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Colombia, ochenta años después, ¿impunidad irredimible?

Colombia, ochenta años después, ¿impunidad irredimible?
“El historiador no sólo debe conocer el camino sino también recorrerlo”. (Georg Luckács)

Diciembre de 1928. La protesta de cerca de 20 mil trabajadores agrícolas del banano y el plátano, que demandaban de la United Fruit Company, hoy Chiquita Brands, contratación directa, acabar con el comisariato, atención médica, en fin, mejores condiciones laborales, es acallada y liquidada con una masacre a campo abierto, según el embajador de los Estados Unidos de la época, de no menos de 1000 de sus obreros. Crimen cometido bajo la orden de un militar, general, miserable, “con rodilla en tierra’’, sometido a los mandatos de la compañía extranjera. Los heridos fueron cientos, perseguidos por entre los platanales, de municipio en municipio, decenas de ellos encarcelados y condenados en juicios sumarios.

¿Quién fue el militar que dio la orden? el general Carlos Cortés Vargas, sometido a una interpelación en la Cámara de Representantes, pero en esencia a ningún juicio ni condena por su atroz delito. Miguel Abadía Méndez, el presidente de la época y verdadero y real responsable de lo sucedido terminó sus días con disfrute de la impunidad, sin responder por sus crímenes, entre ellos, traición a la patria. Impunidad. Una constante que parece ser insuperable en Colombia. Así se deduce de innumerables sucesos y tragedias con violencia y sangre.

¿Cuántos asesinados antes del 9 de abril bajo el hostigamiento de la oligarquía conservadora? ¿Cuántos masacrados el 9 de abril por los militares, bajo las órdenes del presidente de entonces, Mariano Ospina Pérez y la complicidad de la Dirección Liberal? ¿Cuándo fue juzgado el responsable de los hechos? ¿Quién fue, cómo se llama el autor o autores intelectuales del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán?

Impunidad y muerte dulce la de esos criminales, seguro, cubiertos de los goces de la abundancia y del silencio cómplice de quienes ordenaron y coordinaron los hechos.

¿Cuántos perseguidos, entre 1948–1953, macheteados, hostigados, amenazados, asesinados, bajo la premisa de la conservación del orden y la propiedad privada? ¿Quién, desde el poder de siempre, respondió por estos crímenes? ¿Quién fue juzgado por el actuar del ejército y la policía? ¿Cuándo se ha intentado aclarar la procedencia de inmensas fortunas en manos de las familias “más tradicionales de Colombia”? Y los pobres, los desplazados, los perseguidos que tuvieron que construir y habitar en las barriadas de las nuevas ciudades, ¿quién les hará justicia, a ellos y a sus familias?

Silencio, es la respuesta. Aquí no ha pasado nada. Impunidad. Poder que cubre poder. Tradición, status quo que se ahoga en la sangre, el terror y la injusticia.

Pero hay mucho más. Por los valles, campos y ciudades de Colombia, caminan los descendientes o se conserva la memoria de los derrotados y expropiados de toda propiedad por el poder que tiene a sus órdenes, las armas que han perseguido a quienes tenían que proteger.

Horror de horrores. Por entre bosques y matorrales se refugian decenas de familias que huyen de los bombardeos contra quienes habitaban Río Chiquito, El Pato, Guayabero, Marquetalia y otros nombres imborrables en la larga lista de terror y sangre que describe la geografía de la interminable guerra interna que pareciera no tener fin en Colombia.

En medio de ella, antes y después, allí en sus puestos de trabajo, los trabajadores del cemento en Santa Bárbara a principios de los años 60 del siglo XX, padecieron el terror. Pero también los de los ferrocarriles nacionales que fueron reprimidos sin clemencia en innumerables ocasiones, los estibadores, los obreros de Fabricato, los de Coltejer, los médicos en huelga en la década de los 70, los estudiantes asesinados a sangre fría en pleno centro de Bogotá en los años 50, con el signo trágico del disparo aleve persiguiéndolos cada 8 y 9 de junio, pero también cada uno de los 2.265 sindicalistas asesinados por toda Colombia entre 1986 y 2008  ¿Dónde los responsables por tanta ignominia?

¿Acaso, fueron juzgados los autores intelectuales y materiales por los hechos de la plaza de toros de Bogotá, en 1954? Silencio profundo. Las voces que gritan justicia aún esperan ser escuchadas. Esperan para romper la impunidad, el encubrimiento, la masacre y la persecución como política de Estado. Entre 1980 y 2008 se ha hecho casi inenarrable el constante horror y dolor que ha destrozado miles de familias. Disparo a sangre fría; persecución; despojo; violación; descuartizamiento. Decenas de municipios sometidos a terror, todos gobernados por las correspondientes autoridades civiles, y protegidos por destacamentos policiales o militares, sin embargo nadie vio ni escuchó nada.

Silencio. Horror. Impunidad.

¿Quiénes dieron la orden para que el luto se apoderara de toda una sociedad? ¿Cómo se definió esa política de Estado? ¿Cómo cuajó, creció y se multiplicó el paramilitarismo? ¿Quién se benefició, y continúa beneficiándose, de esa política del disparo aleve?

Silencio… Aquí no se puede decir nada. Las tropas pasan de norte a sur, en aviones especialmente fletados para ello, para consumar masacres. Pese a la evidencia, a la magnitud de los operativos, desde el alto Gobierno nadie vio nada.

Pero el silencio es roto por voces que vienen, que surgen, desde lo más profundo. Por entre las raíces de los campos y los adoquines de los barrios urbanos, pese a toda la persecución, y a la reedición de la política ya implementada en el siglo XIX por el pacificador Pablo Morillo surgen las voces campesinas, indígenas o ciudadanas que señalan y conservan la memoria.

El miedo cede espacio al testimonio, al valor civil y a la decencia. Poco a poco brota la verdad. La misma que fue enterrada con los cientos de asesinados en los campos de Ciénaga en aquel 1928.

Ochenta años de mentiras y ocultamiento. Décadas de injusticia y desgobierno. Décadas de tergiversaciones y concentración de la riqueza. Persecuciones sin límite contra sindicalistas y otros activistas sociales. El pasado que se hace presente y el dolor que prosigue imponiéndose por toda Colombia.

Sesenta años de la Declaración Internacional de los Derechos Humanos, aniversario que nos sirve para avistar con pavor el cúmulo ininterrumpido de violaciones a los derechos humanos a que estamos sometidos en Colombia, nos sirve para reencontrarnos y precisar con toda certeza que requerimos el signo popular y colectivo en el Estado y en el Régimen político, para ponerle fin a tanta violencia e injusticia social. La resistencia de los trabajadores de la justicia, de los ingenios y la oleada indígena recientemente vividas brindan confianza en los cambios que se están encubando en Colombia.

¿Cuándo la verdad derrotará a la mentira como política de Estado en Colombia?
¿Cuándo serán llevados ante los tribunales los culpables?
¿Cuándo se le hará honor a todos los que han luchado por la justicia y ofrendado su tranquilidad y vida por ella?

Aquí estamos, ochenta años después, hermanos y hermanas que se batieron con dignidad por sus derechos, recordándolos. Su rebeldía de esos días, su ejemplo es nuestra luz. ¡A la impunidad le llegará su día!

Justicia, verdad y gobierno de unidad nacional contra la oligarquía para hacer honor a los hombres y mujeres, que desde su dignidad, no renunciaron a sus derechos ni a sus sueños.

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