
Ala doble de los gritos de un millón
de crímenes levantándose súbitamente
en ojos otrora descuidados,
¡mostrádme vuestras intenciones y esta larga abdicación del remordimiento!
René Char
El 5 de marzo de 1906 fueron fusilados Juan Ortiz, Carlos Roberto González, Fernando Aguilar y Marco Arturo Salgar, acusados de atentar contra la vida de Rafael Reyes, presidente de Colombia en ese momento. Durante los procesos de interrogación, los autores intelectuales fueron plenamente identificados por los ejecutores materiales del hecho, pero no serían enjuiciados ni penalizados a solicitud del mismísimo Rafael Reyes. La explicación es simple, los ejecutados eran personas del común mientras que los autores intelectuales hacían parte de la élite que, según la cultura dominante en Colombia, nunca son responsables de sus actos y están por encima de la ley.
Que esa realidad sigue vigente en los defensores del statu quo puede apreciarse en las afirmaciones de Lorenzo Madrigal, alter ego de Osuna, el más tradicional de los caricaturistas de la prensa convencional, que al opinar sobre los denominados “falsos positivos”, sin pestañear afirma: “Me pregunto por qué hasta en escuelas públicas las maestras les sugieren a sus alumnos que los falsos positivos fueron asunto de los comandantes o del comandante general de un ejército, siendo que estos padecían el engaño de sus subalternos, que bien podían ser oficiales, suboficiales o soldados rasos” (El Espectador 26-04-2021).
La negación de cualquier responsabilidad de los grupos de poder, como puede apreciarse en esa afirmación, ha sido convertida en un principio que los medios y la academia oficiales han instituido para garantizarles la impunidad, sea cual sea el delito en el que estén incursos. El general Mario Montoya, acusado de instigar ejecuciones de civiles para inflar las cifras de guerrilleros dados de baja –según testimonio de uno de los asistentes a la comparecencia de ese militar ante la Justicia Especial para la Paz–, de manera análoga a Osuna, “Dijo que la verdad, aunque fuera dolorosa, es que los soldados que prestaban servicio militar eran de estrato uno y dos, pues ‘esos muchachos ni siquiera sabían cómo coger cubiertos ni cómo ir al baño’, haciendo una referencia a que eran ignorantes que no tenían valores, que no entendieron la diferencia entre resultados y bajas, y por eso cometieron estos hechos”. De tal suerte qué en las argumentaciones del caricaturista y el general, la Directiva Ministerial 029 de 2005 que estableció incentivos para los militares que dieran de baja guerrilleros, así como los litros de sangre que los comandantes exigían son esquivados, para de esa manera responsabilizar de los 6.402 asesinatos de civiles tan sólo a los que obedecían órdenes.
La penalización como práctica clasista alcanza en Colombia grados que escandalizarían en otras sociedades. La responsabilidad cabal ante la ley como deber exclusivo de los de abajo va diluyéndose a medida que asciende la escalera social, hasta volverse impunidad completa en la parte más alta de la pirámide del poder político y económico, conformando una lógica retorcida de ciudadanía casi exclusiva de éste país. De allí que las matanzas de la represión contra la protesta social hayan sido siempre practicadas sin miramientos.
Las matanzas, un asunto de clasismo y racismo
Desde la invasión de Abya Yala por los europeos las matanzas de población desarmada fueron una estrategia corriente de control mediante el terror. El fraile Bartolomé de Las Casas fue quizá el primero en entenderlo y denunciarlo: “Porque siempre fue ésta su determinación en todas las tierras que los españoles han entrado (conviene a saber), hacer una cruel y señalada matanza porque tiemblen de ellos aquellas ovejas mansas”. Y sobre la zona central de lo que hoy es Colombia, de la que fue responsable Gonzalo Jiménez de Quesada, el mencionado fraile cuenta: “Otra vez mandó el capitán tomar juramento a todos los españoles, cuántos caciques y principales y gente común cada uno tenía en el servicio de su casa, y que luego los trajesen a la plaza, y allí les mandó cortar a todos las cabezas, donde mataron cuatrocientas o quinientas ánimas, y dicen los testigos que de esta manera pensaban apaciguar la tierra”*. Estos hechos, ocultados a nuestros estudiantes y tratados de forma marginal o hasta anecdótica por los especialistas, es la que no han olvidado los indígenas, y los ha llevado a derribar la estatuaria dedicada a los primeros genocidas, que sin embargo han sido entronizados como “adelantados” y “fundadores” por el pensamiento convencional.
La mirada complaciente sobre nuestro pasado, tanto el más inmediato, como el vinculado al origen espurio de nuestro mestizaje, tiene un peso nada despreciable en la naturalización de las matanzas sobre los grupos subordinados. El columnista Mauricio García considera que derribar estatuas tiene un tinte de moralina y que “Si permitimos que cada uno de los odios contra el pasado se exprese derribando a sus demonios de bronce y mármol, no quedará piedra sobre piedra, ni símbolos, ni héroes, ni nada en qué creer” (El Espectador, 04-07-2020), reduciendo el pasado y lo que debe considerarse digno de recuerdo a lo que ha sido sacralizado en la estatuaria y la visión dominante del relato histórico.
Y si bien, la historia la escriben los vencedores, eso no puede negar la existencia de los vencidos, menos en países como el nuestro, pues para el caso de los indígenas es claro qué si esta nación, predominantemente mestiza, quiso declararse por constitución multiétnica y multicultural eso exige, por coherencia, que en las vías públicas no aparezcan exaltados quienes masacraron hasta casi la extinción sus pueblos y sus culturas. La supuesta ponderación de quienes afirman que debemos reconocer cosas buenas en los “malos” y cosas malas en los “buenos”, más allá de la simplicidad del argumento, no es más que complicidad con la violencia del poder que encuentra en la impunidad una forma cómoda de irresponsabilidad con buena conciencia. Mirar las acciones de Belalcázar y Jiménez de Quesada, incluso a través de la lente de los cronistas de su época, obliga al respeto de la memoria de sus víctimas, y debería enseñar que glorificar victimarios es ofender a los herederos de los sacrificados.
Si dejamos de lado las guerras civiles del siglo XIX y las víctimas de las masacres de la Violencias del siglo XX, encontramos no pocos ejemplos de matanzas contra la protesta social que no sólo no tuvieron responsables, sino que sobre ellas han sido tendidos velos que buscan ocultarlas a la posteridad. La revuelta de los artesanos que tuvo lugar los días 15 y 16 de enero de 1893 es un buen ejemplo, que además tiene algunos paralelismos con el manejo político que ha rodeado el Paro Nacional de este mayo de 2021, pues al frente del poder ejecutivo estaba como encargado Miguel Antonio Caro –algo así como el sub-presidente de la época–, que en realidad era tan sólo la voz de Rafael Núñez, el arquitecto de la república confesional inaugurada en 1886, y factor real del poder en ese momento.
El estallido social, que tuvo como causas estructurales la inflación y la consecuente reducción del salario real, tuvo su detonante en la descalificación moral de las personas de los sectores populares, principalmente de los artesanos, y en la explicación simplista y torcida de sus carencias materiales como efecto de una supuesta ausencia de valores, que el periodista Ignacio Gutiérrez hizo en el periódico Colombia Cristiana, que avalaba el régimen teocrático de Núñez. La militarización de Bogotá y la represión dejaron un saldo impreciso que oscila entre 21 y 75 muertos según las diferentes fuentes, y al menos 50 heridos graves. La responsabilidad política de Caro no sólo fue algo obviado entre sus contemporáneos sino también en las reseñas históricas, y mientras su figura podemos verla en monumentos, ¿quedó siquiera alguna placa en el espacio urbano que recordara el hecho y a lo sacrificados por el Estado?
La masacre de las bananeras, acaecida en 1928, un poco más conocida, tampoco dejó responsables históricos y los cientos de trabajadores agrarios de la United Fruit Company asesinados para reprimir la huelga quedaron sin justicia. ¿No es ese un sesgo histórico apuntalado en el clasismo, como el olvido intencionado de las matanzas de indígenas lo está en la visión racializada del pasado?
La represión de la revuelta social desatada el 9 de abril de 1948, luego del magnicidio del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, es considerada la mayor matanza urbana de nuestra historia pese a la dificultad de calcular el número de víctimas fatales que va de 500 a 3.000, según diferentes fuentes. Mariano Ospina Pérez, responsable del poder ejecutivo, un político de aspecto gris y bobalicón –en esto también hay una curiosa coincidencia con quien encarna el poder en la actualidad– era también, tan sólo la cara visible de un poder que encarnaba Laureano Gómez, a quien Pablo Neruda en un poema poco conocido calificó de “sátrapa triste, rey advenedizo, emperador de cuarto piso”. Ospina, pese a los resultados de la represión, nunca enfrentó un juicio y los libros de historia no sólo no lo responsabilizan, sino que muestran el saldo fatal como resultado de unos vándalos luchando contra otros vándalos por el botín de los saqueos, negando el sentido político de la revuelta y esquivando la calificación de la matanza como crimen de Estado.
En épocas más recientes, tenemos casos como el de Belisario Betancur, actor central en dos matanzas oficiales y legalmente impune en ambas. Como Ministro de Trabajo (1963) fue actor clave en la decisión de acabar a sangre y fuego la huelga de los trabajadores cementeros en Santa Bárbara, Antioquia, con un saldo oficial de 12 obreros masacrados y 40 heridos. Era presidente de la república cuando tuvo lugar otra de las matanzas icónicas de nuestra historia, la del Palacio de Justicia, que dejó un saldo de 101 muertos y al menos 11 desaparecidos. Pese a lo cual, para los medios oficiales fue un personaje respetable hasta el fin de sus días, citado tan sólo como amante del arte y la literatura, mientras que sobre los hechos de sangre de los que fue partícipe se tejen telarañas y son presentados como simples notas al margen en sus reseñas biográficas. ¿No hay una violencia de la memoria en ese olvido intencionado de los responsables políticos de las matanzas? ¿Los victimarios intelectuales están exentos, per se, de los juicios históricos rigurosos? El clasismo y el racismo asoman su cabeza, sin vergüenza, en esa forma particular que asume en Colombia la narración histórica oficial.
Falsos positivos cognitivos y neo-nazismo
La represión al Paro Nacional de este año, con un saldo provisional de 42 muertos y 168 desaparecidos –contabilizados oficialmente por la Defensoría del Pueblo hasta el 11 de mayo–, la añaden a la larga lista de matanzas oficiales. La orden del jefe político del partido de gobierno exigiendo el uso de las armas de fuego contra los manifestantes, y la caracterización del movimiento social contestatario como “revolución molecular disipada”, han dado lugar a una serie de reacciones que merecen ser contextualizadas, pues la relación entre el tipo de represión exigido y esa particular denominación dada a la protesta social –que ha terminado casi en una anécdota–, parece haber sido dejada de lado en muchos aspectos.
En primer lugar, llaman la atención las reacciones de quienes han examinado la expresión “revolución molecular disipada”, que han ido desde la sonrisa burlona de los académicos por la pobre lectura que de Félix Guattari hace el oscuro individuo chileno que ha tomado esa expresión de un concepto del pensador francés, sin nada de su significado –para satanizar las últimas reacciones populares tanto en Chile como en Colombia–, hasta la carcajada que provoca en muchos la caracterización bufonesca que hace de las tesis de la Deconstrucción y de quienes considera sus principales exponentes (Derrida, Foucault, Guattari y Deleuze) como elementos centrales de una conspiración sincronizada del neo-comunismo mundializado para apoderarse de las mentes de los humanos con el fin de despojarlos de lo que él considera sus mayores valores: la propiedad privada, la patria vertical y jerarquizada, y la familia patriarcal.
De otro lado, lo curioso del asunto es que al personaje en cuestión lo desconocen en Chile –su sitio de origen– los expertos en temas de defensa como Gabriel Gaspar, quien fuera subsecretario de Guerra y de las Fuerzas Armadas del Ministerio de Defensa de su país que, además agregó, “los antecedentes lo vinculan a círculos neonazis”, según declaraciones que ese experto dio al diario El País de España. Razones de más para que su presencia como invitado a dar cursos de capacitación a los oficiales del ejército colombiano debe ser explicada, pues tratándose de un individuo sin ningún currículo importante y casi anónimo en su nación, lo único que parece justificar la invitación es su posición ideológica como miembro de círculos neo-nazis.
Surgen, entonces, varias preguntas que obligatoriamente deben hacerse, ¿es lícito que los oficiales de las fuerzas armadas sean instruidos y adoctrinados con lineamientos neo-nazis? ¿Quién o quiénes realizaron la invitación, al parecer en dos ocasiones? Si el adoctrinamiento hubiera sido tan sólo para miembros del llamado Centro Democrático, el asunto, sin dejar de ser inquietante, quizá no debería ir a otras instancias, pero tratándose de las fuerzas armadas –independientemente de su triste papel en nuestra historia–, por hacer parte de la institucionalidad, obligan a la apertura de un debate amplio que debe incluir el parlamento, acerca de si los criterios de capacitación de soldados y policías permite que sean instruidos en una ideología que como el nazismo es considerada por Naciones Unidas como una “ideología del odio”.
La extensión de los movimientos neo-nazis es algo a tomar en serio, no sólo por la serie de propuestas regresivas sobre las escasas libertades conquistadas sino por el carácter transnacional que sus redes han alcanzado. Los Proud Boys (literalmente, chicos orgullosos), el grupo más belicoso en el apoyo a Donald Trump, fue fundado por el activista de derecha canadiense-británico Gavin McInneun. Ese grupo, conformado exclusivamente por hombres, promulga abiertamente una misoginia exacerbada, chovinismo extremo e islamofobia, todo unificado alrededor de las tesis del supremacismo blanco, y representa el marco ideológico que empieza a ser mayoritario entre los miembros de la derecha de los diferentes países.
Extender la idea que el comunismo tiene tomado el mundo a través de la “ideología de género”, la destrucción de la familia tradicional y el multiculturalismo tiene por objeto mostrarse como cruzados que buscan salvar a la humanidad del desorden “rescatando” para las mujeres el papel de madre con el regreso a su confinamiento en el hogar, promoviendo el “tratamiento” médico del homosexualismo pues para ellos es una enfermedad, restringiendo la migración y criminalizando la protesta social, a la vez que propugnando por la segregación de la población en guetos donde sean agrupados por su etnia, sus creencias religiosas o sus prácticas culturales.
En el mundo hispano tenemos la llamada Carta de Madrid, manifiesto recientemente promulgado por el extremismo de derecha para la Iberosfera, según su propio lenguaje –encabezado por Vox el movimiento neo-franquista español–, que entre otras cosas afirma que “El avance del comunismo supone una amenaza para la prosperidad y el desarrollo de nuestras naciones, así como para las libertades y los derechos de nuestros compatriotas”. Entre los firmantes aparecen las parlamentarias colombianas Paloma Valencia, María Fernanda Cabal, Paola Holguín y Margarita Restrepo al lado, entre muchos otros, de individuos repulsivos como el brasilero Eduardo Bolsonaro y el boliviano Arturo Murillo hoy prófugo de la justicia de su país por su papel como Ministro de Gobierno en las matanzas del pueblo que salió a resistir, luego del golpe de Estado a Evo Morales. La firma, en ese documento, de los directores de la recién inaugurada sede española del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (Issep), fundado y dirigido por Marion Maréchal, la sobrina de Marine Le Pen, y situada a la derecha de su tía, es una señal clara que la transnacionalización de los fascismos no es un asunto de poca monta.
Uno de los axiomas que maneja la “revolución molecular disipada” sostiene que los avances del “comunismo” no tienen ahora líderes visibles, como sí los tuvieron en el pasado, y que las organizaciones sociales son agrupaciones de individuos indiferenciados (moléculas) que responden a los principios organizativos de los soviets. En consecuencia, el freno a ese supuesto avance del comunismo no es posible sin la destrucción de dichas organizaciones, lo que en países como Colombia significa, literalmente, la búsqueda de su exterminio físico. ¿El uso contra los manifestantes de los lanzadores múltiples de proyectiles Venom desde tanquetas blindadas, es acaso independiente de considerar a los manifestantes como moléculas de la “conspiración comunista” mundial que deben ser rociados con lluvias de balas? ¿Cómo en las anteriores matanzas, la responsabilidad política de quienes están adoctrinando a las fuerzas militares y de policía con esta clase de discursos también será escamoteada y disipada? La conversión de Cali en un escenario del terror en el que la matanza alcanzó dimensiones sacrificiales no es un asunto menor por lo cruento del hecho y el intento de convertirlo en un mensaje disciplinario.
Evidenciar la deriva formal hacia el neo-nazismo de algunos sectores de la derecha colombiana no puede limitarse a caracterizar al jefe del partido de gobierno con un bigotito a lo Hitler, como tampoco es prudente considerar que las reacciones indignadas en las redes sociales y en las calles a los provocadores trinos que invitan a tratar la protesta social a balazos, es un bumerang que significa la muerte política del nefasto personaje. El efecto de los memes y de la caricatura, sin medida, ha tenido como efecto, en no pocas ocasiones, banalizar las acciones de los más siniestros individuos, y de los más grises como ya lo muestran algunos análisis. Si las matanzas han sido una constante histórica como mecanismo de control, ¿qué le puede esperar a los grupos subordinados si el sexismo, el clasismo y el racismo son impuestos como lo políticamente correcto?
El éxito del ultraliberalismo en concentrar el grueso de la riqueza en el uno por ciento de los más ricos, y el fallido pronóstico de que alguna parte de esa riqueza, por efecto de la gravedad, sería filtrada hacía abajo para paliar la sed de los más pobres, ha llevado a que quienes en otro momento, desde la derecha, fueron libertarios (verbigracia los anarco-capitalistas) –por aquello de la libertad del mercado–, asuman con afán un discurso de valores y comportamientos, como bien lo argumenta Elliot Gulliver-Needham. Esa extrema derecha aún sigue siendo diversa, pero cada vez más acerca posiciones alrededor de un discurso altamente peligroso, que desafortunadamente cala en muchos jóvenes que ven en el antagonismo contra algunas conquistas sociales un hecho anti-sistémico, que adquiere aún más atractivo con los tonos de burla y rebeldía propio de páginas de memes como 4-Chan donde son ridiculizados, por ejemplo, reclamos del feminismo o lemas contra la discriminación racial.
El monstruo toma forma, y el pensamiento crítico pareciera esperar otro 27 de febrero de 1933, cuando Hitler asumió la cancillería, y llovió fuego sobre el parlamento primero, luego sobre los libros y después… Tan sólo el exilio a quien sabe qué planeta, donde terminamos entendiendo que el asunto no es un juego ni sus actores simples caricaturas.
* En el texto de Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, en el informe correspondiente al Nuevo Reino de Granada, pueden leerse estas denuncias.
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