Pero aún después de cerrado el ciclo en América del Sur de militares al servicio de Estados Unidos y su Doctrina de
Democracia abollada. Contrario a lo sucedido con todo aquel que se mira ante un espejo cóncavo, a la figura del Estado colombiano le ocurre que no se deforma sino que se reconoce en su composición real: hundido de la mitad hacia abajo, con una delgadez que recorre más de tres partes de su estructura, para llegar –tras zigzags de distinta repetición– a una pequeña pero profunda protuberancia en su parte superior, resumen del inmenso contraste que padecen sus habitantes entre democracia formal y democracia real.
Es la figura derivada de dos siglos de exceso de poder y poco de democracia. Acostumbrados a reducirla a un simple ejercicio de mecánica electoral bienal o cuatrienal, los usufructuarios del poder dieron por hecho que lo social y lo económico no hacen parte cabal de lo que se debe comprender por esta forma de gobierno. A tal punto llega el exabrupto, que para 2005 en Colombia “el 10 por ciento de la población posee cerca del 46,5 por ciento de los ingresos (tres veces superior al segundo 10 por ciento más rico, 15,9 por ciento), y a la vez concentra un ingreso superior al obtenido por el 80 por ciento de la población con menores ingresos”1.
Es manifiesta aquella formalidad no sólo en lo económico; extendida a lo político, se detalla en cómo el Ejecutivo desluce al Legislativo, reduciéndolo al papel de “mudo de siempre”. Aunque con ejemplos que se repiten año tras año desde décadas atrás, el sometimiento de los legisladores al Presidente merece especial atención en los últimos tiempos, toda vez que, como en muy pocos países del mundo, las principales leyes que se aprueban en el Congreso colombiano tienen como origen la presión de los organismos multilaterales, en especial el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), a través de gobiernos dóciles.
Es el caso de las nuevas medidas legislativas que permitieron la venta de los bancos públicos con que contaba el país, que llevaron las telecomunicaciones, la energía, la salud y el petróleo al sector privado, o que desmejoraron las condiciones laborales de los trabajadores, entre otros aspectos.
Sin excepción, unas y otras reformas, además de las que modificaron los manejos presupuestales para con los entes territoriales, se presentaron al Congreso por iniciativa directa del Ejecutivo o por conducto suyo a través de sus congresistas. En ningún caso respondieron a investigaciones que justificaran esas transformaciones, las cuales, al cabo de los años, dejan un Estado desocupado, con sus ahorros dilapidados o gastados en cosas de caja menor, o de cumplimiento con la deuda pública, interna y externa, y una población con altos índices de pobreza y miseria. Si, como se dice ahora, el actual ciclo de mundialización estuviera por entrar en una nueva etapa, ¿con qué contaría el Estado colombiano para despegar y proteger un proyecto propio, de estirpe andina o suramericana?
Cualquier desprevenido que examine los repetidos acuerdos stand by firmados por este país con el FMI desde 19992, encontrará en ellos todas y cada una de las ‘iniciativas’ que meses después asumiría el Congreso como cosa propia. Estas medidas son facilitadas claramente por la concentración de poder en el Ejecutivo, dada su capacidad de presión sobre el Legislativo y en detrimento del equilibrio de poderes, el fortalecimiento y mejoría de lo público, la participación y el veto social.
Esas medidas se toman aun después que por voto fuera derrotado en 2003 un referendo de origen presidencial que pretendía acelerar la aplicación de los acuerdos con el FMI. Así, como sucede en otros países del mundo, el poder ejecutivo se autonomizó totalmente de la sociedad colombiana. Sólo tiene como control el poder del capital, para el cual gobierna y administra.
Democracia soplada. Continuando por el pasillo de los espejos, se encuentra el convexo. El cuerpo toma nuevas y desproporcionadas formas y arma figuras que hacen reír al desprevenido. Al igual que en la anterior imagen representativa de Colombia, se ve la deforme silueta de gruesas y sopladas imágenes que no desdice de quien está de pie frente al espejo. Sin esfuerzo, se detallan trompetillas de grueso calibre que le presionan su figura hacia la exagerada y deformada robustez.
La guerra lo justifica todo en Colombia, pareciera ser la máxima del establecimiento. Insuficiencia del gasto social, violación a las libertades ciudadanas, irrespeto a los derechos humanos, crecimiento del paramilitarismo, falta de autoestima en las relaciones con los Estados Unidos, vinculación de narcotraficantes a las listas de los paramilitares para que se les considere “presos políticos”, igual que a sus socios. En fin, todo lo explica y justifica la guerra.
El extenso y profundo conflicto armado suma más de 50 años. Se trata de una confrontación de tal intensidad que en 1999 obligó a Estados Unidos a intervenir abierta y decididamente para contener el desmoronamiento del Ejército oficial (Plan Colombia), y que ya para la década de los años 80 del siglo pasado exigió la aplicación de viejas orientaciones3 para poner en marcha un intenso proyecto paramilitar, a cuya espalda se cargan miles de masacrados, desplazados y despojados, lo que ha favorecido una profunda concentración de la propiedad de la tierra, hasta el extremo de que “2.428 propietarios públicos poseen 44 millones de hectáreas (la mayoría para ganadería), es decir, son dueños del 53,5 por ciento del territorio nacional”4.
Dentro de este marco de antidemocracia y presionada por lo que se conoce como “guerra sucia” y en otras lecturas “terrorismo de Estado”, la democracia colombiana no puede fungir de tal. Objeto de un intenso proceso de guerra política, por momentos logra sus cometidos tras confundir a la opinión pública, pero sin duda alguna el examen de la historia la descabezará.
Esa dinámica, insuflada desde 2002 por el proyecto que jalona el presidente Álvaro Uribe, da forma y consistencia a una estrategia de Estado que, sin reparar en la democracia formal y mucho menos en la real, revitaliza el convencimiento de los sempiternos detentadores del poder criollo, brindando al unísono espacio a todo aquello que desde los años 80 del siglo XX configuró la realidad conocida como “nuevos ricos”. Con Uribe, el Estado reubica y redefine a su enemigo principal y se bate contra él –con asesoría directa y creciente del ejército del Norte– en una profunda incursión (Plan Patriota) de más de veinte mil soldados. No importa que en ese cometido sean borrados los derechos civiles de miles de colombianos, capturados y sometidos a cárcel tras numerosas detenciones masivas, sin prueba alguna, como quedó demostrado en tantos casos. Pareciera ser, como se intentó con el paramilitarismo, que la intimidación sea el mensaje que conduzca a una sociedad pasiva, de boca cerrada y ojos gachos.
Negados los derechos básicos de miles de colombianos, la democracia queda todavía más arrinconada. Pero el sector que saborea el poder gana. Como sucede en otras latitudes, por un lado profundiza su sentido colectivo de lo que entienden por país y nación; por otra, vincula a su proyecto a un no deleznable porcentaje de la población que se siente reconocido en el discurso y los programas oficiales, además de que despolitiza a la inmensa mayoría de los colombianos al reducir su participación a una simple definición de pequeñas obras y proyectos, dando así legitimidad a un clientelismo de nueva estirpe, que por último concentra como nunca antes el poder en el Ejecutivo. Sin duda, como en pasadas experiencias, el Estado es él5.
Es éste entonces un círculo vicioso del poder, condenatorio de la democracia a la peor de las muertes: el olvido. Si de verdad se desea que el modelo de acumulación vigente no cercene ni fosilice la democracia en la simple formalidad, a quienes la han contenido corresponde mirar al interior de su territorio, reconocer sus sinsabores históricos y darle paso a una negociación real de poder, para la paz. El camino que recorren los Estados Unidos (ver Védrine, página 14) no es la mejor cartilla. Hay que escribir la historia con mano propia.
1 “Concentrada, injusta, insostenible”, en periódico desde abajo Nº 114, julio 20-agosto 20 de 2006, pp. 2-3.
2 www.banrep.gov.co.
3 “Seleccionar personal civil y militar con miras a un entrenamiento clandestino en operaciones de represión (para) impulsar sabotajes y/o actividades terroristas paramilitares contra los partidarios conocidos del comunismo”. Estractos del informe sobre la visita a Colombia del General Yarborough, director del centro de investigaciones de
4 “Concentrada,…”, p. 3.
5 “Con el período de ocho años del Presidente de
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