándoles ayuda, concientización e información educativa sobre los efectos negativos del consumo. No se puede despreciar el efecto positivo de tales programas, pero el problema queda intacto en sus entrañas.
Así, ante una problemática que desgarra sociedades; ante un modelo prohibicionista que propicia la muerte de miles de personas cada año, y el encarcelamiento de cientos de otro tanto, el reto para quienes dicen que se preocupan por el presente y el futuro de sus sociedades consiste en extraer lecciones de lo sucedido, sin aferrarse por más tiempo a la aplicación de lo que demostró que causa más daño que la droga misma. ¿O será que algunos Estados y grupos de personas sacan tan grandes provechos de semejante situación que se olvidan de los principios éticos y humanistas sobre los cuales debiera estar fundada nuestra vida cotidiana?
El mundo de los últimos 30 años se ha construido sobre y alrededor de este sistema prohibicionista, que ha terminado por darle cuerpo a un amplio y profundo entramado mafioso, acabando por complicarlo todo. Aparte de los traficantes, otros actores también sacan provecho del dominio de esta estrategia. Se han establecido lobbies muy poderosos, como las industrias farmacéuticas o la de las armas, así como en el nivel de los propios Estados, especialmente con Estados Unidos, que usa la guerra contra la droga para justificar su geopolítica y garantizar sus dominios. El ‘plan Colombia’, la instalación de siete bases estadounidenses en el territorio colombiano, la política que se desarrolla en México, el imperio de la DEA en América del Sur, los ‘premios’ y ‘castigos’ para quienes les abren o cierran sus Estados a su control, son ejemplos de tales estrategias. Hay tantos intereses y en tan variados niveles, que la política oficial prohibicionista parece ser inmutable en la práctica, pero no lo es.
Gabriel García Márquez, testigo en carne propia de la realidad del caso colombiano, llamó a “poner término a la guerra interesada, perniciosa e inútil que nos han impuesto los países consumidores y afrontar el problema de la droga en el mundo como un asunto primordial de naturaleza ética y de carácter político, que sólo puede definirse por un acuerdo universal con los Estados Unidos en primera línea”.
Hacia una legalización regulada bajo una óptica de salud pública
La prohibición no alcanza una meta importante: mermar el consumo de droga. Ante esta constatación, en los cuatros puntos cardinales del planeta se elevan voces de escritores, políticos, economistas, embajadores, médicos, etcétera, que denuncian el fracaso de la política de represión contra las droga. En febrero de 2010, esta propuesta de alternativa tuvo aún más resonancia cuando los ex presidentes latinoamericanos Fernando Henrique Cardoso (Brasil), César Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México) pidieron la legalización de la tenencia de la marihuana para uso personal. El hecho se presentó en el marco de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia.
La legalización regulada habrá de consistir en autorizar el consumo y la venta de drogas mediante el imperio de una autoridad internacional, controlando, además, la producción y la distribución de aquella. El doctor Charasse surgiere, por su parte, “decretar una moratoria inmediata, lanzar una conferencia de revisión de los convenios, exigir la cancelación de las listas incoherentes de sustancias y plantas prohibidas, como la cannabis o la coca, que son tan naturales como la vid o el tabaco, y crecen por todas partes. Un cambio de 180 grados permitiría poner el acento sobre políticas de salud pública de prevención y reducción de riesgos con la ayuda de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Los expertos podrían proponer medidas de acompañamiento para atenuar los efectos previsibles, económicos y financieros, de la caída de los precios y el derrumbe de la narcoeconomía”.
Las Naciones Unidas pudieran ser, según el doctor Charasse, el “foro natural” donde se abra el debate hacia un cambio de paradigma. Pero es indispensable que una legalización regulada de la droga sea compensada por políticas muy rigurosas de salud pública, para evitar un aumento del consumo, por un lado, y por el otro curar a las personas que desarrollen dependencia física. Igualmente, se deberán impulsar programas de reconversión de la producción agrícola en los países productores, dirigidos a los campesinos que viven actualmente del cultivo de plantas básicas para la producción de drogas.
Controlada en parte por los Estados, éstos pudieran establecer un fuerte impuesto al consumo, tal como se hace con el alcohol y el tabaco, y cuyos recaudos se reinviertan en programas de salud pública y de educación, encaminados a crear conciencia en la población sobre sus infortunados efectos.
De legalizarse el comercio de las drogas, ya no se encontrarán las condiciones propicias para el desarrollo de una práctica ilícita, lo que, por ende, deberá provocar la involución progresiva del tráfico de aquéllas. Ello implicará una disminución de la violencia y de las muertes relacionadas con el narcotráfico. Como consecuencia, también habrá de desaparecer la confrontación entre países productores y países consumidores.
Del lado de los consumidores, bajará el número de enfermedades inherentes al consumo, así como el número de muertos por sobredosis, ya que se contará con un producto viable y más puro. Esta reorientación de políticas y esfuerzos debiera de sentirse, en el mejor de los casos, en el desestímulo de fenómenos como la prostitución, la “trata de blancas” y la propia marginalización.
¿Qué efecto fuera previsible con esta reconversión del modelo represivo del consumo de psicoactivos? La escasez de estudios acerca de la importancia de la narcoeconomía dificulta la evaluación del impacto de la legación del consumo en la economía mundial.
Según análisis del economista Luis Jorge Garay, los países productores no fueran los más afectados, toda vez que las ganancias derivadas del negocio de drogas favorecen en su gran mayoría a los países consumidores: los excedentes del narcotráfico se van al sector financiero de los países desarrollados, donde se invierten en los mercados internos de valores, bancos, acciones, sector inmobiliario y ciertos bienes de consumo, encareciendo los precios de todos estos activos e indirectamente de otros. Se pudiera proyectar, por tanto, que la desaparición de este dinero sucio conlleve severas pérdidas en estos sectores, pero también induzca un descenso de los precios artificialmente elevados por exceso de dinero.
El caso de Colombia
Según el Monitoreo de Cultivos de Coca 2008, publicado por la Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), Colombia es el primer exportador de cocaína del mundo, con una producción estimada en el 51 por ciento de la producción global (430 mil toneladas). La industria de la droga cuenta también, en menor escala, con cultivos de amapola y marihuana. Pero, como se plantea en El bazar de las cifras4, hay que ser muy cauteloso con aquellos y no caer en la trampa de la manipulación de datos y diagnósticos. Si comparamos las estimaciones de la ONUDD con los presentados por la embajada de Estados Unidos en Colombia, es evidente que no coinciden.
No es una exageración decir que la situación social, económica y política de Colombia ha sido y está afectada en extremo por la industria de la droga. Su peso es de tal nivel, que hoy se habla de “narcoparaestado”, aglutinante neologismo creado a propósito para este país, y que refleja la imbricación de tres intereses, mientras los únicos actores que debieran manejar el Estado son los políticos, de quienes se espera siempre que sean representantes legítimos del pueblo.
Pero en el caso colombiano ellos no pueden presumir de legitimidad ni de actuar por el interés general. Propietarios, aliados o representantes directos de los dueños de la tierra, como de las grandes fortunas del país, tras la protección de sus inmensas fortunas e intocables poderes, terminaron ‘cruzados’ con los señores de la droga, atizados a la vez por ‘extraños’ intereses internacionales. Así, en un supuesto “todos con todos” y “todos contra todos”, el país vio y sufrió la multiplicación de la violencia y la profundización de poderes regionales y locales, que en el curso de pocos años se transformaron en poder nacional. Los casos de los presidentes Samper y Uribe Vélez son, cada uno con sus particularidades, expresión de esta realidad que es necesario asumir y tratar con una estrategia diferente y con otras políticas.
Ocultando su propósito sustancial, la guerra contrainsurgente, Colombia se transformó en el país prototipo del “combate contra las drogas”. Entremezclando la lucha contra las guerrillas, contra el narcotráfico y contra el consumo personal, la política aplicada en el país para combatir a una u otra ha terminado por darles prioridad a la penalización y la guerra a muerte. Con las puertas abiertas para que los Estados Unidos pongan en práctica todos sus diseños de control y dominio, y bajo la supuesta ofensiva contra las drogas, en una sola década se permitió la implementación del “plan Colombia” y el “plan patriota”, y ahora se habilitan siete bases militares para que desde ellas opere el mayor y más potente ejército del mundo. Pese a todo ello, el narcotráfico no sólo conserva sus dominios sino que además los amplía.
Esa política “antinarcóticos” tiene un inmenso costo para el país. Por ejemplo, los efectivos de sus fuerzas armadas pasaron en pocos años de 300 mil a 430 mil unidades. En 2010, el gasto militar ha crecido hasta llegar al 5,6 por ciento del PIB (sin incluir los recursos estadounidenses para el ‘plan Colombia’), mientras en 2002 alcanzaba ‘apenas’ al 4,6. El resultado de la política al mando les exige una elevada erogación a los más pobres del país: desplazamientos forzados, masacres de civiles, robo de tierras, intensivas fumigaciones aéreas con químicos, contaminación de amplias áreas sembradas con productos de pan coger; multiplicación de enfermedades cutáneas y de otro tipo, sin valoración de su impacto para el futuro de la sociedad colombiana; contaminación de ríos; ocupaciones militares; erradicación de cultivos, sin distinción entre quienes siembran para su procesamiento en gran escala y las comunidades indígenas, que lo hacen para usos rituales y medicinales, y los campesinos pobres que tienen pequeñas parcelas en una economía de supervivencia.
Hasta hoy, la política antinarcóticos estuvo centrada en destruir unidades productoras de droga, pero el 7 de mayo de 2010, el director de la Policía, general Óscar Naranjo, en entrevista con El Tiempo anunció “un nuevo nivel en la lucha contra el narcotráfico”. La estrategia se concentra ahora en el microtráfico y las redes de distribución de los centros urbanos del país. En esta nueva etapa se pretende atacar a las bandas delictivas en las ciudades colombianas, con el propósito de hacer caer la venta de estupefacientes. De ser así, y conscientes de la ineficacia de una estrategia que, en vez de paliar, agrava el problema, se puede concluir que está en marcha una operación para legitimar la ocupación militar urbana, tal como se llevó a cabo en zonas rurales.
La hidra
Un paso atrás. Aunque en Colombia los jueces habían ganado conciencia sobre el sentido real de esta problemática y la manera de enfrenarla, ahora se vuelve sobre territorios ya recorridos. En efecto, en diciembre de 2009 el Congreso de la República –faltando aún una vuelta para su total aprobación– prohibió la tenencia de la dosis mínima, despenalizada por la Corte en 1994. Tal criminalización propiciará mayor represión, empezando por la estigmatización de los drogadictos, como delincuentes y no como enfermos, tal como se debieran considerar. Con esta nueva decisión, ya se verá, las cárceles no darán abasto y las bandas dedicadas al comercio al por menor ampliarán sus dominios y sus ganancias. Mayor control y más dinero circulando debajo de los ojos de la sociedad propiciarán, no es exagerado suponerlo, que la policía y otros cuerpos de control social se verán expuestos a la corrupción y permeados por la misma.
Mientras esto sucede en el interior del país, hacia fuera gana intensidad su discurso que propagandea un pretendido ‘éxito’ de la guerra contra la droga. Pruebas: la permanente capturas de capos, la reducción del área cultivada, la supuesta disminución de la violencia con origen en los narcotraficantes. No se puede negar la primera afirmación, pero lo que sí se puede hacer es relativizar tal éxito, no sólo porque descansa en la operatividad cada vez menos oculta de diversas agencias de los Estados Unidos y otros países en el territorio nacional, sino también porque tales detenciones no significan el fin del negocio y únicamente implican la renovación de sus ‘gerentes’. Al considerar esta realidad, no hay que pasar por alto que la vida útil de un narco está calculada entre 5 y 6 años
Sobre el segundo aspecto, la violencia, el profesor Garay explica que Colombia, comparativamente con otros países que también sufren el narcotráfico, como México, está en un nivel más complejo que la simple corrupción. Habla de “la captura y reconfiguración del Estado”5. “El narcoparamilitarismo ha ido infiltrando y cooptando espacios del Estado en el nivel local, regional y ahora nacional. No se requiere que haya guerra porque ya entraron [sic] en una dinámica de pactos políticos y administrativos avanzados, e incluso con actores legales que ya no implican este grado de violencia. Pero esto no significa que no exista; al contrario, hay formas más avanzadas, con unas consecuencias más graves, en contra de la estructura y la configuración misma del Estado”. Es la penetración profunda del narcoparamilitarismo en las entrañas de las instituciones nacionales.
Por su parte, Francisco Thoumi6 explica que la industria de la droga exige la participación de campesinos, proveedores, vendedores, fiscales, abogados, así como el apoyo de redes y personas con funciones de integración, dominación y representación, a fin de lograr que su industria penetre y corrompa las instituciones. Pueden ser “políticos, policías, guerrilleros, miembros del Ejército, empleados banqueros, parientes leales o compañeros de infancia”.
Los ejemplos de connivencia entre narcotraficantes/paramilitares y políticos son flagrantes. En Colombia son incontables las evidencias. Por un lado, se patentiza con el financiamiento de las campañas electorales a la Presidencia y el Congreso de la República. En las últimas elecciones legislativas (marzo 2010), más de 80 candidatos al Senado estaban en curso investigativo por tener nexos con paras y narcos. Por su parte, las elecciones de 2002 y 2006 dejaron al descubierto el entramado de relaciones y de control regional urdido entre los dos niveles. Ya la campaña del 94 había mostrado tales alianzas. Pero mucho antes se habían conocido hechos como la financiación proveniente del cartel de Medellín. El control de importantes segmentos de la Policía por parte de los carteles, tanto en Cali como en Medellín, llegó a ser comidilla de las reuniones familiares.
Pero, por si quedaban dudas, un acontecimiento revelador de la vinculación entre la esfera pública y las redes del paramilitarismo y el narcotráfico fue la masacre llevada a cabo por un contingente del Ejército en marzo de 2004 contra la Policía, que perdió a 10 de sus efectivos en Jamundí (Valle de Cauca), masacre ordenada y pagada por el cartel del Norte.
Según Garay, la verdadera prueba de un real éxito de la actual política antinarcótica pudiera ser una sustancial reducción del ingreso de capital por venta de estupefacientes. Es muy difícil calcular el dinero que genera el comercio ilícito. Mientras el presidente Uribe Vélez afirma que el narcotráfico “hoy representa el 1 por ciento del PIB de nuestro país”7, los analistas lo estiman entre el 3 y el 5. Esta cifra demuestra que el narcotráfico se mantiene como una actividad muy poderosa, con graves consecuencias para el conjunto de la sociedad colombiana: intimidación, corrupción, captura y ‘reconfiguración’ del Estado.
¿Legalización regulada en Colombia para combatir el narcotráfico?
Tres estrategias políticas se han experimentado para actuar frente al problema del narcotráfico en América Latina. La primera, plenamente vigente: una política de guerra frontal; la segunda, aplicada en México durante los gobiernos del PRI, consiste en aceptar un pacto de gobernabilidad tácito entre crimen organizado y esferas políticas. En términos comunes, “no nos hagamos daño mutuamente estableciendo una guerra explícita, porque es muy costoso para la sociedad, tanto en lo humano como en lo económico”. La última, que por ahora aparece como un planteamiento, propone una legalización administrada y controlada por el Estado. Suiza y Holanda ya la han puesto en práctica.
Como premisa de tal medida, los ex presidentes Cardoso, Zedillo y Gaviria pidieron un “cambio de paradigma” en el combate contra la droga y la legalización de la tenencia de marihuana para uso personal, la cual se pudiera entender como un primer ensayo para ampliarla a otras sustancias psicoactivas. Dos de las tres estrategias son para proscribir. La primera, porque ha demostrado que causa más daño que la droga misma. Definitivamente, Colombia y México no están en condiciones de avanzar en la lucha contra el narcotráfico, so pena de altos costos en vidas humanas y seguridad. Y la segunda, porque no es imaginable dejar fructificar conscientemente el narcotráfico vía acuerdos tácitos entre un Estado y el crimen organizado. Queda la tercera, expuesta antes, que tiene argumentos pero es un salto hacia lo desconocido.
De modo especulativo, ¿cuáles pueden ser las consecuencias de la legalización regulada en Colombia? Ante todo, hay que tener en cuenta que este caso es particular y aislado por la intensidad de la intromisión de los actores ilegales en el aparato estatal. Según Ricardo Vargas, el nivel de infiltración es tan avanzado y los juegos de intereses tan fuertes, que nadie va a renunciar y dejarse quitar así de fácil una actividad tan generosa. Añade que su peso y sus efectos van más allá de la cooptación del Estado, y que su dominio se extiende a regalías en la tierra, la minería, el petróleo, en fin, a todo tipo de actividad lucrativa. “En el caso de Colombia, no hay que ponerle mucho optimismo a esa opción”, concluye.
Pero, pese a los análisis de los investigadores, hay que situarse en la realidad del país, en su guerra sin perspectivas de finalización; en la multiplicación de la población adicta, cada vez más marginada y excluida; en la narcopolítica, en la corrupción que cada vez penetra más instancias, etcétera, para obligarnos a considerar esta opción y la necesidad de luchar por ella.
En fin, se tratar de legalizar para reducir las ganancias de los grupos dedicados al comercio ilegal de estas sustancias, y por su conducto la capacidad de corromper y destruir. A menor ganancia, menor interés por mantenerse en el negocio. Aunque el efecto de esta política, en primera instancia, recaerá en los niveles bajos y pequeños de los traficantes, hay que intentarlo. De esto son conscientes quienes se acercan a la temática. Según Garay, “la legalización regulada no tendrá un efecto directo en el narcoparamilitarismo por el hecho de que los capos que ya estén enquistados y que han podido ir avanzado en su legitimación social van a seguir enquistándose, ya están en el establecimiento”.
Como propuesta para combatir a los más infiltrados, el economista sugiere que el trabajo se haga simultáneamente sobre los sectores que producen todos los incentivos para la corrupción sistemática, la captura y la reconfiguración del Estado: los sectores judicial, militar, policial, político, económico y social. “Habría que empezar por imponerles un verdadero castigo a los partidos y políticos vinculados al narcoparamilitarismo, pero, además, esto se tendría que impulsar desde la sociedad, mediante un pacto social, para cortarle raíz”.
Los narcotraficantes, los carteles de Colombia y México, controlan las rutas de Estados débiles, creando riesgos para la soberanía nacional y regional. Ahora, ya se encuentran en Costa Rica, Venezuela y Perú, y están llegando al África para entrar en el mercado europeo. La prohibición engendra el fenómeno del narcotráfico y su expansión. Su tratamiento es un asunto de seguridad nacional pero también internacional. El reto es básicamente uno: cambiar de paradigma para reducir su poder.
1 Según el Diccionario de Trevoux, 1752, pero todavía quedan dudas sobre la etimología exacta del término “drogas”.
2 Según el Informe mundial sobre drogas 2009, de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
3 Ex embajador de Francia, Vicepresidente del Observatorio Geopolítico de las Criminalidades.
4 Vargas, Meza, Ricardo, El bazar de las cifras, Transnational Institute, Informe sobre las drogas, marzo de 2010.
5 De León-Beltrán Isaac, Garay Salamanca Luis Jorge, Guerrero Bernardo, Salcedo-Albarán Eduardo, La reconfiguración cooptada del Estado: Más allá de la concepción tradicional de captura económica del Estado.
6 Thoumi Francisco, El imperio de la droga, Editorial Planeta, p. 125, Colombia.
7 Discurso del presidente Uribe en el acto de instalación del Foro Económico Mundial para América Latina, Cartagena, 2010.
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