El 9 de marzo del 2020, saliendo de visitar un amor no correspondido, mi cuerpo se paralizó en el parque que queda en Bogotá frente a la “Casa España” en el barrio Teusaquillo. Mi reacción inmediata fue salir corriendo, obvio no logré hacerlo y me puse a llorar. Recordé mi accidente de hace cuatro años y por el cual tengo tres hernias discales. Recordé la impotencia que genera no poder mover el cuerpo a tu antojo, recordé cómo ese año no pude ir a Salsa al Parque a ver a los Hermanos Lebrón.
Yo vivo a una cuadra de ese parque, pero fue tanto el dolor que imposibilitaba mi movimiento que tuve tiempo de sobra para recordar los ocho meses que tardó mi cuerpo en recuperarse. Cuando llegué a mi casa y vi las escaleras me sentí incapaz de subir, y es que me tocaba subir las piernas con ayuda de mis brazos. Al entrar a mi habitación pensé que posiblemente todo esto estaba pasando porque el día anterior había estado en la marcha del 8M, que empezó en el Centro de Memoria Paz y Reconciliación y terminó en el Parque Olaya. Yo sabía que ese trayecto sería largo, así que mi plan era caminar una parte y tomar un transporte luego. La marcha no me permitió abandonarla, yo estaba encantada: ver a las compas gritar, rayar, escrachar, cantar, era algo que no me iba a perder. Después de cuatro horas de caminata, una tarde lluviosa en un bazar increíble y un encuentro con el dolor que causa el desamor; mi columna colapsó.
Durante esa semana tuve que pedirle a mis colegas en el colegio que me cambiaran sus salones para dar clase unicamente en el primer piso, la verdad no tenía fuerza en mis extremidades inferiores y tenía mucho dolor en la base de mi columna. Finalmente llegó el viernes, mi día libre. Temprano en la mañana fui al médico, quien me dijo que mi espalda estaba igual al día de mi accidente, sí, ese de hace cuatro años, y que esta vez íbamos a medir cuánto tiempo tardaría en recuperarme. Después de eso estuve en cama todo el día.
De un momento a otro, hacia las 3 pm, el rector y la coordinadora académica del colegio nos enviaron a las profesoras un mensaje que decía que por el coronavirus íbamos a estar unos días dando clases virtuales. En ese momento recordé que dos semanas antes había estado bromeando con mis estudiantes sobre cómo el aislamiento por el coronavirus podría ser la oportunidad para acabar mi tesis de maestría. Debido a mi condición, para mí la noticia no fue mala, incluso mi madre dijo que le parecía buenísimo para mi recuperación. Hoy, 310 días después de seguir encerrada y dando clases virtuales, no pienso igual.
El lunes siguiente nos reunimos por Meet (mi nuevo salón de clases) y planeamos lo que íbamos a hacer con nuestros estudiantes en esta contingencia. Yo no sé si era el desamor, mi columna vertebral o la preocupación por la tesis, pero yo no estaba en esa reunión, ni en Bogotá. Quizá por lo distópica que ha sido esta situación, en ese momento mi cuerpo no entendía lo que estaba a punto de empezar a vivir, a sentir y a tramitar. Al día siguiente, el 17 de marzo, la alcaldesa de Bogotá anunció un simulacro de cuarentena que duraría del 20 al 23 de marzo. Y así pasó lo que sabemos que sucedió, inició la cuarentena oficial.
Un alivio. Mi columna tuvo una recuperación rápida; en tres semanas mis piernas recuperaron su fuerza y aunque aún no podía bailar, tenía movilidad. Inmediatamente contacté a mi profesora de yoga y le pedí que retomáramos las clases, y como eso no fuera suficiente retomé mi práctica sola a diario. Es la primera vez, en 34 años, que esto sucede; tengo disciplina. En mi mente, cada mañana, solo se asoma un “nadie más puede hacer esto por ti”. Otra forma de motivarme ha sido diciéndome a mí misma (porque ahora, más que nunca, hablo sola y mucho), que estoy cambiando un trayecto en Transmilenio hacia el colegio, que queda a quince minutos caminando de la estación Pepe Sierra, por una hora de yoga. Lo cierto es que si dejo de hacerlo un dolor insoportable empieza a subir por toda mi columna y se sienta en mi hombro derecho, y estoy tratando de no negociar tanto con ese dolor.
El paso de los días me permitió asimilar lo que estaba sucediendo. Las malditas e inevitables redes sociales eran el reflejo de lo que había predicho ese amor no correspondido: según los astros, este año va a ser peor que el anterior y todo se va a polarizar más. Cuando ella, que es astróloga, me dijo eso en enero, yo pensaba que se refería a sucesos como el del 21 de noviembre de 2019. Pero no, la verdad es que ni oportunidad ha habido de protestar, porque ganas es lo que hay.
Para mí no fue una sorpresa la violencia estructural que desató esta cuarentena, pero ver conocidos o personas que respetaba, opinar frente a la vida de quienes trabajan y sobrevien en el rebusque (es decir la mitad de la población colombiana) ha sido nauseabundo. Ver noticias de cómo se roban el dinero en estas condiciones; ver al presidente de la República jugando con la República; ver a la vicepresidenta, solo verla; ver a la alcaldesa militarizando lo que dijo que no iba a militarizar y desprotegiendo a quiénes prometió que no iba a desproteger; ver los videos de la comunidad trans, y de muchas personas que habitan el sur de la ciudad preguntándole a Claudia López por qué los desprotegió; ver las cifras y noticias de los casos de abuso, violencia de género y feminicidios. La metáfora de la bolita de nieve era toda una realidad, ni el yoga podía evitar la avalancha del dolor. Y fue así como me perdí en la vida.
Al principio no me pareció divertido perderme; para una persona tan controladora como yo, saberme en un futuro tan incierto (más de lo que usualmente es) no fue fácil, no podía estar tranquila con mi presente. Me siento en una espiral que no termina y que no parece que vaya a terminar pronto. Pero tampoco sentía que podía quejarme porque la verdad me siento agradecida con mi trabajo y con poder escribir este texto desde la soleada habitación que puedo pagar en Teusaquillo.
Así pasaron muchos días, con esa horrible sensación que prácticamente se instaló en mi cuerpo y no tuve más remedio que permitírselo, si bien es cierto que nos asusta lo desconocido porque nos mueve de un lugar cómodo, de eso se trata vivir. Cuando entendí que tenía derecho a sentirme miserable con esta situación sin sentirme culpable por quejarme, me sentí ligera. Quejarme fue el punto de partida para aprovechar estar perdida en la vida.
Quejarme fue el preámbulo para entender las posibilidades que puede haber en el perderme en la vida. Quejarme me ha permitido compartir luchas con compas transfeministas que tampoco se sienten cómodas con lo que sucede. Quejarme no me ha dejado abandonar el yoga. Quejarme me permitió escuchar cuando en una charla en la cocina con mi compa de casa, confrontando mi sollozo frente a ese amor no correspondido, me dijo que Coral Herrera le llama a eso “yonki del amor”. Quejarme me ha hecho sentirme más segura que nunca de que ser maestra es mi lucha política. Perderme en la vida me permitió quejarme. Aún sigo perdida y no veo que en un futuro cercano deje de estarlo, pero estar perdida me llevó a quejarme, y quejarme me llevó a estar más tranquila.
*Decirle a una mujer que es una perdida es decirle que ha incumplido con todo lo que se esperaba de ella, así que nosotras queremos reivindicar ese perderse de las mujeres, porque han fracturado el molde patriarcal que las acecha. En Relatos de Mujeres Perdidas presentaremos tres narraciones acerca de la sensación de sin-sentido y pérdida de toda esperanza, que nos hace revolcarnos mujer adentro para encontrarnos, en nuestros propios cantos y con nuestras garras.
Estas narrativas están hiladas como un tritono disonante y subversivo. Esa figura musical se ha considerado siniestra desde el Medioevo, y las mujeres que aquí tejen sus historias, se han hecho cada vez más feministas y más siniestras. En sus historias perdidas encontraron algo de conexión con su identidad y potencia, así que aquí está la segunda entrega de nuestro cuarto tritono.
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