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Lucha de clases, insurrección popular y masacre

Lucha de clases, insurrección popular y masacre

La crisis social provocada por la emergencia sanitaria y su errática gestión por parte del gobierno Duque es un elemento necesario pero insuficiente para explicar la inédita intensidad y prolongación del paro nacional. Sus desencadenantes hunden sus raíces en el bloqueo autoritario de las expectativas producidas por el proceso de paz, un problema de representación política y la indignación ante un agravio moral.

La primera impresión respecto del levantamiento popular desencadenado el 28 de abril, que hoy completa casi dos meses, fue de una gran perplejidad, incluso entre los actores protagónicos. La sociedad colombiana no experimentó un fenómeno de proporciones similares cuando menos desde abril de 1948.

El descontento con un gobierno corrupto y autoritario, orientado por el manido libreto que implementó Álvaro Uribe en sus dos administraciones (2002-2010), al servicio exclusivo de la clase privilegiada, fue una constante desde mucho antes de la crisis sanitaria. Pero nadie parecía advertir que la paciencia del pueblo estuviera por llegar a sus límites, como para sostener intensas acciones colectivas por un período tan prolongado. Muestra de ello es la expresión “estallido social” a que se ha recurrido para designar el acontecimiento.

“Estallido social” es, sin embargo, un concepto impreciso. El agudo deterioro de todos los indicadores sociales, consecuencia de la gestión criminal que el gobierno Duque hizo de la emergencia sanitaria, descargando la responsabilidad del Estado sobre los ciudadanos mientras se ocupó de garantizar ganancias inéditas para los más ricos, es un factor necesario para comprender este fenómeno.

No obstante, la explicación no se reduce a las consecuencias de la pandemia. De hecho, para ciertos sectores sociales la situación ya era desesperada incluso antes. Los jóvenes de clase media y popular que hoy protagonizan las principales acciones colectivas del paro nacional, cuyos horizontes de autorrealización se han cerrado, fueron también los protagonistas de las grandes manifestaciones en noviembre de 2019.

Una hipótesis

La explicación del movimiento social únicamente por las adversas condiciones materiales corre el riesgo de reducirlo a una reacción espasmódica, casi irracional, perdiendo de vista la racionalidad a que obedece. Esta racionalidad hunde sus raíces en la lucha de clases que emergió alrededor del Acuerdo de paz con las Farc, cuyos principales protagonistas son la variopinta clase popular, históricamente excluida del ámbito político, y la clase privilegiada, cuyos representantes virtualmente monopolizan dicho espacio. El descontento que conduce al levantamiento popular es inducido por el bloqueo autoritario de las expectativas generadas por el proceso de paz, un serio problema de representación política de la clase popular y cierta “economía moral”.

En efecto, las negociaciones de paz permitieron la emergencia de demandas sociales irresueltas, acalladas y aplazadas por la guerra, orientadas a resolver la insostenible desigualdad social, redistribuir la propiedad territorial, detener el genocidio como mecanismo de exclusión política y garantizar verdad, justicia y reparación, entre otras cosas. Esas reivindicaciones han sido acalladas mediante un verdadero baño de sangre, con el asesinato de más de quinientos líderes sociales y desmovilizados de la guerrilla, mientras el gobierno “hace trizas” el Acuerdo de 2016.

En las elecciones presidenciales de 2018 las demandas sociales de la clase excluida fueron políticamente representadas por el candidato Gustavo Petro, contra el discurso del “centro” y la derecha uribista que las considera “polarizadoras”, “castrochavistas” y producto del “odio de clases”. Sin embargo, el triunfo de la política tradicional y de sus maquinarias electorales, articuladas en torno al candidato del uribismo, Iván Duque, significó excluir, por enésima vez, tales demandas del espacio político.

Mediante el tradicional clientelismo, el uribismo consiguió las mayorías necesarias para bloquear toda iniciativa tendiente a resolver las reivindicaciones populares. La excepcionalidad de la pandemia, por vía de la relajación de los controles institucionales, fue el escenario perfecto para sustentar su dominación en la repartición de “mermelada”, contrarrestando así su irreversible declive en términos de popularidad y legitimidad. Como consecuencia, la protesta social se erigió no solo en la única alternativa de la clase popular para hacerse oír, sino en el único factor capaz de deteriorar la gobernabilidad de la administración Duque.

En fin, el descontento inmediato se explica por una “economía moral”, similar a la que descubrió E. P. Thompson en los motines de subsistencia en la Inglaterra del siglo XVIII. En efecto, la reforma tributaria, gravando hasta los servicios funerarios, rompió el consenso tácito en que se sustenta el vínculo social y tocó el límite de la injusticia admisible. La indignación emergió sobre todo tras las declaraciones del ex ministro Carrasquilla sobre el precio de los huevos, pues no solo expresó la absoluta desconexión del gobierno con la realidad, sino sobre todo una arrogancia capaz de propinarle a las clases populares, en medio de una crítica situación socioeconómica, un agravio moral mediante la burla.

Crisis de representación política de la clase popular

Desprecio y burla por parte de quienes dominan, e ira popular, no solo no potenciada por las fuerza alternativas sino que incluso le dieron la espalda, por simple cálculo político. Los sectores de izquierda aglutinados en el “Pacto histórico” han experimentado un desplazamiento hacia el centro del espectro ideológico, dejando sin representación política explícita parte de las demandas históricamente proscritas del ámbito político. Ese desplazamiento se manifestó, entre otras cosas, en las alianzas entre sectores del Polo Democrático y las alcaldías de “centro” en Bogotá y Cali, triunfantes en 2019.

Son casi inexistentes las críticas abiertas de los líderes del Polo y otras expresiones de la izquierda a dichas administraciones de “centro”, incluso a pesar de que durante el paro asumieron un rol próximo al gobierno nacional o, en todo caso, no tomaron abiertamente partido por las causas populares. Por ejemplo, a pesar de que la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, reiteró que estuvo al tanto de la situación la noche del 9 de septiembre de 2020, cuando la Policía masacró una decena de ciudadanos, nunca se le exigió responsabilidad política, de tal manera que el suceso terminó por perder relevancia.

En ambos casos se desincentivó la protesta social. Debido al estrecho vínculo entre actores sociales y políticos en la izquierda, tras las coaliciones los primeros quedaron divididos y una parte optó por no apoyar protestas que pudieran mermar la legitimidad y gobernabilidad local. Por ejemplo, en octubre de 2020 la Minga se desplazó desde el Cauca hasta Bogotá para obligar al gobierno Duque a escuchar sus demandas. Sin embargo, una vez en Bogotá sus manifestantes decidieron no protestar, limitándose a actividades controladas en las que incluso participó la Alcaldesa, quien terminó haciendo el papel de “policía bueno”. De esa manera, Duque no tuvo necesidad de responder de ninguna manera a la Minga.

Además, al cooptar parte de la izquierda, los gobiernos de ambas ciudades se privaron en la práctica de una real oposición. Como consecuencia, el descontento social quedó sin posibilidades de representación política y las administraciones sin un “termómetro” que les pudiera indicar la magnitud del malestar. Por ese motivo se comprende la epifanía que la Alcaldesa de Bogotá experimentó mientras se recuperaba de su infección por covid 19, cuando se enteró, tras varias semanas de paro, que había un descontento real en las calles.

Ad portas de las elecciones presidenciales, el paro nacional ha demostrado una gran desconexión de la izquierda política con los sectores sociales en protesta. Eso explica la sorpresa que experimentaron los representantes de izquierda o incluso “alternativos” con la magnitud de las movilizaciones, y su incapacidad para reaccionar con rapidez aún a pesar de la desmesurada represión que desde el principio se produjo. Con el paso de los días los líderes se muestran más preocupados por los cálculos electorales, algunos buscando “seducir” al “centro”, que por representar efectivamente las reivindicaciones de los excluidos.

De ahí que Gustavo Petro, el candidato presidencial de izquierda con mayores posibilidades, se haya inclinado tempranamente a una conciliación con el gobierno de Duque. Incluso manifestó que era necesario rescatar al Presidente de su patrón, Uribe. Posteriormente, se ha sumado a la presión en contra de los bloqueos de vías, principal repertorio de acción en el paro, también homologándolo a la violencia ejercida por el Estado. Como ha manifestado explícitamente, el candidato teme que la incomodidad de los bloqueos aumente la represión y termine por revivir una opinión favorable a las salidas autoritarias del uribismo, de cara a las elecciones de 2022.

Desarticulación discursiva y organizativa

El paro nacional se ha desarrollado en medio de una gran desarticulación organizativa y discursiva. A casi dos meses de acciones colectivas, las distintas reivindicaciones, muchas de ellas de carácter local, no consiguen articularse del todo en un marco de acción colectiva común, capaz de distinguir con claridad el problema, sus responsables y adversarios, y sus soluciones. Al día de hoy existe una semiopraxis, esto es, un conjunto de prácticas y acciones colectivas de los actores subalternos, la clase popular, con un significado crítico y renovador, que no por casualidad inició con el derribo de la estatua de Sebastián de Belalcázar, pero que aún no logra traducirse al lenguaje convencional de la política. Esa traducción solo será efectiva si se erosiona el sentido común dominante, no solo de la derecha uribista sino sobre todo del “centrismo” que se ofrece como alternativa

En buena medida esta situación de desarticulación se explica por los problemas de representación. Ni las organizaciones de los movimientos sociales ni las organizaciones políticas de la izquierda esperaban que el descontento se expresara en un levantamiento de esta magnitud. El Comité Nacional de Paro (CNP), que aglutina a las organizaciones sociales convocantes de la protesta, fue desbordado y su representación es rechazada por los núcleos de manifestantes auto-convocados y auto-organizados en distintos territorios.

Pero también se explica por las dificultades para comprender un fenómeno totalmente inédito. En un país con un tejido social precario y fracturado por las heridas aún sin sanar de la guerra, las grandes movilizaciones sociales han tenido una dinámica clásica de promoción por organizaciones formales “desde arriba”, en un modelo cercano al propuesto por Lenin. En esta ocasión las formas organizativas y sus modos de articulación emergen paulatinamente a medida que la propia movilización se desarrolla, y sus protagonistas son actores en proceso de politización, en una forma más cercana a los planteamientos de R. Luxemburgo.

Por esa razón, al igual que otras experiencias de movilización en América Latina, los actores sociales han encontrado en los territorios un elemento de identificación y una base de organización. De ahí la importancia que conceden al re-nombramiento de los lugares emblemáticos, como “Puerto resistencia” o “Portal de la resistencia”, entre otros. Allí se produce la articulación concreta entre actores diversos y entre distintas identidades políticas, sociales y de sexo/género, intergeneracionales e interclasistas.

En el aspecto organizativo, las dificultades se desprenden de las propias dinámicas de coordinación en medio de la acción colectiva, sus constricciones y sus tiempos. Su principal consecuencia es dificultar la interlocución de los protagonistas de la protesta con las autoridades locales o nacionales. Sin embargo, se trata de obstáculos que pueden sortearse con los esfuerzos asamblearios que se empiezan a desarrollar, como la Asamblea Nacional Popular. Aunque implicarán el protagonismo de organizaciones de movimientos sociales previamente establecidas, también articularán nuevos actores a sus dinámicas y serán fundamentales para forjar un discurso político común.

La desarticulación discursiva parece ser más una consecuencia de la crisis general de los marcos de la izquierda, producto del intenso cambio cultural de las últimas décadas, en particular para articular las clásicas demandas universalistas por redistribución con las reivindicaciones particularistas basadas en políticas de la identidad. Pero tal desarticulación también evidencia los límites del horizonte de sentido que abrazó la izquierda colombiana y que en la práctica se limita a reivindicar la Constitución de 1991. Por una parte, porque sus respuestas a las demandas de la clase popular se distinguen muy poco de sectores del “centro” o de la misma derecha. Por otra, porque la Constitución, en particular en lo atinente al modelo económico neoliberal, se queda corta con respecto a dichas demandas.

El consenso de los privilegiados, la represión y el terrorismo de Estado

En claro contraste, la clase privilegiada cerró filas en torno al gobierno uribista y en favor de la reforma tributaria, buscando evitar que los costos de las crisis sanitaria y económica, consecuencia de las políticas erráticas de Duque, erosionaran parte de sus jugosas ganancias. Así lo demuestran las declaraciones de los representantes gremiales y el absoluto cerco mediático para invisibilizar la represión y el terrorismo estatales. A diferencia de lo ocurrido durante las protestas de noviembre de 2019, cuando incluso un canal de televisión como City TV se vanaglorió de hacer el más amplio cubrimiento en Bogotá, en esta coyuntura ninguno de los grandes medios de comunicación, propiedad de los conglomerados económicos, se interesó por informar rigurosamente sobre el paro.

El respaldo de la clase privilegiada al políticamente débil gobierno uribista explica los niveles de represión que este ha desatado contra el pueblo. El gobierno encontró en la pandemia el contexto propicio para apuntalar sus mayorías y hacer frente a su irreversible declive con “mermelada”. Pero la protesta social escapa por completo a esa dinámica, en primer lugar, porque debido a su carácter inorgánico no puede detenerse por vía del clientelismo. En segundo término, difícilmente va a sucumbir a la estrategia de desgaste y dilación del gobierno, porque quienes están comprometidos en ella son, por definición, “parados”, es decir, no tienen otro horizonte vital, de trabajo, ingresos y educación, en el corto plazo. Y finalmente, las exigencias de la protesta demandarían recursos que necesariamente le restarían al gobierno la posibilidad de aceitar sus maquinarias, única base sobre la que hoy se sostiene.

Por eso, la única respuesta ha sido la represión desmedida y el terrorismo de Estado. De acuerdo con el informe que las ONG Temblores e Indepaz presentaron el 10 de junio a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh), al menos 3.798 personas habían sido afectadas por la represión de la fuerza pública, hasta esa fecha había 1.649 detenciones arbitrarias, 346 desapariciones y 41 asesinatos en el marco del paro.

La respuesta represiva tiene como uno de sus pilares la doble politización de la fuerza pública. El Ejército y la Policía han estado politizados por la Doctrina de Seguridad Nacional, que se expresa en un tratamiento contrainsurgente de la protesta social, asumida como uno de los repertorios del “enemigo interno”. Pero hoy se adiciona una politización partidista y concretamente uribista, labrada poco a poco, con estrategias como las conferencias a altos mandos del neonazi chileno Alexis López. Por esa razón, no puede descartarse que parte de la represión corra por cuenta de las propias FF.AA.

Finalmente, la represión también descansa en un consenso contrainsurgente para contener la protesta social. Un consenso expresado desde hace varios años, sobre todo por boca de actores políticos del “centro” y la derecha, basado en la homologación de la protesta social con la insurgencia armada. Con el mote de “vandalismo” han rechazado los repertorios de protesta que comprometan un cierto nivel de violencia, así sea simbólica, sobre todo contra bienes públicos, como los grafitis o la ruptura de vidrios, entre otros.

Como contraparte del “vandalismo” se hacen llamados a la “protesta pacífica”. De esa manera se ubica la protesta en el campo de lo “bélico”. De hecho, la misma Alcaldesa de Bogotá llegó a comparar la “toma” de la capital, convocada por el CNP el 9 de junio, con las antiguas tomas de pueblos y ciudades por parte de la insurgencia armada y los paramilitares. Se desconoce así que los niveles y los sentidos de la violencia en las protestas son incomparables con los de la guerra y, sistemáticamente, se omiten las evidencias que apuntan a hechos de violencia provocados por terceros o por la misma fuerza pública para deslegitimar la protesta social.

En el marco del paro nacional el consenso contrainsurgente se ha expresado también en el rechazo del bloqueo de vías principales como repertorio de protesta. Se arguye que los bloqueos no pueden perpetuarse, pues perjudican al mismo pueblo y crean oportunidades para la represión. Este tipo de argumentos descargan toda la responsabilidad sobre los manifestantes y terminan por convertirse en una presión en su contra. Pese a sus altos costos en términos de represión, el bloqueo ha demostrado ser el único repertorio capaz de llamar la atención, si no del gobierno por lo menos de la sociedad colombiana.

Quienes se manifiestan por ese medio han intentado hacerse oír de muchas otras formas, con manifestaciones pacíficas y multitudinarias, con acciones colectivas lúdicas y culturales, entre otras, pero solo bloqueando vías consiguieron ser escuchados. En cambio, el gobierno tiene en sus manos una variedad de medios para resolver los problemas sociales objeto de reclamo. Si los bloqueos perduran en el tiempo, es en primer lugar su responsabilidad. Por lo tanto, es al gobierno al que corresponde presionar, tanto por los bloqueos como por la represión.

El papel del “centro”

Desde las elecciones de 2018 es notoria la intención de una parte de la clase privilegiada por desplazar al uribismo como representante de sus intereses en el escenario político. De hecho, las diferencias entre el uribismo y los sectores del “centro” se explican en buena medida como una disputa por la representación de esos intereses. La asistencia del “centro”, representado en la “Coalición de la esperanza”, al simulacro de diálogo nacional convocado por Duque, así como el apoyo explícito de la alcaldesa de Bogotá a la reforma tributaria de Carrasquilla, a pesar de lo impopular que resultaba, pueden interpretarse como mensajes de confianza, guiños, hacia la clase privilegiada.

En el desarrollo del paro, el “centro” ha evitado tomar partido claramente a favor del gobierno o del movimiento social, tratando al mismo tiempo de capitalizar electoralmente el descontento social. En la práctica, sin embargo, eso ha significado reforzar marcos de sentido como el consenso contrainsurgente contra la protesta. Por ejemplo, cuando sus representantes manifiestan un rechazo a “todas las formas de violencia, vengan de donde vengan”, homologan los gritos y las piedras de los manifestantes con las armas de fuego de la fuerza pública y de los paramilitares urbanos.

Una actitud similar adoptaron los alcaldes de “centro”, en particular en Cali y Bogotá. Ciertamente, hay un esfuerzo del gobierno nacional por suplantar a las autoridades locales, expresado con claridad en el Decreto 575 el 28 de mayo de 2021, para militarizar las ciudades, empezando por Cali. Sin embargo, también es cierto que los alcaldes han evitado tomar partido. Por un lado, han estado al tanto de las operaciones represivas de la fuerza pública e incluso han dispuesto de ellas. Por otro, han tratado de presentarse como autoridades meramente administrativas, dóciles al gobierno nacional, abandonando su función de representación política del pueblo.

Esta última estrategia ha sido especialmente implementada por la alcaldesa Claudia López. Su estilo de gobierno se ha caracterizado por una campaña política ininterrumpida que se expresa, por ejemplo, en la crítica abierta a quienes dotaron con elementos de protección a la primera línea de las protestas, incluso insinuando que se trata de un organismo paramilitar, y en todo tipo de performances para mantener sus índices de popularidad. No obstante, frente a las protestas su conducta ha sido la de una “tercera parte” con pretensiones de “neutralidad”, como si el conflicto solo comprendiera a los manifestantes y al gobierno nacional. En consecuencia, la Alcaldesa ha evitado responsabilizarse por la represión, endilgando su responsabilidad a la Policía o al gobierno central.

Por eso, 4 días después de la masacre del 9 de septiembre de 2020 promovió un “acto de perdón y reconciliación”, al que llevó algunas víctimas de la violencia policial, sin que se hubieran esclarecido los hechos y sin mayores horizontes de justicia y reparación. De ahí también los informes de violación de derechos humanos en el marco del Paro que ha presentado a organismos internacionales, adoptando casi la función de una ONG, como si su administración no fuera parte del Estado colombiano y, por lo tanto, responsable por la conducta de la Policía.

Perspectivas

Con resultados tangibles y otros por redondear en las semanas por venir, el paro nacional, como evidencia del camino a recorrer por los movimientos sociales y las fuerzas políticas que llaman al cambio de modelo económico, social y político, arroja un ramillete de logros: el retiro de las reformas tributaria y del sistema de salud, la matrícula cero parcial y temporal para estudiantes universitarios de estratos 1, 2 y 3, la renuncia de los ministros de Hacienda y Relaciones Exteriores, y en general un deterioro considerable de la legitimidad del gobierno uribista. En el plano municipal también brindará triunfos, los que solo podrán medirse en próximos días.

Las consecuencias más importantes de la insurrección popular sobre la sociedad colombiana solo saldrán a la luz en el mediano y en el largo plazos. Probablemente, estarán orientadas a la erosión de una cultura neoliberal individualista y al surgimiento de una ciudadanía políticamente más activa, sobre todo entre los jóvenes protagonistas de la protesta, puesto que sus experiencias les dejarán un acumulado en términos de organización y formación política.

A corto plazo el problema es determinar si la protesta logró cambiar sustancialmente la correlación de fuerzas y, por consiguiente, es inevitable su relación con el panorama electoral, de cara a las elecciones de 2022 o, incluso, a la eventual convocatoria de una asamblea constituyente.

El descontento social no necesariamente se traducirá en votos “alternativos”, debido a la ausencia de un marco de acción colectiva común y a los problemas de articulación organizativa. Una buena cantidad de la diversidad de demandas concretas que se expresan en las protestas pueden ser objeto de articulación clientelista por parte del gobierno nacional en manos del uribismo o de los gobiernos locales de “centro”. Así, una parte del descontento social será desarticulado por la vía de maquinarias clientelistas.

Como se ha dicho, el uribismo ha estado en franco declive, soportando su gobernabilidad en el clientelismo y la represión. Las movilizaciones han reducido considerablemente el respaldo popular que aún pudiera conservar, horadando el “voto de opinión” uribista. No obstante, ese voto no expresa la mayor parte de su caudal electoral. El respaldo de las maquinarias electorales de la política tradicional fue el factor que hizo la diferencia en las elecciones presidenciales de 2018. Así mismo, no se puede rechazar la hipótesis de que la prolongación e intensificación de la protesta consiga reposicionar ese voto de opinión, en contra de un “enemigo interno” imaginario que finalmente juegue el papel desempeñado hace años por las Farc.

Además, la dominación de la clase privilegiada no se juega solo en la derrota del uribismo. Incluso suponiendo que el descontento social se expresara en forma de voto alternativo, tal respaldo podría recaer en opciones de “centro” que, si bien implicarían un cambio relevante en comparación con el uribismo, representan intereses sociales análogos o idénticos. De hecho, con el pasar de los días poco a poco se reencaucha nuevamente el discurso basado en la falsa equivalencia de los “extremos” y en el rechazo de la “polarización”, con los cuales el “centro” pretende articular a los afectados y descontentos con la protesta.

 

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Información adicional

Autor/a: Edwin Cruz Rodríguez
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo Nº280. Edición especial

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