Cuando una candidata se presenta tan académica tiene que estar segura de lo que dice. Claudia pecó de mentirosa.
Como en la famosa frase del rey Lear: “Mi reino por un caballo”, en la contienda electoral para la Alcaldía de Bogotá me veo ante una variación de la famosa sentencia, en este caso: “Mi voto por un dato”. Sí, en un reciente acto de campaña de Claudia López, aquí frente a la Universidad del Rosario, acusó a sus contrincantes de mentirosos y, entre otras, soltó esta perla: “En Bogotá hay 100.000 familias que hipotecaron sus casas para pagar la deuda con el Icetex”.
Bueno, si Claudia resuelve las dudas que genera este dato, tendrá mi voto y muy seguramente a un defensor de la causa verde. De lo contrario, nos iremos con el voto útil. Así que entremos en materia, ¿de dónde salió ese dato?, ¿quién lo construyó? Porque una cifra tan redonda no cae de los árboles ni se da silvestre en los jardines. Construirlo es una megainvestigación, aunque la simplicidad del número pareciera decir lo contrario.
El dato tendría que aclararnos en qué tiempo se dio esa megacarrera de los deudores acuciosos al sistema bancario a pedir refinanciación, cuando de hecho, según ella misma, ya estaban reportados en Datacrédito. Pero recordemos, a esas personas no se les suele abrir el sistema bancario. En este momento los deudores a Icetex en todo el país suman 52.000 personas, cifra muy inferior a la de los morosos que ella atribuye a Bogotá que hipotecaron, están hipotecando, van a hipotecar. Cifra inconsistente con la realidad, porque Bogotá tiene aproximadamente ese número de deudores con el Icetex, ¿quiere ello decir que todos están al día y que lo están a cuenta de la hipoteca? Nada razonable. Máxime cuando el nivel de cumplimiento en el pago, en todo el país, tiene un histórico del 92 por ciento.
Mientras llega la información del origen, los tiempos, y las cifras complementarias, reflexionemos sobre esos 100.000. Especulemos, crucemos datos concomitantes. Si una familia puede hipotecar la casa, quiere decir que ya es dueña del predio y, en ese caso, no está pagando arriendo, es decir, tiene de dónde echar mano para pagar los estudios del hijo, digo. No es razonable pensar que los morosos estén entre los propietarios de viviendas, pero puede ser, claro, pero no es lo más razonable.
100.000 no es un dato. Este me gusta. Esas cifras redondas no son datos son aproximaciones no sabemos de dónde a dónde. Los datos son disparejos, truncos, filudos: 23.149, 54.821, 156.298, estos son datos. Ella se presentó como la candidata de la academia (recientemente sustentó su tesis doctoral). Pues bien, en el mundo académico los datos son sagrados. No tenemos más. En mi clase de Estilos Argumentativos leímos el cuento Nueve millas bajo la lluvia, de Harry Kemelman (ver en la parte final el cuento), tomado de la antología del cuento policíaco, compilada por Borges y Bioy. En ese cuento se descarta, con elegancia, que los múltiplos de diez sean números exactos, es decir, no son datos. Son aproximaciones y las aproximaciones no son serias, acaso sean consignas para generar opinión, pero la opinión sin el dato y la fuente, es deleznable. Así que de entrada, la probabilidad no secunda a Claudia.
Según el “chepito” mayor, el gerente cobrador de la deuda del Icetex, el señor Hernán Pardo Botero, de CISA, en este momento se maneja una cifra aproximada de 52.000 morosos del sistema, contando casos de hasta 3.000 días de atraso. Es decir, quienes no pagan en todo el país son casi la mitad de los que Claudia atribuye a Bogotá. Salvar esa inconsistencia será muy difícil. Tal vez sea más fácil mostrar que el plebiscito anticorrupción de 300.000 millones de nuestro bolsillo no era corrupto en sí mismo. Pero bueno, siempre queda a mano la salida conspirativa: “Los oligarcas le ocultan al pueblo la verdad, los deudores son más, porque si esto se supiera…”, bueno, ¿de dónde salió el dato?
La deuda total de los atrasados en el pago ronda los 300.000 millones de pesos. Si se hipotecaran las cien mil casas de Claudia para pagar, no habría morosos, número uno. Y número dos, querría decir que las hipotecaron por un valor promedio de tres millones de pesos cada una. Me pregunto, ¿qué pueblo, qué nación, qué país, qué idiota hipoteca su casa por ese valor, máxime cuando ya nos fresqueamos y llevamos más de uno, dos, tres y hasta diez años sin abonar a la deuda y sin aparecer por la oficina de cobro a poner la cara?
Y mi ñapa. Hablar mal del Icetex es una buena bandera, tan buena que los vándalos agredieron e incendiaron sus instalaciones. Sin embargo, según CISA, el 92 por ciento de los beneficiados con créditos de Icetex se encuentran al día, y un grupo del 8 por ciento está en estudio prejurídico. Es decir, mal que le pese a quienes están haciendo política con la platica de los contribuyentes, la gente sí paga.
Debemos recordar que quienes se aproximaron a la calle diecinueve con cuarta en Bogotá fueron en busca de un préstamo, no de una beca. Y se le dio la plata, se le prestó. Plata de nuestros impuestos, dinero que cuando regrese al sistema servirá a otros para adelantar su sueño. Ahora, si ese préstamo no le sirve, si tiene otra forma de financiar su estudio, hombre, está en todo su derecho de hacer uso de ese otro mecanismo, pero no venga ahora a rabiar contra quien le tendió la mano.
Si estamos hablando de un dato, debería decirnos si esas 100.000 casas hipotecadas son de los padres o de los fiadores (o de los padrinos solidarios). Es curioso, la prensa se ocupó de una carta falaz de un deudor dónde denunciaba al Estado (tal vez no hay un lugar común más eficaz en Colombia: “Denunciar al Estado”) por embargar a su padre, fiador, campesino, discapacitado. Así, en ese orden de descripción padre-fiador-campesino-discapacitado. Se hizo viral. El Icetex aclaró que el señor sí era fiador, que el joven no se había acercado al Instituto a refinanciar su deuda (mecanismo de favorecimiento, otro más), tres años de atraso en los pagos y que no lo habían embargado. Pero esa noticia, claro, no fue viral.
Conclusión. A Claudia le será muy difícil resolver estas dudas, entre otras razones, porque algunas de ellas muestran lo absurdo y contraintuitivo del dato. Tal vez, ya podemos concluir que mintió. Sin embargo, mandaré esta misiva, uno no sabe, casos se han visto y yo sea quien está errado. Mientras tanto, no sirva de fiador, le puede salir un vivo afecto a socializar la plata de los demás.
Nueve millas bajo la lluvia
Por, Harry Kemelman
Hice el papel de tonto con un discurso que pronuncié en la comida del Good Government Assotiation; Nicky Welt me acorraló al día siguiente, mientras desayunábamos en el Blue Moon, lugar donde íbamos siempre que teníamos deseos de encontrarnos. Había cometido el error de salirme del discurso que llevaba preparado, para criticar una afirmación que hizo a los diarios mi antecesor en el puesto de fiscal. Saqué una cantidad de conclusiones de la tal afirmación, quedando así a merced de refutaciones que no tardaron en producirse; esto me dejó como un intelectual poco honesto.
Yo era nuevo en este asunto de la política; hacía apenas dos meses que había dejado el Law School para convertirme en el candidato del Partido Reformista al cargo de fiscal. Lo que antecede es a modo de disculpa, pero Nicholas Welt, que jamás abandonaba sus maneras pedagógicas (era profesor de Lengua y Literatura Inglesas en Snowdon), me contestó en el mismo tono que hubiera empleado para negar el pedido de algún estudiante del curso secundario.
–No es una excusa –me dijo.
A pesar de no ser más de dos o tres años mayor que yo (y estamos doblando la curva de los cuarenta), siempre me trata como un profesor a un alumno particularmente estúpido. Y yo, tal vez por lo mucho más viejo que se ve con el pelo blanco y su parecido a un gnomo, soporto sus lecciones.
–Fueron conclusiones muy lógicas –dije en tono suplicante.
–Mi querido muchacho –dijo quedamente–, aunque sea casi imposible no sacar conclusiones de lo que leemos u oímos, generalmente estas conclusiones son erróneas. En la profesión de abogado, estos errores se producen en un elevado porcentaje, ya que en este caso la intención no es descubrir lo que se desea comunicar, sino más bien lo que se desea ocultar.
Tomé mi adición y me levanté. Al hacer esto le dije:
–Me imagino que te refieres al interrogatorio de testigos en la sala de Tribunales. Bien, en estos casos siempre está la parte contraria que rechazará cualquier conclusión ilógica.
–¿Quién habló de lógica? –replicó–. Una conclusión puede ser lógica, y no por eso ser verídica.
Me siguió hasta la caja, donde pagué mi consumición; después esperé impaciente mientras Nick rebuscaba en un monedero pasado de moda, y pescaba varias monedas una por una, colocándolas en el mostrador al lado de su cuenta; pero descubrió que el total era insuficiente. Las deslizó otra vez en su monedero y, con un suspiro de pesadumbre, sacó un billete del prehistórico monedero, y se lo dio al cajero.
–Dime una frase de diez o doce palabras –me dijo Nick–, y te armaré una cadena de conclusiones lógicas que ni soñaste al construir la frase.
Como el espacio era reducido, y seguían llegando clientes a la caja, decidí salir y esperar en la acera que terminara su operación con el cajero. Me acuerdo que me divirtió la idea de que Nick pensara que yo estaba todavía a su lado, escuchando su perorata.
Cuando se me reunió, le dije:
–El caminar nueve millas no es broma, especialmente lloviendo.
–No, no lo es –dijo distraídamente. De pronto, detuvo sus pasos, y me miró en forma inquisitiva–. ¿De qué estás hablando?
–Es una frase y tiene once palabras –dije repitiendo la frase, al mismo tiempo que contaba las palabras con los dedos.
–¿Y qué quiere decir?
–Me dijiste que si hacía una frase de diez o doce palabras…,
–¡Ah, sí! –me miró con desconfianza–. ¿De dónde la sacaste?
–Se me ocurrió. Vamos, saca tus conclusiones.
–¿De veras? –preguntó mientras los ojillos le brillaban–. ¿En verdad lo deseas?
Era muy de Nick el desafiar a alguien y después demostrar gozo cuando se le aceptaba. Esto me hizo enojar.
–Habla o cállate –le dije.
–Muy bien, no te enojes. Acepto. Hum,.. ¿Cómo era la frase? “El caminar nueve millas no es broma, especialmente si está lloviendo.” No hay mucho material.
–Son más de diez palabras.
–Bien –su voz se fue haciendo brusca a medida que iba estudiando mentalmente el problema–. Primera conclusión: el sujeto está molesto.
–De acuerdo –dije–, aunque en realidad es una conclusión un poco rebuscada; la afirmación lo implica.
Nick asintió impaciente.
–Segunda conclusión: la lluvia no estaba prevista; si no, hubiera dicho: “El caminar nueve millas bajo la lluvia, no es broma”, en lugar de colocar la frase “bajo la lluvia” al final, precedida del adverbio “especialmente”, que está indicando a las claras una idea que se le ocurrió después.
–Lo dejo pasar, aunque es obvio.
–Las primeras conclusiones deben ser obvias.
No dije nada; me pareció que se había metido en camisa de once varas, y no quería hacérselo notar.
–La siguiente conclusión es que el sujeto no es un atleta, ni afecto a aire libre.
–Explícame eso.
–Otra vez la palabrita “especialmente”. El sujeto no dice que una caminata de nueve millas no es broma bajo la lluvia, sino que la distancia, fíjate, no es broma. Ahora bien, nueve millas no constituyen una distancia tan larga; se camina más de la mitad de esa distancia en diez y ocho hoyos de golf, y el golf es un juego de viejos –y agregó, con modestia–: Yo juego al golf.
–Eso está muy bien en circunstancias comunes –dije–, pero hay otras posibilidades. El sujeto puede ser un soldado en la jungla; en este caso, no sería ninguna broma, con o sin lluvia.
–Sí –Nicky se puso sarcástico–. También puede ser un individuo con una sola pierna; o un graduado que está escribiendo su tesis sobre gustos, y que empieza por anotar todas las cosas que no son divertidas. Antes de continuar, te voy a confiar dos presunciones.
–¿Qué quieres decir? –pregunté desconfiado.
–Recuerda que tomo la frase tal como me la presentaste, sin pretender saber quién la dijo, ni en qué circunstancias. Generalmente, una frase encaja en el marco de una situación.
–Ya veo. ¿Cuáles son tus presunciones?
–En primer lugar, presumo que la frase no tiene una intención frívola; el sujeto se refiere a una caminata efectuada, y no con el propósito de hacer ejercicio, ni de ganar alguna apuesta, o algo por el estilo.
–Me parece lógico y razonable.
–También presumo que la caminata tuvo lugar por aquí cerca.
–¿En Fairfield?
–No necesariamente aquí, sino por esta zona.
–Probable.
–Entonces, si aceptas estas presunciones, tienes también que estar de acuerdo conmigo en la conclusión que saqué: el sujeto no es un atleta ni aficionado al aire libre.
–Bueno, muy bien; sigue.
–Mi otra conclusión es que la caminata se realizó a altas horas de la noche, o muy temprano por la mañana; digamos entre medianoche y las cinco o seis de la mañana.
–¿De dónde sacas eso?
–Por la distancia de nueve millas. Estamos en una zona bastante poblada; cualquier camino que tomes te llevará a algún pequeño pueblo, mucho antes de recorrer nueve millas. Por ejemplo, Hadley está a cinco millas; Hadley Falls, a siete millas y media; Goreton está a once, pero East Goreton está antes, y la distancia para llegar a este último lugar es de ocho millas. Hay trenes para Goreton y para las demás localidades, hay servicio de ómnibus. Los caminos están siempre muy concurridos. Entonces, dime: ¿Por qué tuvo alguien que caminar nueve millas bajo la lluvia, si no fue a altas horas de la noche, o por la madrugada, momentos en los cuales los medios de transporte son escasos, y en los que un conductor particular difícilmente hará subir a su vehículo a un desconocido?
–Tal vez no quiso ser visto –sugerí yo.
Nick me miró con lástima.
–¿Te parece menos visible ir solo por un camino, y no mezclado entre el público de un tren o de un ómnibus, que generalmente está enfrascado en la lectura de algún diario?
–Está bien, no insisto –dije con brusquedad.
–A ver qué te parece esto; iba hacia una ciudad, más bien que de una ciudad.
Yo asentí.
–Es casi seguro. Si hubiera estado en una ciudad, le habría sido fácil combinar algún medio de transporte. ¿En eso te basas para tu conclusión?
–En parte –dijo Nick–, pero también saco una conclusión de la distancia. Recuerda que es una caminata de nueve millas, y nueve es un número exacto.
–Lamento no comprender. El gesto exasperado del maestro de escuela apareció en la cara de Nick.
–Supongamos que dices que hiciste “una caminata de diez millas”, o “un paseo en auto de cien millas”. Yo puedo pensar que caminaste entre ocho o diez millas, o que manejaste un auto durante ochenta o ciento diez millas. Diez y cien no son números exactos, puedes haber caminado exactamente diez millas o aproximadamente diez millas; pero cuando dices que caminaste nueve millas, yo tengo derecho a suponer que la distancia fue exactamente nueve millas. Ahora bien, podemos saber con más exactitud la distancia a la ciudad, desde un punto dado, que sabe la que existe desde la ciudad a un punto dado. Por ejemplo, si le preguntas a una persona de aquí, a qué distancia está la granja de Brown, y siempre que la conozca bien, te dirá que hay unas tres o cuatro millas. Pero pregúntale al granjero Brown en persona cuánto hay desde su granja hasta la ciudad y te dirá: “Tres millas, seiscientas, y lo sé, porque más de una vez he medido la distancia con el cuentakilómetros”.
–Es algo débil, Nick –dije.
–Pero en comparación con la tuya de que si hubiera salido de la ciudad, hubiera podido arreglar algún medio de transporte…
–Si, tienes tazón; te dejo seguir. ¿Algo más?
–Ahora empiezo a dar en el clavo –se jactó–. Otra conclusión que saco es que debía estar en un lugar determinado a una hora exacta; no se trataba de ir en busca de ayuda porque su auto estaba descompuesto, o su esposa enferma, o porque hubieran entrado ladrones en su casa.
–¡Por favor! El desperfecto del auto me parece la conclusión más probable; la distancia la podía conocer muy bien, si había controlado el cuentakilómetros al salir de la ciudad.
–No; en un caso así, lo más probable es que se hubiera acomodado en el asiento trasero para dormir o, en el peor de los casos, parado al lado del auto con el objeto de llamar la atención del primero que pasara. Recuerda que se trata de nueve millas. ¿Cuánto tiempo dices que se necesita para recorrerlas a pie?
–Cuatro horas –contesté.
Nick asintió.
–Y nada menos, teniendo en cuenta la lluvia. Nos hemos puesto de acuerdo en un punto, y este es que la caminata la realizó a altas horas de la noche, o muy temprano por la mañana. Si el desperfecto del auto se produjo a la una de la mañana, no hubiera podido llegar a la ciudad antes de las cinco; a esa hora ya circulan muchos vehículos por los caminos. Los ómnibus son los que empiezan a circular un poco más tarde, a eso de las cinco y media. Por lo demás, no tenía necesidad de caminar hasta la ciudad misma; lo más natural hubiera sido que llegara sólo al teléfono más cercano. No, no me cabe la menor duda que tenía una cita en una ciudad, y algo más temprano de las cinco y media.
–¿Y por qué no ir antes y esperar? Podía tomar el último ómnibus, llegar a eso de la una, y esperar el momento de la cita. En lugar de hacer eso, camina nueve millas bajo la lluvia y, según dices, no es ningún atleta.
Íbamos a esta altura de nuestra conversación, cuando llegamos al edificio de la Municipalidad, donde está mi oficina. Generalmente, nuestras discusiones empezaban en el Blue Moon y terminaban a la entrada de la Municipalidad; pero como esta vez me encontraba realmente interesado en las demostraciones de Nick, le sugerí que subiera un momento a mi oficina.
Cuando nos sentamos, le pregunté:
–¿Que me contestas, Nicky? ¿Por que no pudo llegar más temprano, y esperar?
–Pudo, pero no lo hizo. Debemos presumir que, por alguna causa, perdió el último ómnibus; o si no, que debía esperar en el lugar en que estuviera alguna señal o una llamada telefónica.
–Según tú, tenía una cita entre la medianoche y las cinco y media…
–Podemos acercarnos mucho más a la hora exacta. Recuerda que la caminata le lleva cuatro horas; el último ómnibus deja de circular a las doce y media de la noche. Si no lo toma, y empieza a caminar a esa hora, no llega antes de las cuatro y media. Por otro lado, si toma el primer ómnibus, llegará a las cinco y media aproximadamente. De esto se deduce que su cita se debía efectuar entre las cuatro y media y las cinco y media.
–Ya veo, quieres decir que si la cita era antes de las cuatro y media, hubiera tomado el último ómnibus; si era después de las cinco y media, hubiera tomado el primero de la mañana.
–Eso mismo. Y otra cosa más; si esperaba una señal o una llamada telefónica, éstas deben haberse producido no mucho más tarde de la una de la madrugada.
–Lo que significa que habrá empezado a caminar alrededor de la una de la mañana.
Nick asintió y se quedó silencioso; por alguna razón que no me pude explicar, no quise interrumpir sus pensamientos. En la pared colgaba un mapa del condado, y me acerqué a mirarlo.
–Tienes razón, Nick –dije por sobre el hombro–, no hay ninguna ciudad a nueve millas de Fairfield; éste es el centro de una cantidad de pequeños pueblos.
Nick se acercó a mirar el mapa.
–No tuvo que ser precisamente Fairfield –dijo despacio–, fíjate en otros lugares, Hadley, por ejemplo.
–¡Hadley! ¿Y quién pudo tener algo que hacer a las cinco de la mañana en Hadley?
–El Washington Flyer se detiene más o menos a esa hora en Hadley para cargar agua.
–Acertaste otra vez. Más de una noche en que no he podido dormir lo he oído cuando entra en la estación y casi en seguida el reloj de la Iglesia Metodista da las cinco –me acerqué a mi escritorio para consultar un horario de trenes–. El Flyer sale de Washington a las doce y cuarenta y siete de la noche y llega a Boston a las ocho de la mañana.
Nick estaba midiendo distancias en el mapa con un lápiz.
–Exactamente a nueve millas de Hadley está la hostería de Old Sumter –dijo Nick.
–La hostería Old Sumter –repetí haciendo eco–. Pero ahí pudo contratar un medio de transporte, como en una ciudad.
Nick negó con la cabeza.
–Los vehículos se guardan en un lugar cerrado: hay que hablar con un encargado que controla los pedidos; le sería muy fácil recordar a alguien que pidiera un auto a esa hora. Es un lugar un poco conservador. Mejor es que hubiera esperado en su habitación el llamado telefónico, tal vez de Washington, para darle el número del vagón y el de la litera. Todo lo que le quedaba que hacer era salir de la hostería y caminar hasta Hadley.
Lo miré como hipnotizado.
–Tampoco iba a ser muy difícil subir al tren mientras estaba detenido para cargar agua; entonces, si sabía el número del vagón y el de la litera…
–Nick –dije excitado–, a pesar de que como fiscal y miembro del Partido Reformista he propalado una campaña basada en un programa económico, voy a gastar un poco de dinero que pagan los contribuyentes en hacer una llamada de larga distancia a Boston. ¡Es ridículo, no lo puedo creer…, pero lo haré!
Los ojillos azules relampaguearon, y se humedeció los labios.
–Manos a la obra –dijo roncamente.
Cuando terminé de hablar por teléfono, le dije a mi amigo:
–Nick, ésta es tal vez la coincidencia más notable en los anales de la investigación criminal: ¡Han encontrado a un hombre asesinado en una litera del tren que salió anoche desde Washington a las doce y cuarenta y siete! Hacía tres horas más o menos que estaba muerto, lo que viene a colocar el crimen a la altura de Hadley.
–Me imaginé algo por el estilo –dijo Nick–. Pero estás equivocado al calificar esto de coincidencia. No lo es. ¿De dónde sacaste esa frase?
–Una simple frase; se me ocurrió y te la dije.
–¡No puede ser! Esa no es la clase de oración que se le ocurre a uno de pronto. Si tú hubieras enseñado gramática y composición como yo, sabrías que cuando se le pide a alguien que forme una frase de más o menos diez palabras, siempre resulta algo así como “Me gusta la leche…”, Y algunas otras palabras para darle mas sentido, como, por ejemplo: “Es buena para la salud…” En cambio, la frase que tú dijiste se relacionaba demasiado con una situación particular.
–Pero yo no hable con nadie esta mañana, y sólo tú me acompañabas en el Blue Moon.
–No estabas conmigo mientras yo pagaba –dijo con brusquedad–. ¿No encontraste a nadie cuando me esperabas en la acera?
Sacudí la cabeza con desaliento.
–Te esperé menos de un minuto. Sólo recuerdo a dos hombres que llegaron mientras buscabas el cambio; uno de ellos me empujó y entonces pensé en esperar…
–¿Los habías visto antes?
–¿A quiénes?
–A esos dos hombres –dijo con tono crispado.
–Yo…, no, no eran caras conocidas.
–¿Estaban hablando?
–Creo que sí; sí… Y parecían muy absortos en lo que hablaban; creo que por eso me empujó uno de ellos.
–No van muchos desconocidos al Blue Moon –me hizo notar Nick.
–¿Crees que se trata de ellos? –dije esperanzado–. Me parece que los reconocería si los volviera a ver.
Los ojos de Nick se achicaron.
–Es posible, tienen que ser dos; uno para seguir a la victima y comprobar el número de la litera, el otro para esperar aquí y hacer el trabajo. El de Washington tuvo que venir aquí, ya que si se trata de un crimen con fines de robo entre dos, se podían dividir el producto. Si fue solamente un crimen, el de allá tuvo que venir a pagar a su ayudante. Me acerqué al teléfono.
–Hace menos de media hora que salimos del Blue Moon –Nick continuó–, en momentos en que ellos entraban, y el servicio en ese lugar es muy lento. El que caminó las nueve millas debe de estar hambriento, y el otro probablemente viajó toda noche desde Washington.
–Llámeme inmediatamente en cuanto haga un arresto –dije, y colgué el receptor del teléfono.
— Ninguno de nosotros habló mientras esperábamos la llamada. Ni nos atrevíamos a mirar, como si hubiéramos hecho algo vergonzoso.
La campanilla nos sacó de la situación. Escuché y colgué.
–Uno de ellos trató de escaparse por la cocina –dije a Nick–. Pero Winn tenía un hombre estacionado en la puerta de atrás y lo pescaron.
–Eso parece que nos da la prueba –dijo Nick con una helada sonrisita.
Yo asentí, y Nick miró su reloj.
–¡Oh! –exclamó–. Quería empezar temprano esta mañana, y he perdido todo el tiempo contigo. Lo acompañé hasta la puerta.
–Nick escucha –le dije cuando ya se iba–. ¿Qué querías probar?
–Que una cadena de conclusiones puede ser lógica y no verídica –me contestó.
–¡Ah!
–¿De qué te ríes? –me preguntó, y después también se echó a reír.
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