El actual Paro es, sin lugar a dudas, Nacional, pero no porque cubra la totalidad de un territorio concreto, sino porque increpa directamente al Estado colombiano y su orden narco-paramilitar. El protagonista parece ser, esta vez, el lumpen criminalizado ¿quizá capaz de una “Revolución Molecular”?
El 21 de noviembre del año 2019 se convocó a un Paro Nacional cuyo carácter no fue verdaderamente nacional. Como suele suceder, el protagonismo lo tuvieron la ciudad de Bogotá y el Comité del Paro. Aunque, aprovechando el clima de lo acontecido en otras latitudes, especialmente en Ecuador, se suscitó una movilización importante, el Comité no logró representar a amplios sectores que manifestaron prontamente su inconformidad, lo cual produjo una escisión que contribuyó a disipar las energías colectivas que empezaban a organizarse de manera asamblearia.
Debe sumarse a esta realidad la respuesta estatal que, con ocasión del miedo al “vandalismo generalizado e irracional”, decretó un toque de queda y la militarización de la ciudad. Esta última, aunada a un talante extremadamente autoritario, se mantuvo y prolongó con la aparición de la pandemia de covid-19. Así, las energías colectivas parecían haberse disipado casi por completo o transformado en energías inmunitarias, a saber, volcadas sobre la defensa del individuo y la familia tradicional.
Más de un año después
El pasado 28 de abril, más de un año después, revivió el Paro Nacional, pero, a diferencia del que lo antecedió en el 2019, podría afirmarse que este sí tiene un carácter marcadamente “nacional”. No obstante, lo “nacional” no se encuentra dado por la cobertura de un territorio determinado, ni tampoco porque exprese de manera clara y unificada los diversos intereses asociados a los diferentes sectores que componen el país. Lo “nacional” de este Paro tiene que ver con que abre una serie de interrogantes que comprometen a la forma-Estado colombiana y dejan vislumbrar algo de su complejidad histórica. A su vez, se trata de un Paro con ribetes libertarios, que ponen en cuestión no solo la acción estatal, sino múltiples tipos de autoritarismo que se han convertido en habituales y que ahora, más que nunca, parecen reaccionar con una fuerza inusitada.
El Estado, en tanto forma social, si seguimos a autores como Poulantzas, Jessop, Deleuze/Guattari y Foucault, no es otra cosa que una condensación de condensaciones de relaciones de fuerza o poder. Toda forma social, sea la familia, la escuela, el ejército o cualquier otra, es una condensación de fuerzas variopintas. Esto permite que dichas formas no sean entidades eternas y monolíticas, sino en constante emergencia o reconfiguración. Las fuerzas, que podríamos llamar populares, construyen formas sociales, se cristalizan en estas, pero también las agrietan y desbordan. El Estado, como forma, no solo es una condensación de fuerzas, sino una condensación de condensaciones. Esto explica que sea capaz de regular, directa o indirectamente, dimensiones tan diferentes de la vida social como la educación, la sexualidad, la religión, la alimentación, la salud, etcétera.
Las luchas que acontecen en las diferentes dimensiones y formas sociales repercuten en el Estado, resuenan en este y lo transforman. Las relaciones de fuerza sexuales, religiosas, económicas, y demás, dejan huellas en la forma-Estado, las cuales a veces se manifiestan como garantías contra “abusos de poder”. Piénsese, por ejemplo, en la garantía de respeto sobre el territorio que han, hasta cierto punto, logrado las comunidades campesinas, negras e indígenas. Ahora bien, el Estado no es solo una condensación de condensaciones de fuerzas sino que, al nivel de la formación social en su totalidad (aun cuando se trate siempre de una totalidad abierta), también cumple una función eminentemente estabilizadora. El Estado es, en suma, garante de determinado orden social, de ahí el manido tema weberiano del “monopolio de la fuerza” y la importancia de lo que Althusser llamó “aparatos represivos de Estado”: jueces, cárceles, ejército, policía…
En el caso colombiano, el orden social es uno de carácter contrainsurgente y asociado al narcotráfico. En otros términos, las fuerzas sociales ligadas al narcotráfico y a la contrainsurgencia han modelado el Estado hasta darle, literalmente, una forma narco-paramilitar. El problema, entonces, no es solamente de unos cuantos políticos como Marta Lucía Ramírez o José Obdulio Gaviria (primo de Pablo Escobar), ni de un partido político como el Centro Democrático, pero tampoco de un estilo de gobierno corrupto y sanguinario, sino de un conjunto de relaciones de fuerza condensadas históricamente en un tipo de Estado singular. Existe toda una sociedad en movimiento embebida en la narco-cultura y la contrainsurgencia, pero también una sociedad en movimiento altamente inconforme con las fuerzas hegemónicas. No se trata, sin embargo, de maniqueísmo: los mismos individuos y grupúsculos que cuestionan el orden social pueden rápidamente pasar a defenderlo.
Lo anterior no es teorético. Tras la jornada de movilización del 21 de noviembre del 2019, animados por el miedo a “vándalos” nocturnos, a fantasmas que amenazaban la propiedad privada y la vida cual estado de incertidumbre hobbesiano, las mismas familias y los mismos vecinos que salieron “espontáneamente” con cacerolas a protestar se armaron con bates de béisbol y camisetas blancas para defender su integridad.
No es extraño. En Colombia existe un microfascismo altamente inestable que se relaciona con todo un orden contrainsurgente y que explica, en buena medida, la impunidad del asesinato sistemático de líderes y lideresas sociales, jóvenes, indígenas, comunidades negras y, en suma, de todo aquello que atente contra los denominados “ciudadanos de bien” y su pretendida “civilización”. El problema, pues, es de relaciones de fuerza, pero estas no siempre se presentan entre bandos claramente identificables, sino que son inherentes a las energías sociales que componen, a veces de manera muy contradictoria, un mismo individuo o grupo entero. Tales energías y fuerzas son como el inconsciente de las formas visibles, en particular de la forma-Estado. Se requiere de un buen análisis que vaya más allá del diván y penetre en las prácticas institucionales.
Pensemos, por ejemplo, en la quema de Cais ocurrida entre los días 9 y 10 de septiembre del 2020 y que vuelve a acontecer en el marco del actual Paro Nacional. La pregunta real, en medio de estos sucesos, es ¿qué función policial cumple un CAI?, ¿cómo opera? Suele pensarse que la legalidad y la ilegalidad son cuestiones contrapuestas; no obstante, el análisis del funcionamiento social desmiente rápidamente tal asunción. La defensa del orden y la legalidad tiene un trasfondo de “ilegalismos”. Los Cais, por ejemplo, se han convertido en muchos lugares en verdaderos centros de ilegalidad, donde se cometen torturas, violaciones, robos y, por supuesto, se controla el negocio del microtráfico de drogas haciendo parte de él. La policía reproduce la ilegalidad, pero al mismo tiempo la castiga o reprime. La ilegalidad de la droga y su mercado legitiman a su vez la propia represión de la policía a los sectores más marginales, al llamado lumpen, pero al tiempo reproduce a los marginales en tanto marginales, o mejor, al lumpen en tanto componente inevitablemente criminal.
De este modo, el sistema de clases se sostiene a partir de la represión de una no-clase: en su mayoría jóvenes pauperizados y racialmente marcados convertidos en criminales, que sirven como contramodelo abyecto del ideal normativo de “ciudadano de bien”, en este caso como contramodelo del hombre blanco-mestizo, propietario, trabajador, constructor de “buena familia” y “buenas costumbres”, heredero de privilegios coloniales (piénsese en lo que pretende representar José Félix Lafaurie). La ilegalización de las drogas legitima, por consiguiente, la fascistización de las clases populares, es decir, la persecución del lumpen convertido en elemento criminal del cual dichas clases se quieren alejar para acercarse al ideal de “ciudadano de bien” (por cierto, nunca alcanzado por nadie). No es casual que en los barrios populares aparezcan las mal llamadas operaciones de “limpieza social”, donde no solo se constituye en blanco militar la o el joven convertido en criminal, sino también la o el líder comunitario. En general, puede afirmarse que la lucha contra el microtráfico resulta funcional a la represión y la instalación de una vigilancia permanente sobre las clases populares, no solo por parte de la policía, sino de ellas mismas. La vigilancia permanente no permite eliminar la delincuencia, sino que sirve para que no se vea gravemente trastocado un orden racial y de clase que, a nivel macrológico se condensa en un Estado narco-paramilitar y colonial.
Así como la policía en los Cais resulta funcional al propio microtráfico, es decir, a la reproducción de un lumpen vuelto criminal que legitima la fascistización social, la represión de la diferencia y obtura las alternativas a lo existente, el Estado colombiano es funcional al mercado ilegal del narcotráfico que legitima un orden contrainsurgente donde la vida cotidiana se ve militarizada, donde se reprime y elimina a quienes cuestionan dicho orden y se reproduce un círculo económico vicioso en un contexto de guerra, en el cual los guerreros se ven beneficiados. Para nadie es un secreto que el combate agresivo de las drogas hace de estas un bien escaso y eleva su precio sin nunca eliminarlas. De ahí que la legalización y la sustitución de cultivos sean vistas con sospecha por parte de las oligarquías tradicionales, pero también de ese socius micrológico, imperceptible, que anida en cada barrio. Por otra parte, políticas alternativas a las de la “guerra contra el narco”, que a su vez es una estrategia contrainsurgente en general, empoderan al campesinado pobre y transforman el modo de percibir a ese lumpen urbano tan díscolo, pero también tan necesario, para el sistema de clases.
En este marco resulta urgente escuchar al lumpen, escuchar a esos aparentes vándalos sin miedo ni esperanzas, pero también a las clases populares criminalizadas a partir de los discursos del miedo y del odio a la diferencia. En contraste con el Paro Nacional del 2019, este Paro parece ser menos “orgánico”, más disperso. Ni el Comité del Paro ni mucho menos los políticos profesionales son capaces de representar lo que acontece. El Paro es realmente “nacional” no solo porque pone de manifiesto las contradicciones que atraviesan a Colombia en tanto forma-Estado, sino porque amenaza con rebasar al Estado de diversos modos, abriendo lo que Hakim Bey denominó Zonas Temporalmente Autónomas y con la eventual capacidad para remodelar el orden narco-paramilitar. Nos encontramos, así, frente a la posibilidad de proliferación de nuevos espacios de libertad, justicia social y respeto por la diferencia, pero también ante un pacto histórico que, más que pacto, es el resultante de la condensación de nuevas y viejas relaciones de fuerza en juego.
La figura del Paro Generalizado o la Huelga General tiene, de por sí, antecedentes comunistas libertarios, pero también fascistas. No es casual que un personaje como Georges Sorel condense teóricamente dicha ambivalencia. Sorel aseguraba que las salvajes Huelgas Generales eran suscitadas por fantasías concretas o “mitos” (en suma, afectos) que actuaban sobre un pueblo atomizado y pulverizado. Se suponía que tales huelgas debían rebasar el orden establecido, ponerlo en jaque, por lo que los liderazgos se percibían como un claro impedimento, un llamado a la recuperación o integración. También es sabido que marxistas como Mariátegui o Gramsci vieron la necesidad de organizar esa voluntad colectiva, de canalizarla a través de proyectos orientados al Estado, para lo cual la figura del Partido o semejantes resultan cruciales. La tensión entre la incitación al desborde creativo de la fuerza de la multitud y su canalización a través de líderes (populistas) se prolonga a su vez en autores contemporáneos como Negri y Laclau/Mouffe.
Sin embargo, aquí no se trata de escoger entre una u otra alternativa teórica, sino de prestarle atención al carácter “nacional” del Paro. Resulta predecible que, incluso desde la izquierda del espectro político, se empiecen a hacer llamados a la moderación (y no me refiero a la violencia, sino a la moderación en cuanto a la proliferación de acciones y la indefinición temporal). También es predecible que emerjan ejércitos de expertos para plantear cuáles deben ser los objetivos del Paro o políticos populistas que intenten canalizar las energías colectivas para sus propios propósitos. Todo esto ignoraría el papel protagónico que hoy tienen las comunidades reprimidas, las clases populares vigiladas y el lumpen criminalizado. De algún modo, el desborde es jalonado por el propio lumpen, por esa no-clase capaz de poner en peligro al sistema de clases. Sin embargo, la línea de fuga puede devenir en línea de abolición que propicie la apertura de un nuevo ciclo de violencia. La cuestión, entonces, radica en unirse a la inteligencia colectiva de las comunidades, las clases populares y el lumpen en movimiento, hacerlo como se pueda y donde se pueda, y, sobre todo, evitar la criminalización característica del orden contrainsurgente o paramilitar y la respuesta violenta funcional a este último.
Escuchemos a nuestro desobediente o insurgente inconsciente colectivo, dejemos que su expresión se condense en nuevas formas políticas diferentes a las tradicionales. Quizá, por ejemplo, el Ubuntu o “Soy porque somos” de Francia Márquez-Mina sea una esperanza a ese nivel, pero, así como ella, hace falta percibir las alternativas emergentes en cada barrio, en cada urbe, en cada vereda, en cada comunidad. Confío en que este análisis, inspirado en la Revolución Molecular deleuzo-guattariana y el neomarxismo, contribuya a contrarrestar el influjo afectivo, el miedo, suscitado por la conspiranoica teoría neonazi de la “Revolución Molecular Disipada”, ¡tan conveniente para el sostenimiento de nuestro Estado narco-paramilitar!
11 de mayo 2021.
* Politólogo y Doctor en Filosofía
Docente de la Universidad Nacional de Colombia
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