Existe una tensión de múltiples niveles, calibres y envergaduras entre estos tiempos. Se trata de la tensión entre el tiempo del acontecimiento, y el tiempo de la verdad decantada. Y no son, en realidad, sino dos facetas de un solo y mismo problema.
Es evidente que los acontecimientos se juzgan mejor —más apropiadamente— en el largo plazo. Acaso porque se han decantado las pasiones y la distancia ha contribuido a crear una mejor objetividad. Entonces cabe crear y recrear los hechos transcurridos de más de una manera.
Ya en la historiografía y en la teoría y la filosofía de la historia el problema de la datación es central, aunque la verdad es que cada vez lo es menos. Así, por ejemplo, un acontecimiento se juzga que es histórico cuando han pasado tres generaciones. Mientras tanto pertenecería al ámbito del presente, donde prácticamente todo cabe.
Sin embargo, es igualmente cierto que abandonar el presente a los juicios del futuro —el de largo plazo, la longue durée— es irresponsable y peligroso. Al fin y al cabo la existencia se dirime en el presente. Es en el presente cuando amamos o nos enfermamos, cuando vencemos o perdemos a alguien, en fin, cuando sabemos algo o somos objeto del cansancio, por ejemplo. Dicho de forma franca y directa, el presente es el origen del futuro y, por tanto, no podemos tomarlo a la ligera, en absoluto. Nos jugamos la vida y el destino entero en cada momento.
Existe una tensión de múltiples niveles, calibres y envergaduras entre estos tiempos. Se trata de la tensión entre el tiempo del acontecimiento, y el tiempo de la verdad decantada. Y no son, en realidad, sino dos facetas de un solo y mismo problema.
El juicio sobre el presente debe ser agudo, incisivo incluso, pero también prudente y pausado. Una verdadera contradicción. A su vez, la acción en el presente debe ser vigilante y sesuda, espontánea y eficiente, pues de lo contrario, un mal paso puede cerrar alguna puerta, o pueden producirse, literalmente, bifurcaciones no deseadas.
Marx, cuando estaba entre esto del “joven Marx” y “el viejo Marx”, sostenía con lucidez: “Los seres humanos hacen la historia, pero no siempre la hacen como quisieran”. En la confección de la historia, como de la vida, el azar y la contingencia, las oportunidades y las desviaciones juegan papeles reales. Nadie es enteramente dueño de su propio destino, con todo y que es un ideal noble hacer el llamado para que cada quien asuma el destino en sus propias manos.
Somos la confluencia y el resultado de factores biográficos —como los sueños y los deseos, las ganas y el trabajo, la disciplina y nuestras pequeñas acciones del día a día—, de factores familiares —la fortuna o las debilidades, la fortaleza y el abandono, los afectos siempre que tenemos—, y también de factores sociales e históricos. Son particularmente éstos los que no terminamos de manejar enteramente. Factores tales como guerras y situaciones macroeconómicas, pasiones ajenas, avatares militares, circunstancias geológicas, y muchos otros que son, por definición, altamente imprevisibles.
El balance entre estos tres tipos de factores determinan aspectos sensibles tales como la innovación y la creatividad, la novedad y el genio, entre otros. Con todo y el reconocimiento permanente de que en la mayoría de los casos, las posibilidades de que una acción o una decisión no se hubiera llevado a cabo eran y son siempre altísimas.
Sin embargo, es igualmente verdadero que estos tres factores conjugados crean en numerosas ocasiones las tragedias y los dramas, y que hay quienes no pueden liberarse para nada de esta confluencia, y acatan, entonces, designios que no les son propios, aunque crean que son agentes verdaderos.
La historia y la literatura, la política y la filosofía, la sociología y la historia de la ciencia, por ejemplo, aportan casos que ilustran de manera profusa lo anterior.
Ahora bien, la evaluación del presente, esa que se hace con el tiempo, no es la obra de una sola ciencia o disciplina, de una única perspectiva o interés. Manifiestamente que los datos desempeñan un papel crucial, pero la imaginación no es menor en manera alguna. Los juicios sobre el pasado y el presente–sido se nutren de conceptos, juicios y categorías, pero también de metáforas, símiles e hipérboles que expresan en realidad la experiencia misma del tiempo.
Muchas veces se ha dicho que, particularmente en América Latina, la historia se escribe primero como relato, y después como concepto. Ello expresa, precisamente, la tensión entre el juicio sensato y la creatividad avivada por la tropología.
No hay nada que hacerle: la historia la contamos y la vivimos en conceptos y categorías, pero también en la forma misma de la tropología, y ninguna es más esencial que la otra. Es como decir que pensamos los acontecimientos y los vivimos en la forma de sustantivos, pero también de muchos adjetivos y adverbios.
Frente a la idea arriba de Marx, hay que decir que los seres humanos hacen la historia tanto como les es posible, y no siempre de forma necesaria. Pero a su vez, los seres humanos narran la historia como pueden.
Al fin y al cabo, narrar la historia no es única y principalmente contar verdades; claro que sí. Sobre todo y principalmente se trata de crear y re–crear una y mil veces escenarios de sentido, sueños truncos y actos cumplidos, posibilidades soñadas y horizontes que no se pudieron recorrer pero que no por ello dejaron de existir en algún momento.
No somos, según parece, más que los tejidos y los flujos de procesos que ocasionalmente se sedimentaron, pero que persisten particularmente en el acto mismo de narrar la historia: la que sucedió efectivamente, y la que creemos que tuvo lugar de alguna forma. La tensión entre ambas verdades no es distinta a la tensión misma de los tiempos.
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