En la poesía de Rubén Darío hay dos mundos que se distancian, aunque aparezcan no pocas veces juntos en la forma: uno insondable, de misterios siempre por descifrar, donde la correspondencia de los significados se vuelve infinita: la sinestesia, ese juego verbal profundo donde el sol es sonoro y los sonidos son áureos; la búsqueda constante de lo diverso, que es la clave de la unidad de los significados pitagóricos, los números como signos del universo que nos dicen al Dios que no se nombra. Y también Rubén, igual que Borges, adoraba la idea de la metempsicosis, la transmigración de las almas de un cuerpo a otro, no importa la distancia de las edades, una idea que es pitagórica y es órfica. Pitágoras y Orfeo. Los números y el canto. En el poema que lleva precisamente ese nombre, Metempsicosis, cuenta la historia de Rufo Galo, el soldado que durmió en el lecho de Cleopatra, y lo pagó con la vida, comido por los perros, para volver a rencarnar.
De allí su fascinación por la mitología, cuyos personajes híbridos, más allá de poblar su imaginería verbal, entran en sus poemas como criaturas apasionadas, contradictoras y feroces. En Rubén, los monstruos de esa zoología fantástica provienen de la culpa. La pasión es la causa de su deformidad, o de su anormalidad, o más que una envoltura carnal tienen una presencia espiritual, la única capaz de ser testigo o partícipe de la epifanía. Y los saca del friso de mármol para expresar a través de ellos sus propias incertidumbres existenciales, como en El coloquio de los centauros.
El otro de sus dos mundos es musical, fácil al oído y a la memoria, y, además, bendecido por la rima. Como bien dice Stendhal, la memoria necesita de la rima. Y como son generalmente poemas que cuentan historias, las aprendimos a recitar en nuestra infancia: El negro Alí, La cabeza del Rawí, La sonatina, Los motivos del lobo, Margarita. Es una poesía que viste ropas brillantes, igual que el papá de la princesa de este último.
Esos brillantes ropajes son verbales, muy coloridos y por tanto llamativos, y provienen de la literatura francesa del siglo XIX. Son ropajes musicales. La novedad consistió en dar una nueva música, atrevida, briosa y resonante al idioma y, por tanto, una nueva estructura verbal. El modernismo fue una escuela poética; también fue una escuela de baile, un campo de entrenamiento físico, un circo y una mascarada, como señala Octavio Paz.
Pero el músico ya estaba desde antes en Rubén, dueño de un espléndido oído para identificar ritmos y copiar melodías, y descubrir nuevas y viejas métricas, hasta dar, como los verdaderos músicos, con su propia clave creadora singular. Supo escuchar bien las novedades del verso simbolista francés, pero también las cadencias de la poesía popular, desde los himnos religiosos de su infancia a los endecasílabos olvidados de la gaita gallega. Fue una aventura verbal, y la entrada en territorios antes proscritos, sobre todo aquella escandalosa intimidad con otras lenguas, sobre todo la francesa, y formas métricas e idiomáticas que sonaban trasgresoras.
Un músico de nacimiento, que no en balde cargaba de domicilio en domicilio con su piano Pleyel, huésped forzado, con no poca frecuencia, de las casas de empeño, y que terminó vendiendo cuando, nombrado embajador de Nicaragua ante la Corte de Madrid en 1907, no pudo afrontar los gastos que demandaba mantener su residencia y legación en la calle de Serrano, porque su gobierno le atrasaba los sueldos, o no se los pagaba. Y a la hora de su muerte, se le debían casi todos.
En su frustrada novela autobiográfica El oro de Mallorca, Rubén se disfraza, o se trasmuta, en la figura de un compositor latinoamericano célebre, Benjamín Itaspes, “un temperamento erótico atizado por la más exuberante de las imaginaciones, y su sensibilidad mórbida de artista, su pasión musical, que le exacerbaba y le poseía como un divino demonio interior…”, según se retrata a sí mismo.
Su poesía se encendió, así, de una pirotecnia verbal deslumbrante llena de imágenes vistosas y atrevidas, de osadías melódicas, de novedades rítmicas, una puesta en escena cuyas bambalinas y decorados se come de manera implacable la polilla: quioscos de malaquita, lagos de azur y mantos de tisú, y lo mismo sus numerosos figurantes: faunos, náyades, ninfas, bacantes, centauros, cisnes y pavorreales, mandarines y califas de oriente, y hadas madrinas, elfos y princesas encantadas: “veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer…”, dice en las Palabras liminares de Prosas profanas.
Semejante parafernalia identificó al modernismo, préstamos, decorados, efectos de color, novedades que se acercaban peligrosamente a la cursilería, y aún podemos asomarnos con curiosidad a ese museo de cera. Pero sin aquel ejercicio lúdico nunca habría existido la ruptura que trajo la modernidad que desentumió a la lengua española.
Algunos de los escritores modernistas que acompañaron a Rubén en aquella aventura colorida, perecieron junto con ese modernismo decorativo, porque se atuvieron a las calidades exteriores y no a la esencia verdaderamente moderna que había dentro de la envoltura modernista, donde se hallan los temas que han alimentado a la literatura a través de los tiempos, nacidos de la exploración sin subterfugios de la condición humana, empezando por el amor y la muerte, esa dualidad tan perturbadora para Rubén: Eros y Thánatos. El primero de sus dos mundos.
El cisne que conduce la barca de Lohengrin es un cisne de utilería, pero los de Rubén, además de su simbólica majestad erótica, su cuello entre los muslos de Leda, con ese mismo cuello no dejan de abrir interrogantes acerca del sentido de la vida. Y en el poema Los cisnes de Cantos de vida y esperanza, se dejan interrogar por el poeta en tiempos de incertidumbre: ¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
Masatepe, septiembre 2015
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