“Artículo 2. Son fines esenciales del Estado: servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo.
“Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares” (Constitución Nacional de Colombia).
Sistema económico-político incapaz. Si algo salió a flote al finalizar el año, con el invierno que azotó buena parte del país, en especial con la ruptura del canal del Dique y las inundaciones que cubrieron varios municipios aledaños al mismo, es la incapacidad de la dirigencia que ha monopolizado el Estado colombiano durante los 200 años de vida republicana.
Gobierno incapaz porque todo lo sucedido era previsible: el fenómeno de La Niña, el aumento del caudal en los principales ríos del país y su desbordamiento (sucede cada año), el deslizamiento de terrenos, el deterioro y la destrucción de carreteras, el incremento en los precios de los productos agrarios, etcétera.
Incapaz porque –al ver desatado el fenómeno en toda su magnitud–, no procedió con toda energía para atender a los cientos de miles de afectados, redefiniendo destinaciones presupuestales (más allá de las pequeñeces ordenadas en los decretos de emergencia) y la prioridad en el trabajo de la burocracia estatal. Contrario a esto, que pudiera evidenciar grandeza y humanismo en quienes dirigen el país, tomó el camino del lamento y la mendicidad, organizando colectas nacionales e internacionales, y al mismo tiempo guardando silencio ante las posibles responsabilidades que recaen sobre ministros y otros funcionarios que tienen que ver con la catástrofe: Medio Ambiente, Agricultura, Vías, gobiernos departamentales y otros.
Hay que fijar la vista atrás y ver pasmados a los funcionarios ante la magnitud del desastre. Sin saber qué hacer, clamando ante sus mandatarios, el gobierno de los Estados Unidos, en procura de ayuda para resolver un problema que con toda seguridad era posible asumir desde la ingeniería nacional. No se puede olvidar que la llamada Escuela de Minas de la Universidad Nacional en Medellín ha formado miles de ingenieros, y que su experiencia resume sabiduría y capacidad para acometer las obras requeridas. Pero no. Como reconociendo que han desmantelado lo mejor de lo que era público, que han entregado a manos privadas aspectos sustanciales de los servicios esenciales para toda comunidad, feriando infraestructura y logística, lo primero que hacen es mirar al Norte, como un mal, como un complejo que nunca podrán superar. Todo ello refleja claramente dependencia económica, política, ideológica, y ahora mano de obra.
El comportamiento del funcionariado fue inferior a las circunstancias, y raquítica la capacidad de mando. La crisis fue y sigue siendo asumida como si no hubiera antecedentes económicos, políticos, industriales, agrarios, con décadas de historia, que la propiciaron y que explican lo que está sucediendo, antecedentes de los cuales hay que dar cuenta para corregir y evitar que tragedias de esta magnitud vuelvan a enlutar a la sociedad colombiana. Contrario a este proceder, se continúa descargando en “designios divinos” o en la “fuerza de la naturaleza” la responsabilidad de lo sucedido.
Aquellos jerarcas de la burocracia oficial denotan incapacidad, insensibilidad y negación para el aprendizaje, lo cual impide que los gobernantes reaccionen con prontitud, y por ello miles de habitantes de los municipios afectados terminaron durmiendo al borde de la carretera, tratando de solucionar entre ellos mismos su problemática, y no pocos tuvieron que hacinarse en escuelas, sin adecuación para alojamiento por varias semanas. Tal incapacidad no sólo genera un tratamiento indigno con los damnificados sino además la multiplicación de los efectos negativos de la ola invernal, al trastornar el desarrollo del ciclo lectivo de miles de niños y jóvenes de las zonas anegadas.
La muestra se complementa con inoperancia, ineptitud y desprecio por la educación de los sectores marginados, el llamado de la ‘primera dama’ (la esposa del Presidente) a que los estudiantes de los colegios privados donen 20 mil pesos para sufragar los costos de los útiles escolares de los afectados por el invierno, como nuevos elementos que señalan el panorama de un Estado mendicante que se manifestó desde el comienzo de la actual crisis invernal.
Los días pasaron y la zozobra ganó espacio entre todas las comunidades afectadas. Con protuberante retraso se hizo presente una política de atención, tanto en alimentos como en albergue; pero con mayor retraso, si es que la aprueba, se contará con una política (fundada en un profundo sentido humano) que responda por el problema habitacional aquí multiplicado, por el territorio, por la producción de alimentos, por empleo y salarios, por la salud, por el manejo de cuencas y microcuencas, por la tierra, etcétera.
Y aquí, en todos y cada uno de estos aspectos, radica el reto de esta dirigencia que concentra su energía y su conocimiento en los negocios propios o de terceros afines. El invierno desatado y los desastres propiciados por aguas fuera de cauce muestran a las claras que aspectos esenciales de la vida no estén bien pensados, proyectados y atendidos en nuestro país. Por ejemplo, con el tema de las inundaciones de pueblos enteros, así como con la destrucción de Gramalote y la manera como ha sido atendida la tragedia, queda claro que temas como tierra y vivienda tienen que ser asumidos con otra lógica y otras pretensiones.
Al ver inundados los municipios de la Costa Atlántica, al pasar –por más de 40 días– cientos de casas bajo el agua, lo que se puede suponer es que muchas de ellas, cuando bajen las aguas, quedarán inhabitables. No es raro encontrar allí casas de barro, bahareque, caña y elementos similares, los cuales no resisten una inundación de estas proporciones.
Pero tal presión y el paso del tiempo tampoco los resiste de manera adecuada una casa edificada en material. Una vez desalojado el vital líquido, se deben levantar estudios casa por casa, para revisar cimientos, columnas, vigas, etcétera, y evitar así efectos secundarios sobre las familias residentes. Estos estudios se harán en pocos días con inmensas dificultades. Si se sopesa este aspecto, junto con el hecho de la ubicación de los municipios, se puede considerar que es mejor opción la reubicación parcial o total, posibilidad que no es considerada precisamente por el factor tierra (concentrada en pocas manos) y por la negativa del Estado a garantizar un elemento esencial para todo ser humano: un hábitat adecuado, y dentro de éste una habitación digna.
Se dirá que los habitantes damnificados no quieren dejar sus pueblos. Y el argumento es válido, mucho más si se tiene en cuenta que en Colombia la casa –para la familia que logra hacerse a una– es fruto de los ahorros de una y hasta de varias generaciones. Por tanto, no es procedente abandonar el patrimonio familiar sin opciones reales y aceptables.
Ahora bien: si el Estado ofrece un territorio más seguro y garantiza la construcción de municipios que respondan a las necesidades de la gente, con seguridad se alcanzarán acuerdos con todos los afectados. Claro que esto implica y demanda expropiar por beneficio general muchas y extensas propiedades de los latifundistas de la Costa Atlántica y de otras regiones del país, y ahí ya se despiertan contradicciones que el establecimiento no quisiera desatar. Precisamente la tierra es uno de los aspectos cruciales que resurgen en esta crisis y que muestran insoslayablemente la necesidad de una reforma agraria que permita hacer del suelo un bien accesible y fundamental para quienes lo trabajan, pero además un bien público general que pudiera ser redestinado en el momento de ser necesario. Y este es justamente uno de esos momentos.
En todo caso, mientras se hace una u otra cosa, el Estado tiene que censar a los afectados, y, en tanto que por su incapacidad se han perdido medios habitacionales, tierras donde muchos ciudadanos laboraban, semovientes, fami y microempresas (que funcionan muchas veces al interior de las casas de habitación), las entidades responsables tienen que proceder a cancelar todo lo perdido y reponer lo deteriorado, así como cubrir los salarios dejados de percibir durante el tiempo que dure la tragedia. En estos casos se debe exigir también la diligencia que se exhibe cuando los afectados son los grandes productores, tal como sucedió con el fenómeno de la revaluación y la consecuente ‘generosidad’ del programa Agro Ingreso Seguro.
Entonces no resulta suficiente, como indica el decreto expedido el 6 de enero de 2011 y que trata del “empleo de emergencia”, garantizarlo para los próximos seis meses. No. Ante todo, es obligatorio cancelar las jornadas no laboradas por los habitantes de estas poblaciones, cubrir los gastos en que éstos hayan incurrido para sobrevivir, propender por la integridad de las familias, prevenir su desintegración, atender su salud y velar por el saneamiento de los territorios anegados por aguas contaminadas por los desechos de todo el país.
Se requieren municipios nuevos, reubicados, reconstruidos. Para así proceder, hay que contar con la gente, escuchar, diseñar con ellos sus casas, respetar tradiciones, usos y costumbres, y por ningún motivo pensar en eso que llaman “casas de interés social”, inhabitables e insalubres. Si se piensa con la altura que la tragedia demanda, se deben concebir y aplicar unos diseños integradores, levantar infraestructura y aplicar mecanismos que permitan crear espacios de producción colectiva, así como propiciar la asociación de sus pobladores para una mejor convivencia.
Abordar esta experiencia pudiera constituirse en un ejercicio piloto para atender en los próximos meses y años a cientos de poblaciones o barrios de muchos municipios, levantados bajo la presión de la supervivencia y los efectos del latifundio urbano y rural. Todo ello hubiera de permitir que en el mediano plazo la sociedad colombiana no tenga que vivir con el fantasma de nuevas tragedias.
A la par, hay que transformar los modelos agrícolas y del llamado ‘desarrollo’ que han propiciado el arrasamiento de bosques, lo cual ha desatado una feroz deforestación que hace que la tierra se deslice y que mueran incontables nacimientos de agua. Enfrentar, en fin, esta realidad, implica igualmente preocuparse por las cuencas y microcuencas fluviales y protegerlas, devolviéndoles a los ríos sus zonas de desagüe.
Son éstas unas reflexiones y proyecciones que también deben hacer los movimientos sociales, diseñando el país necesario, el país que se desea. Aprovechar la próxima discusión que abrirá el gobierno de turno sobre la Ley de Ordenamiento Territorial para poner en juego la visión que tenemos sobre el tema, denunciando y evitando la aprobación de una legislación que asegure primordialmente los intereses de terratenientes nacionales y extranjeros (no olvidemos la política de acaparamiento de tierras de las multinacionales y de los países más ricos, con carencias de espacio, y que está siendo impulsada por el Banco Mundial), en contravía de una estructuración de la tenencia que favorezca la democracia y la seguridad alimentaria.
Esto y mucho más constituye el reto comprometedor del presente, para asegurar un futuro menos inquietante. Estos y otros muchos son los retos que una oligarquía incapaz no está en disposición de atender.
Leave a Reply