El antropólogo argentino Alejandro Grimson bucea desde hace años en temas como las migraciones y el impacto cultural que provocan en las sociedades latinoamericanas. Su libro “Los límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad”, publicado en 2011, anticipó la oleada de nacionalismos xenófobos que hoy se han extendido por todo el mundo.
—En 1989, con la caída del muro de Berlín y el triunfo del neoliberalismo en toda América Latina se abrió una etapa histórica que se está cerrando precisamente en estos meses. Duró un cuarto de siglo y se caracterizó por un consenso arrasador en términos culturales, que implicó la clausura del debate político estrictamente hablando. Implicó la anulación de los debates sobre modelos económicos en el sentido de que vos podías votar a un partido u otro pero siempre se iba a imponer la receta económica neoliberal.
En América Latina también: todos los partidos que gobernaron en los años noventa en la región aplicaron recetas ortodoxas. Sobre esa base política, económica e institucional se montó una teoría cultural y política que fue el “fin de la historia”, enunciada por Francis Fukuyama, con el fin del Estado, de las ideologías, las fronteras y las naciones. Esa historia hizo crisis en ocho países de América del Sur (Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Bolivia, Venezuela, Ecuador y Paraguay), ni siquiera en toda América Latina, a principios del siglo XXI, cuando volvió el Estado. El fin del Estado es una ideología específica. No es una realidad sino una opción, de la misma manera que el neoliberalismo no es una necesidad sino una opción política. En los dos mil, América Latina propició un cambio.
—¿Qué sucedió?
—Volvió la política, el Estado se convirtió en un actor relevante en el proceso económico, volvieron algunas formas de nacionalismo más democrático (en el sentido de reafirmación de la soberanía nacional) para definir las políticas económicas. En América Latina hubo una crisis del proceso neoliberal. Pero luego hubo una asincronía global. Mientras en Europa y Estados Unidos se está viviendo una crisis brutal del consenso neoliberal, América Latina está atravesando un momento histórico distinto.
—A ver…
—Las opciones neoliberales empezaron a hacer agua a partir de la crisis de Lehman Brothers y comenzaron a perder sentido. A partir de esa pérdida de sentido hay una radicalización hacia la izquierda que se expresa en Syriza (Grecia), en Podemos (España), en la candidatura de Jeremy Corbin por el Partido Laborista inglés o la de Bernie Sanders en Estados Unidos. Pero al mismo tiempo tenés una radicalización hacia la ultraderecha que no es neoliberal, porque la xenofobia y el racismo piden más Estado, autoritario y belicista. Más Estado contra los otros. Los partidarios del Brexit piden más Estado, más control a la importación, a la inmigración, más fronteras. Donald Trump lleva esa idea al paroxismo, porque es clasista y nacionalista de derecha. Lo que hoy vemos cuando miramos a Europa y Estados Unidos es una gran polarización política que le pone punto final a la crisis de 1989, que pretendía el fin del debate político y de las ideologías.
—Varias de las secuelas que se padecen desde hace dos o tres años usted las mencionó en Los límites de la cultura.
—Ese libro fue publicado hace algunos años, pensado al calor de las crisis de principios de siglo, del surgimiento de los procesos políticos en América del Sur, mientras veía que se endurecía esta frontera del norte. Es un libro que recoge resultados de muchas investigaciones en zonas aparentemente microscópicas, como pueden ser las zonas de frontera entre Argentina y Uruguay, o entre Argentina y Brasil, áreas de migraciones de nuestras regiones. Lo que veo en ese microscopio con el que trabajamos los antropólogos es que las fronteras no llegaron a su final. Que los estados no llegaron a su final. Que llegaron a su final de protección social con el avance neoliberal, pero se fortalecieron militar y represivamente. En ese libro hablaba de la emergencia de un fundamentalismo cada vez más brutal en Europa. Ahora ese fundamentalismo de derecha está tomando el poder.
—¿Diría que hay una crisis de ese paradigma del “fin de la historia”?
—Si lo dijera como lo enuncian los pibes, diría que la posmodernidad ya fue. El relato posmoderno ya fue.
—¿Para que sirvió?
—Para nada. O mejor dicho, para construir un manto o una idea de que era inexorable el camino que el mundo había tomado hacia un capitalismo cada vez más desigual.
—¿Cuál fue la tesis de la posmodernidad?
—Que había habido grandes relatos y que había llegado el fin de esos grandes relatos. Para hacer esa tesis, la posmodernidad se erigió como el último gran relato. Ahora vamos a necesitar otro tipo de narrativas y de utopías, pero no pensando que no va a haber narrativas, sino pensando que justamente la posmodernidad pecaba de no verse a sí misma y de no inscribirse a sí misma en una historia que no tiene fin. La posmodernidad era otra forma de política, otra forma de ideología. Varios autores vinculados con la posmodernidad intervinieron con inteligencia en el debate y encontraron puntos débiles, flacos y discutibles sobre teorías sociales anteriores, como el estructuralismo o los marxismos más clásicos. No tenemos que descartar la posmodernidad para volver atrás sino que tenemos que entender que hay una tercera posición teórica y política, que no es la posición de los nacionalismos clásicos de principios del siglo XX ni la posición clásica de las cosas que se pudieron imaginar social, cultural, política y teóricamente a mediados del siglo XX. Pero tampoco es la posición típica de la posmodernidad, del año 1989 y la década de 1990, que es la negación de la posibilidad de la acción social y la transformación social, y de una mayor igualdad.
Hoy, por lo menos en Argentina, se sueña con volver a los años dorados de la experiencia política populista, progresista, sin asumir los errores de esa experiencia que contribuyeron a que una variante neoliberal clásica encabezada por sus representantes más conspicuos llegara al poder. Hay que explicar eso. Y tiene que ver con los defectos, los límites, los errores y problemas que hubo en todos los procesos latinoamericanos. Necesitamos sistematizar esos problemas para entender que la sociedad no es una manga de gente estupidizada por los medios de comunicación concentrados o que votan como si fueran ovejitas, sino que son ciudadanos activos y que tienen perspectivas críticas, y con los cuales si hay vocación de transformación, hay que dialogar, porque si no se dialoga no hay vocación de mayorías. En ese sentido, cualquier proyecto transformador de futuro que pueda haber en Argentina y en otros países de la región que hoy están sufriendo retrocesos debe necesariamente recoger lo mejor de la experiencia pasada y tratar de superarla en todos sus defectos, en sus limitaciones y sus errores.
—Con la llegada del neoliberalismo a fines de los años ochenta surgen como contracara movimientos sociales y de trabajadores desocupados, el Foro de San Pablo, las asambleas ciudadanas contra la megaminería. ¿Cuál fue su alcance?
—Tuvieron un derrotero bastante distinto en cada país. Son nuevos actores sociales y aparecieron en toda América Latina. Se fueron consolidando de manera diferente. En el caso argentino, los piqueteros, los sindicatos docentes, los jubilados fueron protagonistas de la lucha contra el neoliberalismo. Los piqueteros representaron en Argentina a los trabajadores de¬socupados, que pasaron del 6 al veintipico por ciento de los activos en pocos años, transformando completamente una sociedad que se vanagloriaba de ser súper integrada. Y surgió un fenómeno bastante sui generis que fue el movimiento piquetero. En general los desocupados no protestan colectivamente en el mundo, y en Argentina sí se dio. El caso de los movimientos ciudadanos contra la megaminería es distinto. En los piqueteros hubo una división entre sectores que se incorporaron al gobierno kirchnerista y otros que permanecieron en una oposición no muy radicalizada, mientras que los movimientos antiextractivistas de las comunidades que viven cerca de los nuevos emprendimientos megamineros no se integraron al Estado ni al gobierno. Y en la inmensa mayoría de los países latinoamericanos donde actúan, no se integraron y siguen siendo de oposición. En países como la Argentina kirchnerista, el Brasil gobernado por el PT y la Bolivia de Evo Morales se ha dado una tensión entre un modelo neodesarrollista y un modelo que apunta más a un desarrollo “integral” que contempla los aspectos ambientales, por ejemplo. Incluso en el interior del propio Estado hay disputas.
Hay algo positivo en la autonomía de esos movimientos para seguir ejerciendo los procesos de presión en estas tensiones de las que hablamos. La pregunta es cómo lograr una autonomía que permita seguir ejerciendo una presión productiva para el proceso político, sin que eso erosione la posibilidad de seguir haciendo ese ejercicio y sin tener que volver atrás.
—En el libro se insiste sobre la idea de interculturalidad, opuesta al multiculturalismo.
—Hay una idea muy propia del neoliberalismo sobre la diversidad cultural que sostiene que lo diverso debe traducirse en multiculturalismo, y eso implica que todas las sociedades son diversas y deben aceptar sus diversidades. Eso en realidad parte de una concepción muy propia de los Estados Unidos sobre cómo tratar la diversidad. Llegás a Nueva York, Los Ángeles o Miami y encontrás el barrio latino, el afro, el chino. En casi ninguna ciudad de América del Sur vas a encontrar barrios étnicos planteados de esa manera estadounidense, donde todos los afro viven juntos, los italianos viven juntos, y hay una concepción casi territorial de la identidad étnica y racial que termina generando el concepto de gueto. Frente a esa opción aparece el interculturalismo, una concepción que no reivindica una diversidad estática. Planteamos una diversidad dinámica, en diálogo, en conversación, pensar modelos propios, latinoamericanos, que incluyan nuestras diversidades y heterogeneidades, y articulen esa heterogeneidad con una mayor igualdad y una mayor democracia, sin vivir segregados en guetos.
—En todo el mundo estamos viviendo lo contrario. Aquí en Argentina, incluso, con las propuestas antinmigrantes del gobierno de Mauricio Macri.
—Es un clásico buscar chivos expiatorios en momentos de crisis, y Argentina está atravesando una crisis social muy grande. Hay una fractura social muy profunda a partir del aumento de la pobreza, la violencia y la desigualdad. En eso hay muchos puntos de contacto con los años noventa. En esa década la xenofobia fue una construcción en busca de un chivo expiatorio para todo el proceso de exclusión que se estaba generando. Hoy se intenta copiar la xenofobia europea para derivar la bronca social hacia una pequeña minoría. Convengamos que en el caso argentino los migrantes latinoamericanos son un porcentaje muy chico de la población en este momento.
—Si el posmodernismo ya está muerto, ¿cuáles son los desafíos de la teoría social hoy?
—En América Latina tenemos que asumir que vivimos en una tensión productiva entre la influencia del pensamiento europeo y la influencia del contexto local y las tradiciones locales. Cuando esa tensión se resuelve a favor del pensamiento europeo y niega lo local, se descontextualiza completamente y se convierte en eurocentrismo. Cuando ocurre al revés, y se resuelve a favor de lo local y niega a los grandes aportes de decenas de filósofos y sociólogos europeos de los últimos siglos, se convierte en una teoría autoctonista sin capacidad de dialogar con otras zonas del mundo. Vivimos en esa tensión en la que necesitamos ir construyendo conceptos que nos permitan entender nuestras sociedades y de hecho proyectarlos para mirar las sociedades metropolitanas desde otro punto de vista que a su vez no es el mismo de esas sociedades metropolitanas. Necesitamos algo más que una antología de lo que pasó. Necesitamos una proyección de lo que va a venir, una teoría crítica con vocación transformadora. No es imposible. Tenemos intelectuales y académicos jóvenes investigando en nuestros países. Necesitamos primero asumir la multiplicidad constitutiva de nuestras sociedades. Luego investigar cada una de las partes de esas multiplicidades y finalmente preguntarnos qué puede tornar convergentes a esas partes para que eso tenga una potencialidad política transformadora.
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