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Unidad nacional

Quienes defienden la continuidad argumentan que la gestión del actual gobierno ha sido buena. Su mejor exponente podría ser el banquero Luis Carlos Sarmiento Angulo, que en recientes declaraciones destacó los logros de Uribe en materias económica (1). Con seguridad, muy pocas personas pueden repetir esta afirmación. Se pudiera pensar, por tanto, que la continuidad favorece a quienes consiguen buenos resultados económicos, es decir, a la minoría. También resulta factible que digan lo mismo, es decir, que llamen a la continuidad, los favorecidos por la impunidad o quienes tienen ahora las puertas abiertas para pasar de industriales a simples comerciantes importadores de inmensas cantidades de alimentos y otros productos que por efecto del Tratado de Libre Comercio inundarán el territorio nacional.


Por el contrario, quienes desean el cambio argumentan desde orillas opuestas. Se amparan no sólo en las cifras económicas del desempleo, el subempleo y los desarrollos de la política social en general sino además en la gestión de ‘paz’ liderada por el gobierno Uribe en su alineamiento incondicional con el gobierno de los Estados Unidos, que aísla a los colombianos del concierto y la dinámica suramericanas; en la transformación del país en gendarme continental, pero también en un temor creciente que recorre amplios grupos sociales: que con la desaparición, el asesinato de sus líderes y la circulación de “listas negras” ven cómo toma fuerza y se materializa el autoritarismo de Estado.


El anhelo de cambio –aplazado a lo largo de dos siglos por medio de acuerdos de salón, guerras civiles, asesinatos aleves, manipulaciones– ha renacido ahora por la necesidad de enfrentar al presidente-candidato. Este anhelo se diluye en la ausencia de un liderazgo suficientemente fuerte para aunar todas las fuerzas renovadoras, así como en el manejo de los mass media que logra el establecimiento. Llama la atención de la campaña electoral en curso que, a pesar de la variedad de agrupaciones por el cambio, no existan propuestas colectivas que se originen en las mismas en torno al presente y el futuro del país, propuestas que –sin negar sus particularidades como campañas originadas en distintos troncos ideológicos o políticos– les muestren a los posibles votantes que para estas agrupaciones y campañas electorales, más allá de cada una de ellas, están más de 30 millones de compatriotas que sobreviven en muy difíciles condiciones.


Pese a esta ausencia, las ‘clandestinas’ campañas electorales en marcha no pueden ocultar que el país dividido que es Colombia, ahora, luego de cuatro años de gestión de Álvaro Uribe, se encuentra tan polarizado o más polarizado que en los gobiernos de Julio César Turbay, Ospina Pérez o Laureano Gómez. Y la unidad nacional resurge como meta y obligación.


La polarización es inocultable. Se siente en las acaloradas discusiones que se presentan entre los adeptos de unos y otros en las calles del país donde aún se puede discutir abiertamente, en sus tiendas de barrio, en las universidades, pero también en los comentarios de voz baja y rostro atemorizado que se escuchan y se ven en los supermercados, en los taxis, en las colas para el cine y otros lugares públicos.


Estas circunstancias son inocultables. Como lo es la evidente división entre campo y ciudad, entre asalariados (que cada vez devengan menos y tienen menos derechos) y patronos (que cada mes informan de mayores ganancias e imponen sus derechos a través del Congreso de la República), entre quienes sueñan con la integración de América Latina y quienes la abrazan pero con los Estados Unidos, entre informados y desinformados, entre quienes aceptan la necesidad de una paz acordada y aquellos que continúan empeñados en una paz impuesta, por no relacionar una multitud de otras manifestaciones que dan cuenta de las dos Colombias, desde muy atrás en el tiempo malconvivientes en un mismo territorio.


Si las cosas son de este tenor, está en mora de encararse un debate abierto por la refundación de la República, para superar la oligárquica y dar paso a la democrática, proceso en el cual se deberá dar cuenta sin remilgos de tantas y acumuladas deudas históricas, contraídas con las grandes mayorías marginadas. En ese proceso habrá que tender puentes que permitan superar la brecha entre unos y otros, perfilando un pacto de unidad nacional de nuevo cuño, sin ocultamientos, que de verdad aclimate la paz hacia un mejor futuro para todos.


Como lo debaten los políticos y los académicos en privado, sin lograr que las campañas acojan en su plenitud esta necesidad nacional, múltiples son los aspectos necesarios de encarar si de verdad se quiere superar la división del país y su postración en el concierto internacional: reconocimiento del conflicto armado, cese de fuegos, intercambio humanitario, cese de fumigaciones a los cultivos de uso ilícito, régimen político, suspensión de la extradición como instrumento de guerra y baluarte de la justicia nacional, transformación del modelo de desarrollo imperante, sobre todo desde hace 16 años, así como la política internacional dominante, etcétera.


Un cambio de gobierno amparado en un proyecto histórico de nuevo tipo para Colombia puede ser la oportunidad propicia para estos postulados de cambio y democracia. Sí. Siempre y cuando descanse su proyecto en la necesidad de realizar hechos constituyentes que liberen el anhelo nacional de cambio, e igualmente despierten el fervor de la participación colectiva y la unidad nacional.


Grandes contingentes de izquierda, unidos a fuerzas progresistas de liberales, conservadores y otros tintes históricos, deben liderar tal gesta, resumida en una nueva Constituyente que, como sucedió en 1991, reconozca y brinde opciones a los sectores minoritarios, abriéndose en esta ocasión hacia el movimiento social en una valoración del permanente esfuerzo solidario que realizan importantes sectores del país por superar la exclusión política, así como alcanzar un desarrollo social y económico más justo e integrador.


Esa nueva Constituyente tendría que superar los errores y limitaciones de la Asamblea de principios de los 90 que le dio piso a la Carta Política de 1991 hoy vigente. Para evitar que una nueva Constitución sea rey de burlas, hay una necesidad imperiosa que sobresale por su tamaño: concretar en leyes un conjunto de normas para evitar que los legisladores opuestos al desarrollo social arrojen luego por la borda lo acordado allí.


Si así fuera, ello significa que la Constituyente debería brindar espacio de manera simultánea a una Asamblea Legislativa que desarrolle su labor en forma paralela, la que finalmente sería puesta a consideración de la primera. Allí deberían entonces surgir leyes que precisen cambios reales y profundos en aspectos importantes: tierra, sector financiero, monopolios, medios de comunicación, participación política, estructura territorial, alimentación y desarrollo humano, seguridad social (trabajo, salud, educación, vivienda), función de las fuerzas armadas, en fin, temas para una agenda que responda al esfuerzo por avanzar de un Estado social de Derecho a un Estado que garantice el Derecho social.


Una agenda tal habría de abordarse, además, desde la conciencia de que, en las actuales condiciones del Estado colombiano, “el más demócrata de los candidatos, junto con un equipo de trabajo de cualidades y condiciones similares y sustentado en un programa democrático real, estará imposibilitado para llevar a la práctica su propuesta debido a limitantes estructurales que el régimen vigente le impone a cualquier alternativa” (2).


Ahora mismo, estos elementos de análisis debieran estar animando los debates electorales en todo el país, como producto de la labor propositiva de los candidatos adversos al continuismo. Pero no es así: o los candidatos no miran el país desde su realidad más dolorosa y su desarrollo en el largo plazo, o los grandes medios de comunicación ocultan las propuestas que dan a conocer las campañas.


Tal vez las dos explicaciones sean ciertas. A lo mejor todavía no surge el liderazgo histórico que reclama con urgencia la Colombia del cambio. Pero aún así, se requieren gestos que le permitan al electorado entender que nos encontramos en un momento crucial y decisivo: la hora del cambio o el sello de la continuidad autoritaria. Una de esas iniciativas, para brindar confianza y romper la parsimonia de las campañas en marcha, sería la firma de compromiso entre las diversas propuestas electorales por el cambio, en la cual se comprometa cada una con la necesaria asamblea constituyente-legislativa que seguiría como procedimiento idóneo para integrar al país y sellar una paz duradera; la otra, recomponer las vicepresidencias de las campañas, de suerte que las asuman sectores más vitales en la historia reciente del país, como los indígenas del norte del Cauca, representantes de los militares, representantes de los secuestrados, y voceros de los industriales liquidados por el acuerdo del TLC con Estados Unidos y la desintegración de la Comunidad Andina de Naciones.


Las campañas electorales, pese a la desigualdad reinante para su desarrollo en Colombia, son opciones para movilizar el país. En la actual, una cosa es cierta: si realmente se quiere derrotar la continuidad, las fuerzas del cambio deben mostrar sus opciones, superar los silencios cómplices de los grandes medios de comunicación con el poder, y movilizar al país tras las nuevas propuestas. Sensibilizar, enamorar al elector activo, despertando al abstencionista. Una campaña, por más ‘moderna’ que sea, no se puede limitar a pantallas de televisión. Un “mesías” no se puede reemplazar por otro “mesías”. El cambio depende de la inmensidad de colombianos negados y no sólo de un dirigente que quiera representarlos. La Colombia dividida reclama una oportunidad histórica para la República democrática.


 


1          www.lanota.com.co.


2          Hernando Gómez Serrano, “Hacia una Asamblea constituyente y legislativa para Colombia”, documento inédito.

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