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Remover el moho. Con valor, caminante sí hay camino

Justo. Hace varios años (2) las farc, de acuerdo con los gobiernos de entonces, liberaron a centenares de soldados, policías e infantes de Marina que cayeron prisioneros durante los ataques contra varias bases militares. Desde entonces, 30 servidores públicos que hacían carrera en las Fuerzas Armadas y que ostentan el grado de oficial o suboficial esperan el más bello de sus días: aquel cuando regresen a sus hogares.


Tenientes, sargentos y cabos del Ejército, así como mandos de la Policía Nacional olvidados por la opinión pública, aguardan bajo la manigua y con total zozobra el momento en que el Ejecutivo los considere prioritarios dentro de su política de guerra. Por años, no han sido más que una cifra. Hijos de familias humildes, que no tienen poder para presionar en privado ni acceso a los grandes medios de comunicación, pasaron de ser útiles en la confrontación militar a convertirse en estorbo para los políticos y generales, bien por las llamadas constantes de las familias a los cuarteles y las oficinas en reclamo por sus hijos, padres y esposos; bien por la presión política que tales prisioneros y su situación de rehenes permiten a la propia guerrilla.


Botín de guerra. Eso son los militares bajo el poder de las farc. Y eso son, de igual manera, los centenares de guerrilleros bajo prisión en las cárceles de máxima o mediana seguridad oficial, reclamados por sus mandos para que recobren la libertad. Guerreros por necesidad o por ilusión. Hijos de un país que desde sus orígenes busca su destino y la tranquilidad, y que a pesar de tener todos los recursos para hallarlo y lograrla no han contado con los conductores de Estado que se batan por ella.


Ahora, el profesor Moncayo consigue traer a la frágil memoria de los colombianos la imagen nítida de que esas decenas de servidores públicos han perdido sus mejores años a la espera de que su patrón, el Estado, cumpla con su deber de garantizarles su libertad. Pero también, y por extensión, ha motivado que el país reclame contra el secuestro, los desaparecidos e inclusive, en boca de algunos (que hicieron eco al llamado presidencial de no despejar), más guerra. Unas demandas que desnudan la frágil contextura del país. Pero, además, que evidencian su situación interna: división y contradicción entre sus habitantes. Ese es el estado real de la sociedad colombiana tras la aplicación de la triunfalista y cuestionada política militar de Uribe.


Transcurridos cinco años y medio de guerra abierta y ofensiva en el sur del país (3), la seguridad de que la guerra se podía ganar en pocos meses se ha debilitado aun con los miles de millones de dólares que la financian, los centenares de asesores de alto rango especialmente destinados por los Estados Unidos, más otros centenares de mercenarios en plena operación, además de los miles de millones de pesos que todos los colombianos pagamos en impuestos, y de la multitud de soldados que no tienen otro camino que la brega para obtener un ingreso garantizado para sus familias. Y ahora, las reiteradas órdenes y exigencias del Presidente a la oficialidad para que haya resultados. Unas órdenes que ya producen murmuraciones. Son órdenes que recuerdan a la oficialidad y suboficialidad las mismas que con otras voces en distintos momentos del país también aseguraron el fin de la guerrilla (4). Como entonces, ante la inversión de causa y efecto que por décadas reactiva esta guerra, los resultados son escasos, y la inconformidad que denotan las voces de la tropa en sus mensajes desde el campo de batalla traen el eco del cansancio y la inconformidad que para cualquier ejército significa que la guerra, además de larga, esté llegando a un punto de dudosa resolución.


Se combate pero no se consigue el objetivo estratégico: desarmar o aniquilar al enemigo. Con la legitimidad institucional roída y con la desarticulación del movimiento social, ni el Estado ni la guerrilla logran sus propósitos. En ese punto de estancamiento, al cual la mayoría de la población es ajena, el llamado obvio de la política sería a destrabar el conflicto por otros conductos, pero es evidente que desde el Estado se ha llegado a la inversión de la razón de la guerra, asumiendo su gramática –es decir, sus estruendosas y onomatopéyicas explosiones– como su esencia y su propia dialéctica. Pero también desde la guerrilla no se concitan dinámicas ni se exploran o exigen conductos para reabrir un diálogo con las organizaciones políticas y sociales asentadas en las ciudades, de modo que se comprometan con la búsqueda de una solución política y justa del conflicto.


Estamos ante análisis tercos del gobierno que no toman en cuenta los factores subjetivos y de crisis social que le permiten a una guerrilla conservar intacto su plan militar a pesar del acoso y el inmenso despliegue de fuerzas que enfrenta. Interesada y persistente equivocación que arrojan los estudios militares realizados desde las oficinas de Washington y Bogotá, que desconocen las enseñanzas históricas y básicas para los comprometidos en la guerra, como aquella de que “para resolverla de manera adecuada, hay que apreciar correctamente al enemigo y las propias fuerzas” (5). En el caso de la guerrilla, parece no haber suficientes análisis de que por diversos motivos su accionar no despierta el fervor nacional, y por tanto su proyecto deja de ser de todo el pueblo. Nada más y nada menos que el factor fundamental para que un ejército pequeño venza al grande.


Son éstas unas significativas limitantes de parte del Estado que el presidente Álvaro Uribe pretende superar mediante el despliegue de unas constantes de intensa guerra política: descrédito del enemigo, desconocimiento del mismo, aislamiento internacional, desmoralización de las fuerzas contrarias, etcétera. Contra esa guerra de oficina y de los medios de comunicación atenta el largo caminar de Gustavo Moncayo. Ya porque les recordó a todos que esos miembros de las Fuerzas Armadas aguardan su regreso a casa, ya porque desde su particularidad de víctima llamó la atención sobre la realidad de rehenes y secuestrados como instrumento de guerra de la insurgencia, ya porque una vez más hizo evidente que en Colombia sí hay conflicto, ya porque elevó al pedestal de clamor nacional la necesidad de un Acuerdo Humanitario.


La demanda del caminante es clara: esta confrontación entre connacionales requiere que sea humanizada, es decir, puesta en sus justos límites para que la población civil no padezca sus efectos y para que los convenios internacionales que la regulan no sean letra muerta. Pero ante ello se quiebra la política militar del gobierno, cada vez más belicosa y cada vez más militarista, apegada simplemente a un triunfo pobre y efímero como objetivo: “dar de baja”, según el argot militar, o capturar a un comandante de las farc como trofeo para la propaganda de cada día.


Se recordará que el primer inconveniente que enfrenta esta humanización estriba en que el gobierno de turno desconoce la existencia del conflicto y al contrario como rebelde, puesto que lo asume calculadamente como simple terrorista, en una posición obcecada y que el gobierno destina a su ‘posicionamiento’ en el imaginario colectivo. Por su parte, los alzados en armas están impelidos por la obligación de hacerse ver como actores políticos para superar el calificativo de terroristas con que los muestran el poder nacional y la comunidad internacional, al tiempo que buscan elevar la moral de su tropa encarcelada (6).


Tales objetivos son claramente identificados por el gobierno de Uribe. No es casual, por tanto, la puerta blindada, cerrada y enterrada a lo largo del país, que difícilmente se podrá superar. Pero como casi siempre sucede, la frágil persistencia obtiene lo que la fuerza no alcanza. Y en este caso, los cansados y débiles pasos de un caminante cargado de cadenas, como su hijo, y de amor acompañado cada vez más de multiplicados pasos solidarios, más el sentir afectuoso y mayoritario del país, crean las condiciones para alcanzar aquello que las bombas no han podido conseguir.


Se rompe el blindaje que se creía infranqueable. Tras rendijas, entonces, se asoma el Acuerdo Humanitario, tan necesario y anhelado por una creciente mayoría de colombianos. Y, con él, la creación de condiciones para retomar la negociación política que construya para todos los habitantes de esta esquina de Suramérica un futuro alejado de las décadas de guerra que le antecedieron y la injusticia que la desató. Hay que mirar al pasado inmediato y reconocer el país rural. La justicia para todos. Abrir el poder económico y político. No dejar pasar la impunidad. Hacer valer la política del diálogo como punto de encuentro y refundación del país. Estas y otras condiciones son algunos de los requerimientos básicos para que la política retome el puesto otorgado por años a la guerra como “su continuación por otros medios”, y, por tanto, para llegar al propósito final que siempre debe orientarla: la paz. Quitarle el moho a la guerra.


 


1          El suboficial del Ejército Pablo Emilio Moncayo fue hecho prisionero el 21 de diciembre de 1997 por parte de las farc, junto con el suboficial Libio Martínez y 16 soldados, cuando fue arrasada su base militar en el cerro de Patascoy.


2          El 15 de junio de 1997 fueron puestos en libertad los primeros 70 miembros de las Fuerzas Armadas. El 2 de junio de 2001 se materializó un Acuerdo Humanitario entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las farc, por medio del cual 42 soldados y policías, lo mismo que 15 insurgentes, recuperaron la libertad. El 27 de junio de 2001, las farc le entregaron al gobierno nacional 310 policías y soldados sin ninguna contraprestación.


3          La Mesa del Caguán se rompió el 20 de febrero de 2002.


4          En los comienzos de los 60, Estados Unidos aplicó en Colombia el Plan Laso, con el cual supuestamente se daría al traste con las nacientes guerrillas; y el gobierno de César Gaviria, su ministro de Defensa, Rafael Pardo, ‘prometió’ derrotar a la insurgencia en 18 meses.


5          Clausewitz, Karl von, De la guerra, Editorial Labor, 1984, Barcelona,


6          Lemoine, p. 7.


 


 


C.G.

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