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Bogotá, desplazados toman edificio. “Los derechos no se negocian”

Bogotá, desplazados toman edificio. “Los derechos no se negocian”

“No estamos para quedarnos con este edificio, esto es una forma de presión. Nosotros somos gente pacífica”. Estas palabras, proferidas por uno de los líderes del grupo de desplazados que tomó el pasado 15 de febrero un edificio abandonado localizado en el barrio Santa Fe (Calle 24 con calle 18) centro de la Capital de la República, sintetiza la voluntad de miles de colombianos, que a pesar de vivir en precarias condiciones aún esperan que el Estado les resuelva parte de su situación económica y social.

La toma fue realizada por un grupo de 114 personas (61 adultos y 53 menores) procedentes de las dos costas colombianas: la Pacífica, en concreto la ciudad de Buenaventura, y la Atlántica. Cansados, afligidos y desesperados por sus precarias condiciones de vida, estas personas que fueron sometidas a las inclemencias de la urbe desde el día en que fueron obligadas a abandonar sus tierras, decidieron entrar a este edificio con el fin de exigir un mejoramiento de sus condiciones de vida.

“Nosotros pedimos un proyecto productivo que valga la pena y que haya una ayuda concreta en cuanto a techo y comida, un proyecto de vida razonable”, aseveró Arley Suárez, vocero de la protesta, cuando culminaron los tres días de toma, tras acuerdos pactados con la Secretaría de Gobierno, los cuales involucran insersión en algunos programas de gobierno, emplearlos en algunos de los proyectos de la ciudad, la ayuda puntual para el mercado de este mes ($ 216.000) y mirar el tema de vivienda.

Los desplazados, luego de los acuerdos pactados con representantes de Acción Social y la Oficina de Derechos Humanos de la Alcaldía Distrital, abandonaron el edificio el martes 17. En sus rostros se reflejaba algo de satisfacción, tal vez de esperanza de que sus vidas mejoraran en algo.

“Nosotros estamos aquí para exigir que nos den lo necesario. Esperamos se pueda llegar a un acuerdo respecto a lo que se está negociando a ver qué solución le dan a la problemática. Queremos que nos permitan trabajar, hacer algo productivo. Nosotros no somos gente perezosa. Salimos de nuestra tierra por la violencia. Antes teníamos nuestra finca, con qué vivir, con qué producir la caña, la panela, la carne, teníamos todo lo necesario para no tener que pedirle nada al gobierno. Queremos mejores condiciones, que se nos trate como seres humanos, aquí en la ciudad nos desprecian mucho”, dijo un desplazado que, desde el exterior de la toma, acompañaba la protesta.

Desterrados, estigmatizados…

Obligados a presionar. El desespero y angustia colmó la paciencia de estos campesinos, sometidos a deambular por las frias calles bogotanas sin rumbo alguno, lejos de sus calientes tierras, con la única alternativa de mendigar comida y techo. La mayoría de esta población, según Acción Social el 71%, especialmente la adulta, solo saben oficios vinculados a la tierra.

Pero en la ciudad unicamente encuentran voces estigmatizadoras, indiferentes, que los perciben como un problema. Al final, condenados a habitar en los recodos de las periferias o, en el peor de los casos, a deambular por las calles pidiendo cualquier colaboración de algún transeúnte solidario, que la gran mayoría de las veces no aparece, se les ve con el rostro sobrecogido por la angustia y el peso en la espalda de su desgracia.

Tragedia que organismos como la ACNUR han puesto a la luz pública. Colombia ostenta, producto del violento conflicto interno que vive, la nada despreciable cifra de 3`500.000 desplazados –cifras subregistradas para algunos estudiosos-, blandiando el vergonzoso segundo puesto como país con mayor número de desplazados, sólo aventajados por Somalia.

Según Andrés Restrepo, vocero de Acción Social de Bogotá, la ciudad recibe y alberga más de 60 mil familias desplazadas por año, procedente en su gran mayoría del sur occidente y de la Costa Atlántica. Es decir, la ciudad tendría que poner en marcha un inmenso programa de acción psicológica, empleo, vivienda, educación, etcétera, para poder recibir este importante número de personas, y para poderles ofrecer una alternativa de vida. Hasta ahora todo se hace en respuesta, bajo presión, pero sin prevención alguna. La razón puede ser que el problema por emprender, realmente, es del orden nacional, del gobierno central, el cual no entrega los recursos que tal plan exigiría.

Hasta ahora, queda claro, las políticas para la erradicación de este flagelo se limitan a dar subsidios condicionados como los bonos humanitarios y el suministro de $ 120 mil pesos mensuales para el sostenimiento, pocos pesos de los cuales cada familia debe sacar para cancelar el arriendo y la alimentación básica. A lo que se suma, que “la ciudad no tiene la capacidad suficiente para alojar a este tipo de población porque la demanda supera la infraestructura y el Gobierno central se tarda 18 meses analizando la situación específica de cada desplazado y hasta 10 años en otorgarle la ayuda necesaria de reparación”, como agregó Restrepo.

Realidad cruda y cruel. Lo que habría que cuestionar no es tanto el asistencialismo del que se precian las políticas oficiales en torno al desplazamiento forzado en el país, tanto como que las garantías para el regreso de estos campesinos desterrados a sus tierras no tienen asidero práctico, y la no aplicación de políticas de choque paa que la vulneración de todos los derechos de esto millones de colombianos quede en la memoria individual y colectiva, simplemente, como un mal recuerdo.

Desterrados y condenados a caminar como fantasmas por las grandes urbes o a engrosar los cordones de miseria de las barriadas periféricas, estos campesinos viven su realidad cotidiana sin encontrar alternativas reales y una voluntad política de fondo por parte del Gobierno Nacional para superar la denominada crisis humanitaria, que para ellos es la destrucción de sus familias y de la vida de quienes son sus cabezas inmediatas. Por ello, y para solucionar de raíz el problema, se deben buscar salidas inmediastas y reales al prolongado conflicto armado que  vive Colombia.

Por: Julián Carreño

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