Freud definió alguna vez a la basura como “materia situada en un lugar equivocado”. A una bolsa de plástico que contamina las aguas de un lago la llamamos “basura”. La misma bolsa colocada en un basurero hace del lago un lugar “limpio”. En efecto, la noción de basura no depende del material que la compone, sino del lugar en el que se encuentra. La diferencia reside en que una bolsa de plástico (o un millón de bolsas) en un lago ponen en peligro la vida de los seres (plantas y animales) que lo habitan. Una operación similar sucede con la definición de los peligros (léase: los materiales) que inducen la crisis ecológica actual.
Cuando se afirma que las emisiones de CO2 producidas por los combustibles fósiles ponen en peligro la vida en el planeta, ello se debe (al menos esto es lo que se suponía hasta 2018, un año entes de la pandemia del Covid-19) a que propician un efecto de invernadero en la atmósfera, es decir, un incremento de la temperatura terrestre. Hoy sabemos, después de que la pandemia detuvo durante seis meses a 70 por ciento del transporte vehicular en el mundo, con el descenso correspondiente del CO2 en la atmósfera, que este axioma es una verdad insignificante. La temperatura no descendió y el diámetro del hoyo de ozono incluso se ensanchó.
Y, sin embargo, la decisión reciente de la mayor parte de las corporaciones automotrices de cancelar los motores de combustión interna gradualmente hasta el año 2040, se anunció como el gran y “generoso” esfuerzo que habrán de realizar para salvarnos de la catástrofe final. Digámoslo sin rodeos: a la lógica del capital le importa un bledo la ecología. El mantra del CO2 se ha convertido en una simple y llana teología política. Además, en un discurso destinado a obligarnos (a través de leyes y políticas de Estado) a cambiar los automóviles actuales por vehículos eléctricos. Estamos hablando de mil 420 millones de automóviles en el planeta, sin contar los camiones y otras formas de transporte.
El relato del calentamiento global como probable fin del mundo ocupa hoy el mismo lugar que mantuvo vigente a la narrativa religiosa del Juicio Final hasta el siglo XVIII. La segunda permitió a la Iglesia gobernar durante siglos almas, cuerpos y bolsillos, y sólo quedaba rezar frente al impiadoso fin. La segunda está destinada a cubrir las fachadas de la recomposición acelerada (y probablemente brutal) de la estructura profunda de las sociedades de mercado. Pero como se trata del mundo moderno, debe ofrecer el espectáculo de que es posible actuar de alguna manera.
No es que no existan graves peligros que pueden poner en cuestionamiento los equilibrios ecológicos fundamentales. Pero mientras sean una garantía de la reproducción general del sistema, no aparecerán en los Acuerdos de París, ni en los mantras de la retórica política, ni (por ende) en la preocupación de la gente. Menciono tan sólo tres.
- Los reactores nucleares. Después de las catástrofes de Three Mile Island, Chernobyl y Fukushima sabemos que se trata de bombas de tiempo. Existen más de mil de ellos funcionando en todo el mundo. El aumento del precio del gas y el petróleo han llevado a muchos Estados a solicitar el aumento de su producción. Simplemente no existen para la actual agenda ecológica. Eso sí: ¡no tiremos bolsas de plástico en el mar!
- Las industrias de la ganadería. La masacre anual de más de 100 mil millones de vacas, cerdos y aves aseguran la reproducción de una veintena de ramas industriales y no sólo la alimentaria. Además, son las responsables de la deforestación y las emisiones de metano, que representan probablemente las verdaderas causas del cambio climático. Quienes han protestado contra el exterminio animal han encontrado la muerte.
- La industria farmacéutica. Es sin duda la más peligrosa de todas. Sus sustancias ingresan en nuestros cuerpos sin mediación alguna. La humanidad actual vive medicada de una u otra manera. Es la columna vertebral del poder virológico, cuya extensión hemos podido ya observar en la pandemia actual. Un anuncio en full action de la fuerza que aguarda al biopoder anticipado por Foucault.
El ecologismo de mercado ha devenido el fármaco ideológico central que convierte a los grandes complejos financiero-industriales en los supuestos salvadores de los desastres que de facto ellos mismos han producido. Sólo que bajo la mirada complaciente de los Estados que han encontrado en la teología política del ecologismo un nuevo horizonte para neutralizar los conflictos sociales. Al igual que alguna vez la Iglesia pretendía salvarnos del mal que ella misma inventó para redimirnos de él. ¿O no fue el infierno el invento de un religioso que hoy celebramos justificadamente como uno de los mayores literatos de Occidente, Dante?
Sólo una ecología crítica dedicada a explorar las profundidades actuales de las tecnologías del yo, del signo y del capital, podría arrojar otras luces sobre los verdaderos peligros ecológicos que acechan a nuestra época.
¿Hacia un nuevo paradigma de cooperación internacional para el desarrollo?
Gerardo Bracho*
Poco se sabe aún del “Plan mundial de fraternidad y bienestar” cuyos lineamientos expuso hace unos días el presidente López Obrador en la ONU. Pero podemos desde ya destacar que se funda en principios que, de consolidarse, ayudarían a sacar al paradigma de la cooperación internacional para el desarrollo de la postración en que se halla desde hace años. Este paradigma, que se consolidó en las primeras décadas de la posguerra, se fundó en una rígida división Norte-Sur (N-S): los países del Norte, identificados por el Banco Mundial como países de renta alta (hoy definida por un PIB per cápita mayor a 12 mil 695 dólares anuales) adquieren la responsabilidad de otorgar cada año 0.7 por ciento de su PIB en Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) para apoyar el desarrollo de las naciones del Sur, cuyo PIB per cápita está debajo de ese umbral.
El paradigma N-S siempre ha funcionado mal: muy pocos países se han graduado y superado dicho umbral y muy pocos donantes alcanzan o han logrado el famoso objetivo de 0.7 por ciento. Peor aún, ese paradigma ha venido encubriendo el franco retroceso en otras demandas históricas del Sur que se antojan más importantes que la propia ayuda, como el acceso a tecnologías o la construcción de regímenes de comercio y movimientos de capital conducentes al desarrollo. Pero si el paradigma N-S cojeaba, con los albores de este nuevo siglo entró en franca crisis. Ello básicamente por dos razones: primera, por la multiplicación de los llamados “males globales” generados por fenómenos como el cambio climático, la perdida de la biodiversidad, la contaminación de océanos y las pandemias, que afectan a todas las naciones, pobres y ricas. ¿Qué países y cómo deben combatir estos males? El paradigma N-S, centrado en el desarrollo de las naciones pobres, no ofrece respuesta y, segunda, por la irrupción en el escenario internacional de las potencias emergentes encabezadas por China que se despegaron del resto del Sur, pero sin graduarse y sin rebasar el umbral del desarrollo establecido por el paradigma N-S. ¿En estas circunstancias, era realmente posible seguir tratando a China o a México con el mismo rasero que a Angola o a Guatemala, todos ellos clasificados hoy como países de renta media con derecho a recibir AOD? Era evidente que no. Pero el paradigma tradicional N-S, con su rígida barrera entre donantes y receptores, tampoco ofrece una alternativa.
Con la brújula del paradigma N-S rota, todas las agendas de la cooperación internacional para el desarrollo, desde la superación de la pobreza y los Objetivos de Desarrollo Sostenible hasta el cambio climático y ahora la pandemia, vienen tropezando con la misma piedra: ¿Quién debe pagar y cuánto? ¿Cómo repartir la carga? Las naciones no se han podido poner de acuerdo. Las emergentes generan cooperación, muchas veces copiosa y generosa, pero una y otra vez han esquivado asumir responsabilidades concretas; reclamando, no sin razón, que ellos aún tienen mucha pobreza y capacidades limitadas. Las ricas, por su parte, explotando esa reticencia han tendido a diluir sus responsabilidades históricas. Por resultado, tenemos mucho menos cooperación internacional que la que requerimos y un paradigma N-S en crisis.
Es en este contexto que la propuesta de López Obrador incluye un elemento realmente innovador. Ésta invita a que cada uno de los países del G-20 aporten 0.2 por ciento de su PIB anual a un fondo administrado por la ONU para combatir la pobreza extrema en el mundo. Dada la composición mixta del G-20, la iniciativa conlleva un llamado a que las potencias emergentes del Sur miembros del grupo asuman compromisos concretos frente a los problemas comunes de la humanidad y del planeta. Este tipo de llamado no es nuevo. Sí lo es que venga de un líder de una potencia media como México. Es de suponer que esta iniciativa no incidirá en el viejo compromiso de los países ricos de aportar 0.7 por ciento de su PIB anual como AOD. De llegar a coexistir, estos dos esquemas apuntalarían a lo que se podría considerar un reparto “justo” de las cargas globales para combatir la pobreza extrema y fomentar el desarrollo: las naciones ricas del G-20 estarían dando 0.9 por ciento de su PIB (0.2 por ciento de su PIB al fondo que propone México y 0.7 por ciento como AOD) y las naciones emergentes del Sur, 0.2 por ciento, además de que éstas estarían recibiendo una parte (presumiblemente reducida) del nuevo fondo para combatir la pobreza extrema. De esta manera, las potencias emergentes asumirían responsabilidades adecuadas a sus circunstancias y capacidades en sintonía con el principio de “Responsabilidades Comunes, pero Diferenciadas” que el Sur viene impulsando desde hace años sin que a la fecha la haya podido aterrizar en esquemas concretos.
La iniciativa mexicana está a discusión. Uno puede preguntarse si en vez de utilizar al G-20 como referencia, no se debiese recurrir a las categorías de países de altos ingresos y naciones de ingreso medio alto del Banco Mundial, lo cual permitiría sumar a países como Suecia y Tailandia como donantes. También se puede cuestionar si las contribuciones que las naciones deben aportar son las adecuadas y si deben ser enteramente voluntarias o si es tiempo de considerar al menos parte de ellas como obligatorias, como las cuotas que se dan para pertenecer a la ONU.
Pero más allá de estos detalles, lo importante es destacar el principio que anima a la propuesta y que debería transportarse a otras agendas, empezando por la de cómo atajar los “males globales”. No sabemos si la iniciativa de México, que incluye otros elementos novedosos, como llamar a los multimillonarios y a las grandes multinacionales a sumarse al esfuerzo, prosperará. Sí es posible vislumbrar que los principios que la animan abren la puerta a un nuevo paradigma post-N-S de cooperación internacional para el desarrollo.
* Especialista en temas de cooperación internacional y miembro del Servicio Exterior Mexicano.
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