
Para quienes siempre han gobernado suplantando la participación cotidiana de la ciudadanía, que es la forma ideal para darle cuerpo a una democracia plena; para aquellos que le temen a la intervención directa y decisiva de la comunidad, el único conducto para la acción y la concreción democrática –formal– son los partidos y las elecciones el conducto para ello. Todo lo demás les parece extraño, improcedente y hasta antidemocrático.
Según su visión del gobierno y de la política, el sufragio es la máxima expresión de la democracia, y entre elección y elección quienes discuten y deciden las formas de regulación de una sociedad dada son los congresistas, precisamente delegados para ello por los electores, quienes, como en los toros, deben mirar desde las barreras lo que deciden –“por ellos y por su bien”– los expertos en política, los “representantes del pueblo”.
En el actual establecimiento, la política precisamente es cuestión de ‘expertos’, de ‘profesionales’, y sus detentadores hacen todo lo que les compete para alejar a las mayorías (la polis) de lo que les debiera competer en todo momento. Y así debiera ser, ya que la política implica todo aquello que afecta a los intereses colectivos. Por ello, precisamente, la sociedad como conjunto debiera estar movilizada en todo momento, cuando de sus derechos se trata, lo que concretaría una democracia actuante.
Quienes piensan y actúan para impedir la emergencia de la sociedad como colectivo consciente, no se han percatado –o no quieren aceptarlo– de que tal concepción del gobierno, de la política y de la democracia entró en crisis hace varias décadas, con fuerte expresión en mayo del 68, ese inmenso suceso que marcó la segunda mitad del siglo XX con su sello feminista, de reivindicación ecológica, de protagonismo juvenil, de ética y solidaridad internacionalista, de cuestionamiento a la autoridad sempiterna, de cuestionamiento al consumo como máxima social.
En un suceso como aquel ganó cuerpo –como está visto– diversidad de otras formas de participación en la cosa pública, expresión política renovada de la sociedad dispuesta a recoger en mano propia el diseño y el control de su vida, hasta ahora para ganar cada vez más cuerpo; en acera opuesta quedaron los partidos políticos, del establecimiento o no, sin canalizar las energías ciudadanas, aunque permanecen funcionando como empresas electorales en disputa por el control de la maquinaria estatal, a modo de botín para beneficio de la minoría social.
Esta realidad tan de bulto y tan visible quedó de nuevo expuesta en la declaración de Miguel Ceballos, el ‘Alto’ Comisionado para la Paz, al dizque exigirle a la minga que desde el 10 de octubre recorre parte del país que les diga “con claridad a los colombianos” si quiere convertirse en un movimiento político. Que el Sol quema es sabido desde siempre, pero quien pretende distraer recurre a viejos dilemas para, además, dividir, que es su real propósito, así como para bloquear el ascenso del común hacia una democracia directa, actuante, radical.
Según el funcionario, en el país “existen partidos políticos que asumen la responsabilidad de sus posiciones, también existen movimientos políticos que han sido creados de acuerdo con las normas, pero el escenario aquí es el Congreso de la República”. Y agregó, a propósito del debate político que persigue la minga con el Presidente: si quieren constituirse en partido, la minga “debe aplicar y jugar con las reglas con las que otros partidos políticos están jugando, porque, de lo contrario, estaríamos legitimando una vía alterna a la que establece nuestra democracia, y por supuesto no cumpliría con la Constitución y la ley”. Es el culto al fetiche: primero la norma, luego la realidad. Amén.
Para el funcionario, solo a través de las instituciones formales que rigen el país es posible la participación y la decisión sobre la vida diaria de la comunidad, en este caso sobre la vida, sobre los atentados con armas de fuego que con especial énfasis padecen quienes habitan el campo colombiano, como lo reiteran y demandan indígenas, campesinos y afrodescendientes constituidos en minga del suroccidente colombiano, así como la exigencia de un ejercicio democrático pleno, con paz y derecho al territorio.
¡Todo un exabrupto! No hay mayor pertinencia, vitalidad y expresión democrática que la concretada por una comunidad, por un conglomerado social, erigido en actor directo y central del acontecer nacional. Un actor político por excelencia, por encima de los partidos políticos y sin necesidad de ellos, para dejar en claro ante todo el país lo que piensan, sufren, necesitan y esperan conseguir para –como en este caso– preservar sus vidas, para gozarla en dignidad, con satisfacción plena de sus necesidades materiales y sus tradiciones espirituales.
Lo que la minga está haciendo sin necesidad de romper la vapuleada Constitución –a la que recurre el establecimiento como artificio mágico siempre que quiere defender sus intereses, así la viole cada día al negar los preceptos allí resumidos– es renovar, oxigenar, vitalizar la democracia, no la formal sino la directa, la real, en que el demos reivindica para constituirse en actor directo de su destino. Claro que un proceder así está politizando, llevando al debate político colectivo, abierto, temas que son del resorte de todos, invitando al conjunto del país a tomar posición y actuar en consecuencia, para concretar necesidades y sueños sin necesidad de la intermediación del Congreso, de los partidos y de ninguna otra instancia formal.
Estamos, por tanto, ante una de las expresiones más vivas de la democracia directa, que, si de fosilizarla se trata, no hay mejor conducto que institucionalizarla, hacerla partido, obligarla a que se registre, a que reduzca su potencia a la figura de una persona y comprometerla en elecciones. Y así lo saben los usufructuarios del establecimiento, conscientes de que la formalidad envejece en pocos meses lo que es joven y mata, antes de tiempo, todo aquello que parecía vital. Esa es la potencia motecina de los formalismos legales, de regirse por la norma tal, por el decreto tal, todo un laberinto de apariencias que arrasa con la energía y la creatividad de lo colectivo, reduciéndolo a lo individual, al simple empaque, a la formalidad.
A la miga aún le faltan varios días en su caminar por el país, pero, aún sin haber concluido, podemos asegurar que ya triunfó. Sí, así es, ya que lograr que el establecimiento quede al desnudo en su limitado y mezquino concepto de la participación, de la democracia y de la política, es todo un éxito que se debe traducir –como compromiso de tantos movimientos y organizaciones alternativas–en airear, en politizar la vida diaria de la población colombiana, tomando para ello –como motivos suficientes– la tarea de deliberar sobre lo que entendemos por vida digna, derechos humanos, política, participación, gobierno, Estado, justicia tributaria, renta básica, democracia plena, empleo, salario digno, paz, justicia, y tantos otros contenidos que es fundamental dibujar y colorear, para hacerlos visibles ante todos en sus reales contornos e implicaciones.
De modo que la actividad de los indígenas es un ejercicio deliberativo que puede aportar enormemente a regenerar la democracia, para que, más allá de expresión formal –elecciones–, se torne integral, pues, si las mayorías están atentas a la manera como el Gobierno procede cuando se toman medidas en contra de las mayorías, estaría en condiciones de destituir, bloquear, aislar al gobierno de turno y tomar en manos propias su destino. Repetimos y enfatizamos en que esto es dable cuando el establecimiento define situaciones en economía, en política de vivienda, en educación, en salud; en cuanto a los derechos humanos, la guerra y el control del territorio, entre infinidad de asuntos que implican la vida de todos y todas.
Son estos el reto y el sueño de la democracia integral: el pueblo erigido en actor de su propio destino. La minga es una invitación para que actuemos en consecuencia.
Leave a Reply