Después de Haití, Colombia, con 59,5, marca en el continente el segundo índice más alto de concentración de la riqueza. Según el Informe del PNUD de Desarrollo Humano 2009, después de nuestro coeficiente Gini siguen Bolivia (58,2), Honduras (55,3) y Brasil (55,0). En el mundo, tan solo nos superan Namibia, Comoras y Botswana, con 74,3, 64,3 y 61,0, respectivamente.
Con motivo de cumplirse los 20 años del primer informe sobre “Desarrollo Humano”, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) presentó el 4 de noviembre de este año la vigésima edición de sus cifras sobre el tema. Los informes sobre desarrollo humano y el concepto mismo se generaron con la pretensión de suavizar la relación que de forma directa se establecía entre el Producto Interno Bruto y el bienestar de las sociedades.
No está de más recordar que el concepto de desarrollo (a secas, sin la adjetivación de humano) tiene su origen en un momento muy particular de la historia, los inicios de la segunda posguerra, que dieron lugar a la llamada Guerra Fría, en la que las economías capitalistas dominantes enfrentaron la amenaza de la Unión Soviética y la extensión del ‘comunismo’ en el mundo. Fue el discurso con el que Harry Truman inicia lo que pudiera considerarse un segundo mandato (había asumido la Presidencia a la muerte de Franklin Delano Roosevelt, en 1945) como presidente de Estados Unidos, en 1949, el documento en que se lanza al mundo el propósito de ‘ayudar’ a las naciones “insuficientemente desarrolladas” a mejorar sus condiciones de vida, lo cual no significaba otra cosa que obligarlas a mirarse en el espejo de las potencias militares y económicas, y asumir su forma de vivir y de sentir como la meta por alcanzar.
En 1951, Arthur Lewis y Theodore Schultz (quienes serían galardonados con el Premio Nobel de Economía en 1979) le presentan a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) su documento “Medidas del Desarrollo Económico”, que algunos consideran la primera reflexión sistemática sobre la materia, y que será la base para que la ONU, mediante la Resolución 290 del Consejo Económico y Social, termine de darle carta de ciudadanía al desarrollo, consagrando un ideal que logró colarse en el imaginario, incluso de la academia, como algo trascendental e indiscutible.
Dado que definir lo que no era ‘desarrollado’ terminaba siempre en tautología (el infradesarrollo lo explica la pobreza y es infradesarrollado quien es pobre), la mencionada resolución corta el nudo gordiano mediante la definición de países “insuficientemente desarrollados”, en forma taxativa: “[…] bajo ese término nos referimos a los países en los que la renta real per cápita es baja en comparación con las rentas reales per cápita de los Estados Unidos de América, Australia y Europa Occidental. En este sentido, un sinónimo adecuado sería países pobres”. Pobre es, en definitiva, quien no tenga las rentas de los países ‘ricos’.
Sin embargo, 70 años después de haber visto la luz, el fantasma del desarrollo no logra materializase. Y si bien hoy se matiza aquello de las rentas, con indicadores sobre salud, educación, y recientemente con índices de desigualdad y equidad de género, no es menos cierto que América del Norte, Australia y Europa Occidental siguen como la inalcanzable tortuga de la paradoja de Aquiles: conservando siempre la misma distancia. Y las razones no son difíciles de entender: el capitalismo es un sistema social asimétrico, que para poder funcionar necesita acumulación concentrada en uno de los lados (el del capital) y un alto grado de desposesión en el otro (el del trabajo). En el caso de las naciones, los polos diferenciados los define la división internacional del trabajo y las relaciones de fuerza que de allí se desprenden. Y eso es lo que se vela en los discursos aparentemente neutros de organismos multilaterales como la ONU, en los que situaciones como el infradesarrollo de unos se muestra como asunto independiente del hiperdesarrollo de otros, contra todas las evidencias históricas y lógicas que dicen que la racionalidad de la ganancia conduce inexorablemente a procesos de concentración y centralización, y a una especialización geográfica que discrimina entre regiones con altas, medias y bajas densidades de capital, siendo tal diferenciación clave en la viabilidad del sistema.
Los mismos con las mismas
Los resultados del Informe de Desarrollo Humano 2010 confirman que las asimetrías regionales no se alteran y que las diferencias relativas que impulsaron el discurso del desarrollo se mantienen en el mismo estado. Si se observa la tabla en la que se relaciona el porcentaje de países de las distintas regiones que se clasifican en los distintos grados de desarrollo, podemos observar que en los dos extremos se sitúan, de un lado, Europa Occidental y Norteamérica; del otro, África. Pues, mientras de las dos primeras regiones la totalidad de sus países tiene “desarrollo humano muy alto”, el 73 por ciento de los países africanos se encuentra en la categoría “desarrollo humano bajo”. De igual manera debe señalarse que América Latina y África son las únicas regiones que no logran ubicar ningún país en la categoría “muy alto” (del Caribe aparece Barbados, un paraíso fiscal que tiene poco más de 200 mil habitantes, lo que lo hace poco significativo).
En el Informe se reconoce que “desde 1980, la desigualdad en la distribución de los ingresos se ha profundizado en muchos más países que en los que ha disminuido. Por cada país que ha reducido la desigualdad en los últimos 30 años, más de dos han empeorado”. Ello no hace más que confirmar que la tendencia a unas asimetrías crecientes no es fenómeno coyuntural sino estructural, y que los discursos oficiales sobre pobreza no representan otra cosa que intentos por legitimar una realidad cuya agudización la hace verdaderamente conflictiva. Asia Meridional (844 millones de personas y África (458 millones) suman casi el 80 por ciento de la población pobre del mundo.
El discurso de Truman sobre el desarrollo estaba motivado por razones de seguridad, pues Estados Unidos temía que los países con graves problemas sociales derivaran hacia el socialismo. Hoy, con un mundo uniformizado ideológicamente, a lo que quizá se teme es a un desorden social descoordinado. De allí que siga avanzando la idea de la “gobernabilidad mundial”, que en este informe se justifica también de modo explícito: “Algunos problemas van más allá de la capacidad efectiva de cada Estado, por ejemplo, la migración internacional, el comercio justo y las reglas de inversión, las amenazas internacionales y, sobre todo, el cambio climático. Éstos requieren un sistema de gobernabilidad mundial”.
En Colombia, el Informe de Desarrollo Humano fue tratado de manera marginal por la gran prensa. Que tan solo superemos a dos países en Suramérica (Bolivia y Paraguay) no es grato para los amigos de las loas a nuestro sistema. Colombia ocupa el puesto 79 en el Informe y tiene un índice de 0,689 (inferior al promedio para América Latina, que es 0,706) y pasa a 0,492 (pierde el 28,7 por ciento) cuando el indicador es corregido por el grado de desigualdad.
El caso de la educación es altamente crítico si se considera que las personas que alcanzan a finalizar la educación media representan sólo el 31,3 por ciento y que el número de alumnos por maestro es de 29,4 mientras que en países de la región como Argentina es de 14,8, en Uruguay 15,5 y en Brasil 23.
La calentura no está en las sábanas
De algunos países africanos se dice que, al ritmo actual, requerirían hasta 150 años para cambiar de categoría. De la mayoría, como ya lo señalamos, que la desigualdad se hace creciente, lo que es peor si aceptamos que el fenómeno se está presentando en países a los que la ONU califica como de desarrollo muy alto. Y es peor porque se estaría rompiendo la correlación que esa entidad señala entre desarrollo humano y grado de igualdad. Los recientes recortes a los salarios de los empleados del Estado en Europa y la continuada declinación de la participación de los ingresos de los trabajadores en la demanda agregada en países como Estados Unidos, son señal de que las ‘conquistas’ del desarrollo no son irreversibles. En la actualidad se trata de vender en Europa el discurso de que es necesario limitar el Estado del Bienestar, y que es cuestión de lógica elemental aceptar sus recortes. Las vidrieras de la sede de los tories en Londres, rotas por los estudiantes que protestaban por el alza de las matrículas en las universidades, son apenas un síntoma de que el espejo en el que debían mirarse los demás países, según las lógicas del capital, muestra ya grandes grietas.
Porque desde el informe del “Club de Roma”, en 1972, sobre los límites del crecimiento, se sabe que, si incluso las leyes mismas del capital no fueran en contravía, no sería posible, por razones físicas, la igualación por lo alto del derroche actual de los poderosos que se encubre con el mote de consumo elevado. El agotamiento del espacio y la naturaleza les pone una piedra de toque a los valores que nos hemos dejado imponer. Por eso, debemos sintonizarnos con afirmaciones como las del Manifiesto de la Red por el Posdesarrollo, cuyos cuestionamientos son radicales: “Más allá de los mitos que la fundan, la idea de desarrollo está totalmente desprovista de sentido, y las prácticas a las que está ligada son rigurosamente imposibles por impensables y prohibidas”.
Que Cuba haya sido excluida de la medición es por lo menos curioso, ya que venía haciendo parte de los países clasificados. ¿Tendrá eso que ver con la inclusión de los nuevos índices? El ajuste por desigualdad, el Índice de Desigualdad de Género y el Índice de Pobreza Multidimensional, ¿acaso disparaban a la isla a puestos muy elevados que cuestionaban la clasificación? Ese país caribeño siempre representó un problema, pues sus altos índices de escolaridad y de salud no se correspondían con el tamaño de su PIB per cápita. Y ese no es un buen ejemplo para las instituciones que recetan crecimiento como precondición de la calidad de vida. La explicación de que el PIB cubano no era ajustable a la Paridad del Poder de Compra, que se esgrimió como razón para marginar a la isla, parece más una excusa, a la que tampoco han aludido los grandes medios de comunicación, y deja inquietud sobre cuáles hubieran sido los resultados para Cuba. Pero, sea como fuere, lo cierto es que ese es un buen ejemplo de que con poco se puede hacer mucho.
La izquierda está en mora de introducir en su arsenal teórico, de modo estructural, el cuello de botella que significa para el capital la creencia en un crecimiento ilimitado. Ningún sistema se expande indefinidamente, y menos sin que esa expansión signifique su desgarramiento. ¿No es, entonces, hora de construir futuro desmontando discursos falaces como el del desarrollo?
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