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Volver a los diecisiete

Volver a los diecisiete

“El primer deber de una mujer escritora es matar al ángel del hogar”
Virginia Woolf

La primera vez que salí del país tenía diecisiete años. Hasta entonces, mi territorio eran las calles del barrio La Victoria y el recorrido de hora y media que hacía hasta la universidad Pedagógica, ubicada en lo que para mí era el norte de la ciudad; el world trade center bogotano de la calle 72 con carrera 11.

Fuimos tres las aventuradas; yo, con mi minoría de edad, y dos sujetos, ostensiblemente mayores, quienes nos embarcamos en un bus Bogotá – Ipiales, para descender por la espina montañosa que atraviesa el continente latinoamericano, y varía en sus colores y texturas, de la misma manera que la cumbia, que se escucha desde el Rio Bravo hasta la Patagonia, y les pertenece a todos y a nadie, al mismo tiempo.

En nuestro viaje planificado para 45 días, nos detuvimos en Ibarra, Otavalo, las cascadas de Peguche, el Inti Raymi y Quito, para llegar a una de las primeras fronteras desconocidas para mí; la que separa Ecuador de Perú, en el medio de dos pueblos calurosos y ciertamente displicentes con las viajeras. Allí, los ecuatorianos dijeron que los peruanos eran “ladrones” y viceversa, pero creo que esa era la manera de ganar la confianza de “colochos” trasnochados, siempre tan “vivos y avispados”, pues en menos de 20 minutos lograron tramarnos y nos embarcaron en un carro, dizque para cruzarnos la frontera, cuando en realidad nos estaban robando.

Yo estaba sentada en medio de un amigo, politólogo, que había cambiado todos sus dólares a soles, con un flecho del conductor, sin darse cuenta que uno de los verdes equivalía a 2.90 efectivos peruanos, pero en la calculadora le hacían la operación matemática digitando 2.09, y él, que se había echado un discurso sobre la subida del dólar y la economía globalizada, como buen mamerto de la nacho, no comprendía porqué tenía menos plata de la que se había imaginado. En el otro extremo, un profesor universitario, y mi novio de la época, proveedor de la mayoría del dinero que cubría ese viaje y que de vez en cuando se comportaba como mi padre; represor y fastidioso, a diferencia del mío, que era más bien tranquilo y libertario.

Estoy segura que ninguno de ellos pensó que podía ser violado. Lo único que me atemorizaba dentro de ese carro, en el que solo veía desierto por una ventana, y la inmensidad del océano Pacífico en la otra, por ser la mujer del parche, era la posibilidad de una violación, delante de mis compañeros, por parte de dos tipos que claramente nos tenían a su merced y disposición. Al final, solo nos quitaron 95 dólares por un viaje que valía dos soles y nos dejaron como 10 cuadras antes del pueblo en el lado peruano, que curiosamente se llama “Tumbes”, dejándonos en la memoria una experiencia inolvidable.

Valga decir que los riesgos que corremos las mujeres, en cualquier lugar del planeta son brutales, pero a mí nunca me han detenido para andar de “patita de perro”, como dicen en México, y emigrar cada que puedo. Tampoco detuvieron a mis padres, quienes no dudaron en dejarme salir del país a esa edad, sin celular u otro medio de comunicación, en un viaje que denominábamos “mochilero”.

Agradeceré siempre ese guiño a mi independencia, pues con relación a las niñas y las mujeres, parece más justo encerrarlas para protegerlas, que enseñarles a defenderse en un mundo que no está hecho a su medida. Así que fracturarlo es lo más justo y digno que podemos hacer, afirmando rebeldías. En este caso, viajar, solas ojalá, será siempre una forma increíble de aprehender lo que la historia nos ha negado, de conocer más allá de la arrogancia de los libros y la superficialidad de las revistas, desintoxicándonos de las pantallas y la trivialidad de las redes. A mí, en un momento en que ni el Twitter, ni el Instagram, ni el WhatsApp existían, me puso de frente el mundo, me abrió caminos, mares, montañas, sabores, ritmos, y todo lo que llega al pisar terrenos desconocidos, no como turista, si no como aprendiz, en conexión con los territorios y la idea de lugar, que al final somos nosotras mismas. Lo que yo era a los 17 años, lo llevé hasta Bolivia un junio de 2007, y lo regresé de Sri Lanka en enero de 2020, y lo tengo atesorado para cuando esta pandemia nos de tregua y nos deje burlar las asquerosas y fabricadas fronteras.

No es que yo lleve 12 años viajando, pero entre tramo y tramo de la vida que me he construido, las parejas que han ido y venido, les amigues y los trabajos, me he dado la posibilidad de salir siempre del lugar seguro, aunque no haya nada menos seguro para las mujeres que nuestra casa, y eso: el mundo. Y este texto no es para presumir el privilegio de la vagabundería, si no para contagiar de este impulso por el movimiento, a otras mujeres, y a madres, padres, cuidadores y cuidadoras, para que no enjaulen a sus hijas con el pretexto de “confío en ti, pero no en el mundo”, privándolas de la posibilidad de valerse por ellas mismas.

Cada vez que tengo esta conversación con amigas, leo en sus relatos la tristeza que causa la represión y el control sobre nuestros cuerpos. Es a las niñas a las que les cuidan la vestimenta para que no muestren demasiado, pero cuando llegan a adultas las critican por recatadas o serias. Es a las niñas a quienes les prohíben los juegos “bruscos” y embarrarse, y las salidas, mientras los niños se adueñan de las canchas y de cualquier espacio público. Es a las jóvenes a quienes sus padres, más que sus madres, les cuidan la “virginidad” y el ejercicio de su sexualidad, rayando en un ejercicio de celos que pasa, horriblemente, por lo erótico, pero que seguramente proviene del miedo y del mandato patriarcal que les indica a los machos que deben comportarse como tales y “cuidar” a las hembras de su manada.

No se nos haga raro que allí, en esa ancestralidad del control patriarcal, la antropología feminista ha visto una posible explicación a que la mayoría de violaciones las cometan los padres, padrastros, tíos, abuelos y cualquier otro familiar que pretenda afirmar su poder sobre las niñas y mujeres que considera suyas. Porque de ese control obsesivo sobre el cuerpo de las hijas y el límite que plantean ante otros hombres, al acoso sexual, hay, si no pocos pasos, por lo menos una cultura de la colonización de los cuerpos femeninos, legitimada y naturalizada socialmente.

Es entonces necesario y urgente romper esa binariedad entre lo público y lo privado, que le es bastante funcional al capitalismo y al patriarcado, a costa de la libertad y la autonomía de las mujeres. Aunque hoy, también hay que reconocer, que las mujeres más jóvenes van por la vida con más herramientas, menos miedos y más libertades para seguir sus deseos, afirmarse una vida propia, lejos de los cuentos de las princesas, sin callar ante las violencias, lo cual me alegra profundamente.

Cada día me repito que, como la Violeta Parra, debo volver a mi yo de los diecisiete, la del ímpetu rebelde que salía de casa sin saber cuándo regresaría, y seguir ese espíritu libre lejos de los miedos, matando al ángel del hogar que nos advertía Virginia Woolf, porque es una trampa terrible para las mujeres.

Mi hogar estará donde estemos mi aquelarre y yo. Punto.

* Decirle a una mujer que es una perdida es decirle que ha incumplido con todo lo que se esperaba de ella, así que nosotras queremos reivindicar ese perderse de las mujeres, porque han fracturado el molde patriarcal que las acecha. En Relatos de Mujeres Perdidas presentaremos tres narraciones acerca de mujeres que se atrevieron a tomar decisiones rebeldes: viajar, salir solas, levantarse en armas, romper vínculos… en fin, confrontar la vida que el patriarcado nos niega.

A las mujeres y niñas nos guardan en las casas dizque para cuidarnos, para resguardarnos del peligro, mientras a los varones les permiten explorar el mundo, ser ellos. Cuando las mujeres nos atrevemos a salir del mundo privado, liberamos nuestra potencia, y de paso, convidamos a otras con nuestra rebeldía.

Estas narrativas nos dejarán ver algo de ello. Están hiladas como un tritono disonante y subversivo, figura musical que se ha considerado siniestra desde el Medioevo, y las mujeres que aquí tejen sus historias, se han hecho cada vez más feministas y más siniestras. En sus historias perdidas encontraron algo de conexión con su identidad y potencia, así que aquí está la primera entrega de nuestro sexto tritono.

 

 

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