Si bien todas las partes del conflicto armado que desde hace
40 años azota Colombia –es decir, las fuerzas de seguridad, los
paramilitares y los grupos guerrilleros– han vulnerado
reiteradamente las normas internacionales de derechos humanos y
del derecho internacional humanitario, en los últimos años, la
mayoría de los homicidios, las masacres, las “desapariciones” y
los casos de desplazamiento forzado y tortura se han atribuido a
los paramilitares. El “proceso de paz” no impide que estos sigan
matando: más de 2.300 homicidios y “desapariciones” se han
atribuido a los paramilitares desde que las AUC declararan el cese
de hostilidades en diciembre de 2002.
El uso sistemático y generalizado de tácticas de terror
contra la población civil ha sido el trágico distintivo de la
estrategia paramilitar. Las fuerzas de seguridad, los
narcotraficantes, los funcionarios estatales y los intereses
políticos y comerciales en el ámbito local también han sido
cómplices de promover política, militar y económicamente sus
actividades. Durante demasiado tiempo, los autores de abusos
contra los derechos humanos han actuado con total impunidad.
Son pocos los paramilitares y, en particular sus líderes, o quienes
los apoyan, o los miembros de los grupos guerrilleros que han sido
puestos a disposición de la justicia por ese motivo.
Amnistía Internacional ha pedido repetidamente a los
sucesivos gobiernos colombianos que desmantelen los grupos
paramilitares y rompan los vínculos que existen entre ellos y las
fuerzas de seguridad y otros funcionarios estatales. Pero para
garantizar una paz justa y duradera y un futuro en el que se
respeten y protejan los derechos humanos todo proceso de
desmovilización debe respetar el derecho de las víctimas a la
verdad, la justicia y la reparación, y debe garantizar que los
combatientes son realmente apartados del conflicto, que se
elimina el control político, económico y criminal del
paramilitarismo existente en muchas zonas del país y que éste se
sustituye por el Estado de derecho.
La Ley de Justicia y Paz recién aprobada, cuyo objetivo es
regular el proceso de desmovilización, no tiene en cuenta estos
principios fundamentales, por lo que no ayudará a asegurar que se
pone fin a la crisis de derechos humanos. En realidad, el gobierno
colombiano parece estar inmerso en un proceso de negociación de
contratos de impunidad, que beneficiarán no sólo a los
paramilitares responsables de violaciones de derechos humanos,
sino también a quienes los respaldan política, económica y
militarmente y, posiblemente en el futuro, a los miembros de las
fuerzas guerrilleras responsables de abusos contra los derechos
humanos.
En la década de 1980, Medellín se convirtió en sinónimo del
comercio de cocaína. La ciudad tiene también un largo historial de
intentos de paramilitares y narcotraficantes de captar y asimilar
bandas criminales que actúan en los barrios pobres. Esto, unido a
la presencia de las milicias guerrilleras hizo que Medellín se
convirtiera en la ciudad con el índice de asesinatos per cápita
más alto del mundo.
Los paramilitares han tenido una fuerte presencia en Medellín
desde finales de los años 1990; primero, con el Bloque Metro y,
después, con el BCN. En colaboración con las fuerzas de
seguridad, sustituyeron a la guerrilla como grupo armado dominante en la ciudad. El éxito de la consolidación del paramilitarismo en muchos
de los barrios más pobres de Medellín –y la neutralización de la
guerrilla– convirtió a la ciudad en el escenario ideal para la
primera desmovilización en gran escala de los paramilitares, ya
que ayudaba a dar credibilidad al proceso nacional de
desmovilización.
Y, sin embargo, Medellín es el doloroso ejemplo del fracaso
de la estrategia de desmovilización del gobierno. A la mayoría de
los paramilitares se les ha concedido una amnistía de facto,
mientras siguen activos y ejerciendo un control férreo sobre
muchas áreas de la ciudad. Los civiles –y, especialmente los
defensores de los derechos humanos y los activistas
comunitarios– siguen recibiendo amenazas y siendo objeto de agresiones. La tasa de homicidios ha descendido, pero el Estado de derecho no puede garantizarse en una ciudad en la que cualquier intento de cuestionar o desafiar el control de las fuerzas paramilitares puede tener y, tiene, como respuesta la violencia política.
El paramilitarismo, tanto en Medellín como en otros lugares
de Colombia, no se ha desmantelado; simplemente se ha
“reinventado”. Puesto que ya se ha arrebatado a las guerrillas el
control de muchas zonas de Colombia, y en muchas de ellas se
ha establecido un control paramilitar, ya no hay necesidad de contar
con grandes contingentes de paramilitares uniformados y
fuertemente armados. En lugar de eso, los paramilitares están
empezando a contribuir como “civiles” a la estrategia de
contrainsurgencia de las fuerzas de seguridad en estructuras
legales, como empresas privadas de seguridad y “redes de
informantes”, que sean más aceptables para la opinión pública
nacional e internacional.
Si desean una copia del informe Colombia: Los paramilitares en
Medellín: ¿desmovilización o legalización?, visiten
http://web.amnesty.org/library/index/eslamr230192005
Amnistía Internacional
1 de septiembre de 2005
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