Faltan 1.460 de los mismos con las mismas. La mayoría sigue o seguirá en espera. Cambio-continuidad es la marca con desilusión en unos cuantos. Aun queda satisfacción y esperanza en sus votantes. Estas y otras realidades, sensaciones y deseos, reposan sobre la sociedad luego de los primeros cien días de Santos. Desilusión. Cambio. Esperanza. Continuidad.
Desilusión hay. De inmediato, un importante sector de la sociedad esperaba mucho del nuevo gobierno. No era para menos. Sus promesas de campaña alentaban sueños que cien días después no auguran comienzo.
En alguna similitud con la sociedad estadounidense en relación con Obama, con Santos nuestra sociedad manifiesta un tempranero desengaño. Los motivos de los colombianos no son menores. El principal: su política económica, que no cambia la senda marcada por sus antecesores. La regla fiscal, en trámite en el Congreso, es la columna vertebral de esta política, que ataja y viola derechos adquiridos.
Con un tufillo autoritario, esta norma pretende que la realización de todos los derechos sociales quede sometida al dictamen de la Caja del Estado. De esta manera, las luchas de los sectores populares colombianos quedarían borradas de un solo brochazo. Las normas y los convenios internacionales quedarían sometidos a una legislación sin soporte filosófico humanitario. Con las disponibilidades y las prioridades del Estado como razón única y suprema de la administración pública. Con el ser humano y sus derechos sometidos a la máquina, para que los aplaste. Por esta vía, adquiere vía libre el sueño de organismos como el Fondo Monetario Internacional, siempre preocupado por la estabilidad fiscal.
Con la contradicción y la inconformidad pública en aumento de las regiones con explotación petrolera o minera en general, otra parte sustancial de la política económica del nuevo gobierno descansa en la reforma de las regalías, reforma que pretende trasladar y centralizar en las manos del Ejecutivo los inmensos recursos que ahora reposan a cargo de las autoridades locales, con la excusa de que no han sido bien administrados.
Además, 1. La política del primer empleo, aún sin definición plena; 2. El reajuste salarial de final de año; 3. La insistencia ante los Estados Unidos para el trámite a la firma del TLC; 4. La conservación de las bondades impositivas para con las multinacionales que llegan al país; 5. La ausencia de un proyecto de desarrollo por vía propia. Son éstos otros aspectos de la política santista que podrán hacer del nuestro un país con crecimiento económico inmediato pero… con altos costos ambientales y humanos para las presentes y futuras generaciones.
Cambio. Otro sector de la población sí ve transformación en el nuevo gobierno, en el nuevo tono para abordar la relación con los vecinos (Venezuela y Ecuador), por una parte, y de otra con los opositores, mediante un lenguaje –sin inclusiones ni transformaciones de fondo– que rebaja la carga de tensión que rebasó Uribe en la sociedad colombiana. Pero también, por la manera de llevar la relación con la justicia, y en la disposición para atender el tema de las víctimas del conflicto y los despojados de la tierra. En verdad, son manejos diferentes. Como lo es la supuesta renuncia por tramitar el tema de las bases militares de Estados Unidos en Colombia, pero cada uno, en su acomodo, deja un sabor amargo.
Por el momento, sólo aludimos a la Ley de Tierras y de Víctimas con fuerte debate en el Congreso, que, al decir de los entendidos, es sólo una reforma sin dientes. En algunos casos, puede regresar la tierra a sus verdaderos dueños pero sin asumir pago alguno por todas las consecuencias y daños sufridos en el momento de perder su propiedad y durante los años de desplazamiento, pero de igual manera sin garantías para el retorno ni para trabajar la tierra en forma adecuada.
Otro aspecto con fuertes críticas a la norma en debate es eludir el tema de la verdad. El proyecto peca de bruto en un aspecto esencial: se diseña para un país en el supuesto de que transita en una aclimatación de la paz, cuando no hay política alguna más allá de la guerra y su clima psicológico. Las presiones sobre amplios grupos poblacionales persisten, el desplazamiento se podrá reducir pero no eliminar, y por tanto “el hacer con la mano se borrará con el codo”. Este es un aspecto por señalar. Pero hay otro.
Tal como en diferentes momentos de nuestra historia nacional: la política de tierras que está detrás de esta ley parece reeditar experiencias ya vividas, en las cuales, a nombre de los campesinos sin tierra o minifundistas, se propició que los terratenientes amasaran más tierra, alguna legalizada, con el supuesto propósito de atacar la injusticia.
Esperanza. A pesar de estas observaciones, los sectores que ven un cambio con Santos esperan consecuencia con sus propuestas. Es más: visualizan una honda contradicción entre los grupos de poder que representa su antecesor y los que ahora ocupan la Casa de Nariño. A partir de esta tensión, ven una disputa de poder que puede llegar a escalar el conflicto que pudiera dar al traste con la mafia, los parapolíticos, los paramilitares, y todas sus manifestaciones generadas y enquistadas en el Estado.
Cabe una sola observación de estupor. Cualquier observador imparcial que lea el discurso de posesión del actual Presidente concluirá que realizar su ofrecido es imposible sin participación social; sin movilización de los afectados por las políticas que dice querer superar. Y esa es la esencia de cualquier cambio: el sujeto del mismo, si de cambio y esperanza se trata, no puede descansar en el Estado, una máquina que se defiende y se reproduce a sí misma. Por tanto, terminará engullendo a quienes pretenden transformarla con paliativos no radicales. Es decir, habrá cambio pero aparente, con beneficios para alguna gente (rostros para la pantalla), pero la mayoría de los afectados por 30 años de guerra quedarán en espera de la justicia.
Continuidad. Si la política santista marcha con las constantes aquí señaladas, es evidente que entre el anterior y el nuevo gobierno reina la continuidad. Con matices, pero continuidad. Hay cambio de estilo –que no es lo fundamental–, sin tocar lo estructural. Y en este aspecto sustancial no hay ruptura sino, por demás, un respeto a las políticas heredadas. Los temas no son pocos: economía, medio ambiente, seguridad/criminalización de la protesta social, multinacionales, política de guerra, salud.
No es raro, por consiguiente –en la perspectiva de los sectores más desprotegidos de la sociedad, a la hora de examinar los primeros cien días del nuevo Presidente y de su equipo de gobierno, y desde esa atalaya divisar los tres años y un poco menos de nueve meses que faltan–, señalar la desilusión por la continuidad en la aplicación de las políticas estructurales.
Sin duda, la esperanza sólo reposa en la fuerza y la capacidad de cambio de esos mismos sectores mayoritarios. Persistir con ellos es la labor de quienes desean otro destino para Colombia y la región que habita.
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