Como era hijo de un inmigrante palestino, lo que más sorprendía de él no era su baja estatura, sino su nombre foráneo: Faruk Yanine. Lo atemperaba un poco el “Díaz” que llevaba de segundo apellido por parte de su madre, una diminuta maestra de escuela de Matanza, Santander, a la que sus estudiantes llamaban con cínico cariño: Misiá Poquitica. Nadie imaginaba que este pigmeo de nombre exótico pasaría a la historia doméstica de Colombia con el calificativo pomposo de “Pacificador del Magdalena Medio”. Cuentan quienes le siguieron el rastro, que “su paso por la Escuela Militar estuvo siempre ligado a las mejores notas y primeros lugares, que su liderazgo avasallaba a sus compañeros y en el combate su fervor contrainsurgente era a toda prueba.”
Otros matices menos elocuentes dicen de él que:
“Estaba en la primera línea de los considerados oficiales troperos, lo que le granjeó un gran respeto frente a subalternos, compañeros y superiores”.
Y otra descripción, rayana ya en el fanatismo dice:
“Era un militar demasiado entusiasta y enérgico, su personalidad arrollaba, sus discursos tocaban el corazón de los asistentes sin importar si eran campesinos, ganaderos, comerciantes o intelectuales”.
Lo cierto es que el 28 de diciembre de 1983 cuando la bandera de guerra de la recién creada Brigada XIV del ejército colombiano fue izada por este enano recién ascendido Brigadier General, considerado para el momento como el mejor oficial del Ejército, nadie imaginó siquiera la sangre que con su llegada saturaría los vertederos del Río Magdalena y las ciénagas ya demasiado anegadas de desechos químicos y humanos de la Téxas Petroleum Company.
Apenas nombrado comandante de la brigada, Faruk Yanine Díaz se dio a la tarea de imaginar un territorio libre de comunismo, una patria antisubversiva y sublime que sirviera como modelo de desarrollo al resto de una patria arrodillaba por entonces ante las exigencias de un tratado de paz con unas guerrillas izquierdistas interesadas sólo en arrodillar la institucionalidad y vender la patria al comunismo internacional. Para hacerlo posible, Yanine implementó los conocimientos científicos impartidos por sus superiores en la escuela superior de guerra donde fue tan avanzado alumno de aquello que se predicaba entonces como Doctrina de Seguridad Nacional: una alternativa para combatir al enemigo superándolo en brutalidad y usando sólo procedimientos ejemplarizantes como los operativos de disuasión con objetivo múltiple, conocidos hoy como “falsos positivos”, y por entonces como “masacres”. Llevar a cabo tal doctrina en el contexto del Magdalena Medio era sencillo: bastaba con imitar la estrategia del enemigo, copiar sus procederes, aprovechar el agua en que nada el pez de la revolución. Sólo que hacer guerra sucia con armas legales tenía un imperativo: mantener a toda costa el prestigio de la institución y la moral de la tropa. Para evitar el desprestigio, el único camino era buscar y promover de modo paralelo la alianza con un pueblo indignado por la extorsión y convertir todos los brotes de indignación e incoformidad contra una guerrilla enfangada por una década de opulencia ganadera y petrolera para canalizar todo aquello en verdaderos conatos antisubversivos.
Su lema personal y la divisa pública, ya instalado en el protagónico de Pacificador, fue: “Hay que cuidarse de hacer cosas buenas que parezcan malas”. Por tanto, se dedicó a buscar quién le hiciera el trabajo sucio que pareciera limpio. Y en un país donde la muerte era una economía informal, lo consiguió fácil: convocó a aprendices de descuartizador y desmovilizados cesantes de las mismas guerrillas y ejércitos privados al servicio de la mafias y propietarios varios para que enviaran a un representante por gremio y familia a la escuela de instrucción informal de paramilitares número 01 en Puerto Zambito, Cimitarra, Santander, a donde se dirigió el Pacificador en persona y en compañía de líderes cívicos como el diputado Pablo Emilio Guarín Vera y Luis Alfredo Rubio alcalde de Puerto Boyacá, y los comandantes de la autodefensa campesina Henry y Gonzalo de Jesús Pérez, padre e hijo, y demostró sus dotes oratorias mientras exponía a los presentes la buena nueva de su doctrina: desde entonces los incipientes paramilitares del Magdalena Medio iban a pasar de una fase defensiva a una fase ofensiva, dejarían de ser simple autodefensa para ser un ejército capaz de combatir y liquidar a la guerrilla y el comunismo en cualquier terreno rural o urbano donde se hallara, para lo que contarían con el apoyo militar, armamentístico y logístico de su brigada.
Los pormenores de aquella reunión fueron relatados muchos años después por uno de los presentes: Miguel de Jesús Baquero, alias “Vladimir”, el “negro que más comunistas mató” entre 1983-1989 y quien fue el encargado de arrojar los primeros resultados de aquella alianza entre ejército y población civil que se convertiría a la vuelta de una década en una verdadera máquina de muerte, y de dólares.
La masacre de Mejor Esquina (Córdoba) la masacre de las bananeras II en La Negra y Honduras (Turbo Antioquia); la masacre de los contrabandistas (Palo de Mango, Cimitarra);La masacre de La Llana, San Vicente de Chucurí; La masacre de La Rochela, Cimitarra, labomba al avión de Avianca con 120 pasajeros a bordo, la bomba anticipada en 20 años al edificio del DAS (deberían volarlo hoy) et caétera et caétera fueron todos resultados palpables del experimento de aquel extraño laboratorio de paz que se instauró en el Magdalena Medio luego de la visita que hicieron dos escuadrones de mercenarios extranjeros con todos los gasto pagos por Pablo Escobar y a expensas de la brigada XIV y a través de los cuales los mejores hombres de Henry Pérez, Fidel Castaño Gil, y otros que no necesitan presentación, como dice el showman: los hombres del cartel de Medellín y los hombres de Rodríguez Gacha, aprendieron así la diferencia entre un camión de dinamita y uno de indugel, el poder de fuego de una mini-Uzi de fabricación israelí en distancias cortas y espacios cerrados con objetivo múltiple, lanzamiento de granadas en movimiento, pulimentos de Mini Ingram para atentados en cabinas aéreas y otras técnicas que se implementarían con eficacia en el exterminio sistemático de todo un partido político, toda oposición al crimen y todo pensamiento crítico en el república infame de Colombia.
Todas estas técnicas en lugar de desterrar los viejos brotes de sevicia de campesinos y aprendices de sicario que no sabían matar y por eso malmataban con bestialismo, mochando cabezas y sobrepasándose siempre con las balas y el ácido muriático, lo que hicieron fue sofisticar la tradición del descuartizamiento y fusionarlo con el empleo de armas modernas.
Durante aquellos años Faruk Yanine Díaz fue aclamado y aplaudido en cinco departamentos de Colombia por las actividades de beneficencia que adelantó en virtud de ver cumplido el sueño de aquella república antisubversiva e ideal: bibliotecas sin libros corrompidos, escuelas donde se impartía una novedosa cátedra religiosa llamada Anticomunismo, talleres teórico-prácticos de asalto urbano, dotación de comunicaciones y armamento, brigadas de salud y circos ambulantes para cautivar el coño de las jovencitas y el corazón de los niños, futuros soldaditos de esa patria militarista.
Sin embargo, después de ver cumplido su sueño, a punto de ser nombrado comandante de tres soles, o ministro de defensa, aquella brillante carrera se vio empañada cuando el 16 de agosto de 1989 mientras visitaba a su mujer en Puerto Berrío, Antioquia, fue capturado su mejor estudiante y su más letal admirador: Miguel de Jesús Baquero, alias “Vladimir”, asesino de la Mejor Esquina y de La Rochela y de Los contrabandistas y de Segovia y de Turbo y de Chigorodó, Antioquia. Vladimir, consciente de ser testigo excepcional de los mayores hechos de violencia y del proceso de formación y descomposición de una autodefensa volcada al paramilitarismo y después atomizada por el narcotráfico, ya en una fría mazmorra de Boyacá decidió enviar cartas a todos sus antiguos jefes para pedir ayuda a cambio de un silencio inmaculado en torno a las masacres.
Henry Pérez, por entonces convertido en comandante de los paramilitares del Magdalena Medio y declarado enemigo de su antiguo aliado Pablo Escobar, interpuso un abogado para velar por el caso de Vladimir y contribuyó además con un negocio para la manutención de su mujer en Puerto Berrío, pero luego, enfrascado en su adicción al perico y en una guerra de todos contra todos y en una desconfianza intestina con sus propios subalternos, terminó por olvidarse de su mejor hombre. Nadie atendió sus cartas. Todos dejaron a Vladimir en el más completo olvido en una cárcel gélida de Boyacá, la cárcel de Barne, donde agobiado por el frío le propuso a la justicia acceder a contar lo que sabía de los Paramilitares y sus finanzas y sus matanzas y sus patrocinadores a cambio de poco: que lo trasladaran simplemente de cárcel, a una celda tibia en tierra caliente, a la cárcel de Palmira por ejemplo, donde aún sigue tomando clases de piano con sus manos fatigadas de descuartizar y a la espera de que su comportamiento ejemplar, sumado a la colaboración con la “justicia” disminuya la pena a una cuarta parte de la condena. Ya está por salir.
Fue Vladimir quien descorrió el tupido velo que envolvía el aura omnipotente de Faruk Yanine Díaz. Pero no lo delató por hacerle un bien a este país enfermo de Alzhaimer, sino porque nuca accedió a enviarle la suma de varios ceros que exigía para retractarse.
De modo que el pasado 2 de septiembre, después de mil retruécanos en el juicio que se le adelantaba por el crimen de los jueces de instrucción criminal asesinados el 9 de abril de 1989, murió impune el pacificador del Magdalena Medio, sin pagar un solo día de cárcel, pensionado por el ejército, en el hospital militar de Bogotá, carcomido por un cáncer de estómago, pero sin perder jamás su elocuencia y buen humor, recordando siempre aquellos viejos y buenos tiempos en que el Ejército de Colombia se fortalecía con cada matanza y él tomaba café en la misma mesa con su inmediato sucesor: Rito Alejo del Río, pacificador de Urabá, y Carlos Julio Gil Colorado, Pacificador del Córdoba, mientras preguntaba a su ordenanza qué novedad había en la capital antisubversiva de Colombia y el ordenanza respondía la misma novedad de siempre: “Ninguna, mi general, sólo cuerpos que bajan por el río”.
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