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La falsificación del rito o la sacralización de la bobería

La falsificación del rito o la sacralización de la bobería

El lenguaje simbólico detrás del uso del tapabocas es nefasto, peor aun es la falta de levadura en el pensamiento de quienes insisten en usarlo. Cuando la gente se da cuenta del engaño es demasiado tarde.

Umberto Eco poco antes de morir publicó una serie de ensayos que título De la estupidez a la locura, cómo vivir en un mundo sin rumbo (La Galera, 2016). Según la contraportada se trata de reflexiones en torno a «la nostalgia por el pasado perdido, la reflexión irónica sobre el poder y sus instrumentos, y la crítica a un consumismo que nos deja llenos de objetos y vacíos de ideas», Tal imagen resuena y regresa tras hacer una breve encuesta callejera en la capital del país, en el congestionado cruce de la avenida 19º con carrera 7ª. La pregunta desprevenida «¿usted por qué aún usa tapabocas en la calle?» arroja diversos resultados: «El virus no se ha ido». «Aún hay mucha gente sin vacunarse y eso es muy peligroso». «Me salvé durante dos años de que me diera esa cosa ahora no voy a dar papaya». «¡A usted qué le importa!». «Ya me dio no quiero que me repita». «Prefiero cuidarme a enfermarme».

Otros hacen fila en un célebre puesto de comida callejera para degustar un buñuelo gigante. Por supuesto, para llevárselo a la boca tan pronto lo han pagado es necesario retirarse el incómodo adminículo que parece más una mordaza que otra cosa. Algunos lo llevan de babero; otros lo cargan en la mano; sin embargo, en general, la mayoría lleva firmemente adosado, a su rostro, como una máscara de látex, el tapabocas como si deambularan por allí en ejercicio de una rigurosa ceremonia iniciática.

No se puede desconocer ni negar el derecho que tiene cada cual de autoimponerse una prohibición (no salir a la calle sin tapabocas) que no está vigente. Lo digno de analizar es la forma como muchas personas han introyectado el mandato de enmascararse para asegurar la salud. El alcance del condicionamiento y la coacción social es manifiesto así se haya reducido a una ritualidad vacía y descontextualizada.

Es indudable que toda sociedad requiere acudir a los ritos como forma de sacralizar la vida. El rito, en su sentido más puro, al ser repetitivo y mecánico, logra poner la mente en suspenso y conduce al ser humano a sustraerse de la cotidianidad, reservar un tiempo para sí para encontrarse con el misterio de lo inefable y trascendente. Los rituales por sí mismos no trasmiten nada, esa es la esencia, su fuerza radica en que crean comunidad sin establecer comunicación, como lo recuerda Byung-Chul Han en La desaparición de los rituales. Hoy, muy al contrario, existen mal llamadas comunidades creadas en torno a redes sociales en donde la comunicación es vacía. La genuina comunidad es aquella que sin acudir a los mensajes virtuales, logra crear verdaderas señas de identidad, sin que por ello se excluya la autenticidad. El rito religioso, familiar, íntimo, social o político es un componente social que invita y congrega; abstrae lo mundano y centra el aquí y el ahora.

Si bien el rito se practica de manera mecánica hay un impulso hacia él, un aliento vital que le imprime sentido y contexto. Entrar a un rito, así sea breve, momentáneo, es cerrar tras de sí la puerta para clausurar el ruido externo, aislarse del «mundanal ruido» del que hablaba Thackeray. Hoy la sociedad capitalista ha clausurado los ritos en busca de la inmediatez, de la simultaneidad, de la falsa idea de estar conectados a través de redes que nos hacen creer en el sentido de comunidad. Aparecen incluso nuevos oficios como el de los “communty managers” para hipertrofiar esas burbujas de convocación social, que no son sino eso, aire.

Ahora, en la actual crisis civilizatoria de la salud (hay que negarse a usar la palabra pandemia pues ella implica caer en la sinécdoque de llamar el todo por la parte) aparece un rito vacío, inocuo, que ni crea comunidad ni invita a nada. Se trata de la ritualidad de salir a la calle con el bozal de la mascarilla o tapabocas. La simbología detrás del uso del tapabocas es nefasta: aislamiento, distanciamiento, no compromiso, no acercamiento, ahogamiento, no-identidad, enmascaramiento, temor y desconfianza al prójimo… El miedo introyectado durante la crisis civilizatoria de la salud ha dejado una impronta difícil de erradicar. Basta salir a la calle para comprobar la «inocente estupidez», la falta de levadura en el pensamiento; incluso puede interpretarse como pereza de pensamiento; en el mejor de los casos explicarlo como un mecanismo reptiliano de supervivencia que aflora instintivamente.

El hecho de que se hayan levantado las barreras y las personas siguen no solo “viéndolas” sino obedeciéndolas es una triste señal de conductismo pavloviano, como cuando a un perro se le pone una cerca eléctrica para que no invada el jardín del vecino, rápidamente aprende a no acercarse. Levantada la barrera, el perro no volverá a transgredir la línea antiguamente demarcada.

Atreverse a salir de casa sin la mascarilla equivale a desafiar una autoridad invisible que parece seguir vigilando y controlando los menores desplazamientos ciudadanos. Es caer en la autoculpa, en el flagelo del escarnio público o en una abierta violación del respeto por los demás. A ese extremo se llega tras dos años de restricciones a los más elementales derechos de movilización. Hay países que han levantado incluso la obligación de usar tapabocas en recintos cerrados; aquí se siguen usando en las calles, en sitios públicos y abiertos sin que nadie, ley o autoridad, lo exija. Quitarse y ponerse el tapabocas con solo traspasar cualquier umbral es un rito vacío, inocuo, carente de utilidad o sentido. No crea comunidad ni aporta nada a la búsqueda de sentido que el ser humano tanto ansía. Es la mecanización que sustituye el pensamiento activo.

Es el triunfo de la dominación, de la subyugación a la voluntad y la derrota de la dignidad. Hubiera sido de esperar –pero no fue así– que levantada la prohibición la gente saliera a la calle para volver a respirar libremente, de sonreír en público, de saludarse con un beso en las mejillas o en los labios, de mostrar con su gestualidad facial la alegría de liberarse de esa prenda de castigo, de agradecer no estar obligada a respirar el propio monóxido de carbono que exhala. Seguramente tardaremos muchos años en deshacernos de la mascarilla. El pensamiento crítico, el eje de la lucha antisistema, tiene aún formidables desafíos para contrarrestar el daño realizado por los dispositivos de dominación y de poder. Como decía Cervantes: “La falsedad tiene alas y vuela, y la verdad la sigue arrastrándose de modo que cuando las gentes se dan cuenta del engaño ya es demasiado tarde”.

* Escritor, miembro del consejo de redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.

 

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Información adicional

Autor/a: Philip Potdevin
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo Nº290, abril 20 - mayo 20 de 2022

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