¿Es posible avanzar hacia nuevas formas de gobierno, de cambio estructural, de transformación social, persistiendo en recorrer las rutas impuestas por una concepción fracasada del poder –de arriba hacia abajo?
El interrogante viene al caso por una interpelación que nos plantea alguien que se considera de ‘derecha’ pero que, si fuéramos justos, es más bien de centro, alguien que razona desde la comodidad de su vida, con excelente salario y sin estar sometido a la diversidad de angustias que azotan la vida de los empobrecidos, pero a quien le gustaría un país en el que la pobreza fuera de verdad erradicada, la justicia alcanzara su punto y la corrupción no encontrara espacio. Para hacer realidad todo esto, según su comprensión de la gobernabilidad, serían necesarios excelentes presidentes.
Esa persona se queja por el improvisado devenir que sigue ahora Suramérica, “producto de los gobiernos de izquierda”, con líderes sin suficiente formación académica, realidad que ahora será coronada por un presidente “maestro de escuela” como el que eligieron en Perú. ¿Hacia dónde puede ir un país en cabeza de una persona sin la necesaria y rigurosa formación académica que exige tal dignidad? –se pregunta nuestro interlocutor. Reflexionando a partir de sus inquietudes, varias realidades quedan claras.
La primera es que, para las mayorías no cercanas a las formas de gobierno pero tampoco a la política en sus matices ideológicos, programáticos y cotidianidades procedimentales, todo gobierno que llama a un cambio de lo heredado, que alude a cosas, por ejemplo, como superar el neoliberalismo, queda clasificado dentro de la categoría de “izquierda”. No importa su manera de proceder a la hora de hacer realidad esos cambios ni lo que realmente persiga con los mismos.
La segunda es que el “de arriba hacia abajo” es una forma de gobernar tan instituida que, para la gran mayoría, aparece como la única manera de hacerlo. Es la fuerza de la tradición, que vuelve conservadoras a las sociedades; tan conservadoras que también las enmohece, y las hace temerosas de los posibles y necesarios cambios. Es un miedo –ante lo desconocido– que a la vez favorece la continuidad de lo conocido, así sea negativo.
Lo tercero, y como continuación de lo anterior, es que en esa tradición de gobernar las cosas dependen del presidente, un superpersonaje que todo lo entiende y puede, mucho más si cuenta con buena formación académica. Se trata de un culto al conocimiento escolarizado que desdice de los saberes acumulados por los pueblos, como de sus capacidades de todo tipo, refrendadas por su superviviencia a los malos gobiernos que siempre han conocido y padecido. Ciertamente, un logro así no es menor.
Esa comprensión de la realidad de los gobiernos y la política limitada a un individuo es difícil de superar, sobre todo cuando el ejercicio informativo de los grandes medios de comunicación remacha sobre iguales parámetros. Es decir, si alguien pretende revertir medidas privatizadoras o denunciar al gobierno de los Estados Unidos, por ejemplo, es porque su ideario es de izquierda: simpleza de la política que termina por meter perros y gatos en una misma bolsa.
En efecto, es posible reclamar la necesaria protección del patrimonio nacional, de sus bienes estratégicos, como hace el actual gobierno mexicano, sin necesariamente concretar una política de izquierda pero sí una política liberal, modernizante, un liberalismo nacionalista cercano a lo conocido en las décadas 30-70 del siglo XX. Una manera de proceder que sin duda es mucho más deseable y favorable a los pueblos que las formas hoy dominantes y encarnadas en el neoliberalismo.
En ese modo de proceder se puede denunciar todos los días al “imperialismo gringo” pero ejecutar políticas neoliberales de la peor talla, como sucede en Venezuela con la intervención de la conocida Franja del Orinoco, cuya explotación devasta la naturaleza, con inmensos y negativos efectos para los pueblos allí asentados, no consultados ni respetados en sus derechos, y contra cuya voluntad padecen la intervención del Estado y de las multinacionales, precisamente músculo concreto de uno u otro imperialismo. Y entre ellos no existe mucha diferencia aunque sí distintos intereses.
Aquel es un proceder ‘antiimperialista’ también común en Nicaragua, con un gobierno que no repara en formas autoritarias y antipopulares para perpetuarse en el poder, todo lo cual lo hace ajeno a un ideario de izquierda.
Sin duda, en uno y en otro caso son simples palabras para “calentar la tribuna” y que destiñen un certero actuar de izquierda, que no son siquiera cercanas a lo que en la historia de la humanidad merece tal calificativo; un proceder que, por demás, favorece la agenda informativa dominante en el mundo respecto a lo que se entiende por izquierda y como izquierda, hoy identificada por millones de personas –producto de crasos errores de gobiernos autocalificados como de izquierda, pero en realidad autoritarios y que mandan sin obedecer al pueblo–, como un proyecto de sociedad que no es superior ni más humano que el capitalista.
Llegados a este punto, es necesario preguntarse: ¿Es posible realizar cambios de izquierda, es decir, concretar políticas anticapitalistas, gobernando desde arriba y hacia abajo? El interrogante tiene total vigencia, ya que una característica de la izquierda es gobernar de la mano del pueblo, estimulando su liderazgo y su autonomía, concretando en cada oportunidad su efectivo control, por ejemplo, del Ejecutivo. Es decir, el arriba-abajo no existe, y de ahí que los zapatistas llamen al mandar obedeciendo, o al bajar y no subir, o al servir y no servirse. En una práctica así no es posible aprobar políticas económicas, ambientales y de cualquier otro orden que atenten contra la calidad de vida de las mayorías o de la naturaleza.
De acuerdo con esto, una política de izquierda es, por esencia, protectora de la naturaleza, y de ahí que todo tipo de extractivismo le sea ajeno; como también es por esencia feminista y por ello antipatriarcal, plural, abierta a la diversidad, al goce y el placer, a la igualdad entre géneros, pero también por esencia defensora de todos los derechos humanos, los que materializa sin reparo y sin los cuales la tríada igualdad, justicia y vida digna son pura y simple letra muerta.
Es esta una política de izquierda, en y para un mundo sumido en un complejo devenir hasta ahora inimaginable, que no puede estar limitado ni en cabeza de una sola persona –el presidente. El imaginario que pone a un personaje sobrevalorado en la dirección de una sociedad es un legado del siglo XIX, prolongado en buena parte del siglo XX pero que ya no tiene que ver con el mundo que vivimos.
En realidad, hoy los gobiernos son amplios y efectivos grupos de funcionarios, representantes de una clase, en muchas ocasiones de algunos o de varios de sus gremios, y/o grandes empresas o multinacionales –por ejemplo, el de las armas en Estados Unidos, o las farmacéuticas o la informática–, y el presidente, si bien resume en su figura un programa y un proyecto temporal de país, es ante todo quien transmite, un relacionista de medios informativos. De ahí que la mayor cualidad que debe garantizar un personaje tal es su versatilidad con la palabra: más que un administrador, un buen comunicador. En resumen, esto es lo que debe garantizar.
Si se duda de ello, piénsese si es posible que alguien asista cada día a dos o tres eventos públicos, distantes en ocasiones uno de otros por una hora o más de vuelo, presente en cada uno de ellos sus correspondientes propuestas y además administre la inmensidad de un país, cualquiera que sea.
De ahí que limitar la posible gestión de Castillo –de llegar a darse, como parece– a su meritoria condición de maestro de escuela –lo que exige una formación académica tan rigurosa como en otras muchas áreas– se explica por la concepción que lleva a mirar al gobierno con un catalejo y no desde un dron. Hoy, lo fundamental es el equipo, que en el caso de los gobiernos está integrado en su primera línea por cientos de integrantes, y que para la izquierda debe funcionar de manera colectiva, en conexión abierta y permanente con los gobernados, que deben ser gobierno y poder.
Los tiempos han cambiado pero están intactos los retos de la izquierda para hacer realidad un gobierno en efecto del pueblo, para el pueblo y con el pueblo. Y en la manera de hacerlo realidad, “tuerce el rabo el marrano”, quedando unos sumidos en el más crudo liberalismo, cuando no en el más rancio neoliberalismo, a pesar de autodenominarse de izquierda.
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