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La afinada red

La afinada red

Los 70 años de la derrota del fascismo convocan a recordar al escritor Gilles Perrault (París, 1931), autor de “La Orquesta Roja” (1967), magistral relato sobre la red de espionaje soviética que partía del corazón del III Reich, se extendía a todos los países ocupados, y que le costó más de 200 mil hombres al ejército alemán.

 

Los padres de Gilles Perrault eran abogados y miembros de la Resistencia francesa. En su casa de la Avenida del Observatorio, en París, hacían reu-niones, escondían gente y preparaban sabotajes. Los cuatro hijos de Georges y Germaine Peyroles, como tantos niños que vivieron la ocupación alemana, conocían su actividad pero se habían acostumbrado a ser discretos y a no preguntar. Conscientes del peligro, no comentaban en la escuela lo que veían en casa.

En octubre de 1943 la Gestapo detuvo a Georges. Buscaban a Germaine, pero al no encontrarla se lo llevaron a él. Cuando supo la noticia, Germaine decidió entregarse. Desde la ventana, el futuro Gilles Perrault, por ese entonces un niño de 12 años, vio a su madre dar vueltas, absorta, por los jardines del Observatorio. Con seguridad ensayaba el argumento que poco después iba a actuar en el cuartel central de la Gestapo.

Vestida con prudente elegancia, Germaine entró a la oficina de los alemanes pisando fuerte: “Parece que me estaban buscando. Francamente no entiendo por qué, pero aquí estoy”. Horas después ella y su marido salían en libertad. La magnitud que en esos meses había alcanzado la represión contra la Resistencia jugó a favor de los Peyroles. Los alemanes habían detenido a tanta gente, y tan importante, que, concentrados en interrogar a las piezas clave, pasaban por alto a los cuadros secundarios.

La imagen de la madre caminando con gesto reconcentrado y severo por el jardín del Observatorio, y el coraje de su acto, marcaron al niño y más tarde al escritor en que éste se convirtió. No por casualidad La Orquesta Roja tiene la siguiente dedicatoria: “A mis padres, Georges y Germaine Peyroles, que tocaban en otra orquesta”.

UN LUGAR EN LA MANCHA. En 1961 Perrault se instaló en Sainte Marie-du-Mont, en Mancha, donde vive hasta hoy. La elección se debió en parte a una oportunidad inmobiliaria, pero sobre todo a su pasión por la Segunda Guerra Mundial. Allí está Utah, una de las playas de Normandía donde desembarcaron los aliados.

Ese año publicó su primer libro, Los paracaidistas, sobre lo que había vivido en la guerra de Argelia. Firmó la obra con el nombre Gilles Perrault, por el que se lo conoce desde entonces. Había dicho que si no le iba bien con la literatura buscaría trabajo como taxista. Pero agotó la primera edición, de 18 mil ejemplares, y obtuvo el premio Aujourd’hui, que años después ganarían libros tan importantes como La confesión, de Artur London, Los testamentos traicionados, de Milan Kundera, y Malraux, de Jean Lacouture.

Con más de 30 libros publicados, Perrault permaneció fiel a la decisión que tomó cuando dejó la abogacía por la escritura: “Comprendí que sería hombre de una sola causa por vez, de un expediente tratado a fondo durante uno, dos o tres años”. Su singularidad reside en la constancia literaria, ética y política con que honra aquel compromiso. Ha trabajado durante años en la investigación de un mismo tema, e incluso ha vuelto sobre él dos décadas después. Es el caso de los dos libros que dedicó al juicio, condena y ejecución del joven Christian Ranucci (por sus títulos en francés: Le pull-over rouge, en 1978, y L’ombre de Christian Ranucci, en 2006).

LOS PIANISTAS

El núcleo original de la red de espionaje que los servicios de información alemanes llamaron Rote Kapelle estaba formado por comunistas judíos con sólidos prontuarios políticos. Militantes clandestinos en su Polonia natal, habían emigrado a Palestina, donde lucharon contra el ocupante inglés para luego volver a Europa. Al frente de ellos estaba Leopold Trepper, a quien llamaban el “Gran Jefe”. Ese era el estado mayor de la organización que logró reunir a más de 300 espías, hombres y mujeres de variados orígenes sociales y nacionalidades, sin experiencia ni entrenamiento profesional pero antifascistas decididos, dispuestos a arriesgar todo en la lucha contra el nazismo.

Dice Perrault: “Eso es lo que da a la Orquesta Roja su originalidad humana y su excepcional eficacia: la aleación de un núcleo de profesionales de la clandestinidad con resistentes desprovistos de experiencia pero que aportaron voluntad de combatir, abnegación, espíritu de sacrificio”.

En la base de la orquesta estaban los “pianistas”, como se los conocía en la jerga de los alemanes, operadores clandestinos de radio que, en general en la madrugada y con gran riesgo, trasmitían información cifrada al “Centro”, es decir a Moscú.

Más de 2 mil despachos llegaron a la capital soviética con información tan vital como la fecha –la madrugada del 22 de junio de 1941– en que Alemania planeaba iniciar la invasión de la Unión Soviética, o el anuncio con seis meses de antelación de que la ofensiva alemana se dirigía a Stalingrado, no a Moscú. Stalin su-bestimó las dos informaciones.

El diplodocus. Tan apasionante como la historia de la Orquesta es la historia de la investigación de Perrault, los obstáculos que debió remontar, su constancia para seguir la pista de testigos inubicables y su habilidad para romper secretos. Él mismo comparó el trabajo con la búsqueda de un diplodocus: “Se encuentra aquí y allá un hueso; si se es afortunado, perseverante, se llega a reconstruir una apariencia de esqueleto”.

Ante la particularidad de la materia y por la ausencia de información y detalles que dieran vida al relato, Perrault pudo haber apelado a la narración novelada. Pero eligió no adornar ni decorar su diplodocus. En la Orquesta Roja no hay diálogos de ficción, el autor no supone lo que sus protagonistas pudieron pensar o sentir. Construye el relato a partir de documentos, archivos, entrevistas, testimonios. La tensión dramática que logra no viene de una imaginación frondosa sino del rigor y la exhaustividad de la reconstrucción histórica y de la maestría con que hace hablar a los documentos.

La elección de la técnica narrativa tiene relación directa con el propósito de su trabajo. A Perrault no le interesa contar una historia de espionaje ambientada en la Segunda Guerra Mundial sino rescatar la historia de una organización política que luchó contra el nazismo. Sus protagonistas no son agentes secretos, son militantes.

Además de cronista de la Orquesta, Perrault se convirtió también en su cartero. Cuando empezó las entrevistas para el libro, hacía diez o quince años que los sobrevivientes de la red habían perdido contacto entre sí. Se alegraban cuando el escritor les contaba que aquel viejo y querido compañero aún vivía y les enviaba saludos y mensajes. La mayoría había vuelto a sus oficios de antes de la guerra. No tenían pensión ni habían recibido condecoraciones. Sospechosos de seguir colaborando con los servicios soviéticos, se los vigilaba y cada tanto los citaba la policía.

El Gran Juego. Durante mucho tiempo Perrault creyó que Trepper había muerto. Los ingleses decían que lo había fusilado Hitler, y los franceses que lo había hecho Stalin. Tardó dos años en enterarse de que el Gran Jefe vivía en Varsovia. Había recuperado su nombre verdadero –Leila Domb–, dirigía una editorial que publicaba en yiddish y presidía la asociación cultural de la comunidad judía de Polonia.

Capturado por la Gestapo tras la caída de sus principales compañeros, los nazis habían decidido mantenerlo vivo y que los pianistas siguieran “tocando” para Moscú, pero con información falsa. Los jefes de la Wehrmacht se habían convencido de que no podrían derrotar militarmente a la Unión Soviética y que la única posibilidad para Alemania era firmar la paz por separado con ella.
Trepper se prestó al juego, a condición de que dejaran de masacrar a los presos. Por otro lado, comenzó a redactar mensajes cifrados para advertir a Moscú. Pero el Centro no respondía ni le prestaba atención. Cuando se convenció de que el “Gran Juego” se hundía porque la derrota militar de Alemania era inminente y total, comenzó a planear la fuga. En setiembre de 1943 lo logró, se escapó y llegó a Moscú.

Su destino fue el de todos los agentes soviéticos que habían dado información estratégica a Stalin y que éste ignoró u ocultó. Dice Perrault: “A Trepper deberían haberle levantado un arco de triunfo en Moscú”. En cambio, lo arrestaron y lo enviaron a la cárcel de la Lubianka.
Trepper le contó que su único objetivo durante los diez años que estuvo en prisión había sido el de sobrevivir: “Era la roca a la que se agarraba; ninguna ola lo podía desprender de ella. (…) rechazó la cólera, que fatiga, para reservar sus fuerzas en sobrevivir”. Salió de la cárcel tan comunista como había entrado.
El escritor y Trepper hicieron una amistad que duró más de 20 años: “Tuvimos una relación compleja. Yo era una especie de hijo espiritual, pero también, en cierta forma, algo así como un padre, porque mi libro, digámoslo un poco gloriosamente, le reveló al mundo la existencia del Gran Jefe”.

NUEVO EXILIO

En vísperas de la publicación de La Orquesta Roja, la historia volvió a atrapar a Trepper. Luego de la Guerra de los Seis Días, unacampaña de antisemitismo impulsada, entre otros, por el ministro del Interior, ganó a Polonia. Trepper vivía bajo vigilancia. Sus hijos perdieron el trabajo y tuvieron que irse del país. A él se le negó el permiso para emigrar con el argumento de que conocía secretos de Estado. A Perrault no le permitieron volver a entrar a Polonia.

Durante los siguientes dos años el escritor se dedicó a tiempo completo a la causa de su amigo. Formó comités en Europa, obtuvo firmas de apoyo e incluso empezó una huelga de hambre cuando el secretario general de Partido Comunista polaco Edward Gierek visitó París.

En 1973 el Gran Jefe tomó una decisión, que comunicó al gobierno y a las agencias de noticias: “Si en 15 días no se da cambio alguno, comenzaré una huelga de hambre que finalizará con mi salida de Polonia o mi muerte”. Dos semanas después aterrizaba en Londres.

Se reencontró con viejos lugares y compañeros, y finalmente, contrariado, decidió emigrar a Israel. “Él, que siempre había sido un antisionista convencido. Fue la derrota más grande de su vida. Me dijo: ‘Me voy a Israel porque es el único país del mundo donde estoy seguro de que no me tratarán como a un sucio judío'”, recuerda Perrault.

Trepper escribió sus memorias, junto al historiador francés Patrick Rotman: El Gran Juego (1975), complementarias del trabajo de Perrault y de igual éxito.

El Gran Jefe murió en Jerusalén el 19 de enero de 1982. Dice Perrault: “El general Sharon colocó una condecoración sobre su féretro. Nadie es perfecto”.

 


 

Escuchen al judío Domb

“Delegaciones venidas de todas partes celebran en Auschwitz el vigésimo aniversario de la liberación del campo. El presidente del Consejo polaco está presente. También está el general soviético que abrió las puertas de Auschwitz en 1945. Delante de él, Leila Domb, presidente de la Comunidad Judía de Polonia. Se levanta, habla a las 80 mil personas reunidas ante la tribuna. Escúchenlo: a través de él, son los muertos de la Orquesta Roja los que hablan a los muertos de Auschwitz y a los vivientes del mundo entero, es el alemán Adam Kuckhoff, el francés Pauriol, la belga Suzanne Spaak, el holandés Kruyt, el ruso Danilov, la estadounidense Mildred Harnack; los que tuvieron el valor de callarse y los que hablaron; los ahorcados, los fusilados, los decapitados. Escúchenlo: es justo que hablen a través de su voz, no porque haya sido su jefe sino porque fue de entre ellos el que pagó el precio más pesado, el que fue herido por los suyos cuando los otros solamente fueron muertos por el enemigo. […] Escúchenlo: es justo que en estos lugares donde fueron llevados al matadero tantas mujeres, niños y ancianos indefensos, tantos hombres judíos a los cuales se les había privado de combate, sí, es justo que se eleve la voz de aquel judío que sin duda dio al nazismo los golpes más mortíferos.”

(De La Orquesta Roja)

 

 


 

Los espías no ganan guerras

“Otra cosa que también me enseñó Trepper y con él la Orquesta Roja fue a usar el ‘nosotros’ y no más el ‘yo’. Yo estaba obsesionado con el yo. La guerra de Argelia había sido simplemente la ocasión para mí –’para mí’, ‘para mí’– de afrontar la prueba de fuego. Ellos, por el contrario, hablaban de ‘nosotros’. A Trepper no le gustaba hablar en primera persona. Con él siempre estaba el colectivo. La comunidad. Y, además, la modestia. […]”

“Cuando le dije que la victoria de Stalingrado había sido posible gracias a la Orquesta Roja y a sus informaciones, montó en cólera: ‘Pero no –me retrucó–, los vencedores de Stalingrado son los soldados del Ejército Rojo que aceptaron morir en las ruinas de la ciudad. Un servicio secreto nunca ganó una batalla, mucho menos una red’.”

“Hoy día cuando leo todos esos libros que condenan a justo título al estalinismo pero que en la condena engloban a los militantes que creyeron en la causa y que, además y muy frecuentemente, fueron víctimas del sistema, como Artur London o Trepper, creo que los autores cometen un error y una injusticia. Que el sistema haya sido abominable, estamos de acuerdo, pero que la gente que creyó servir a un ideal hayan sido unos idiotas, eso, simplemente, no es verdad.” n

(Entrevista de Jean Maurice de Montremy a Gilles Perrault.)


Sólo la verdad

“Si el autor ha querido contar esta historia sin utilizar la técnica novelesca no es tanto por desprecio de tal técnica como por una especie de debilidad íntima. Uno no se interesa impunemente por las personas, y hete aquí que hace tres años que está obsesionado por los de la Orquesta Roja. Guardando la debida reverencia el autor está un poco en la situación del que, habiendo partido a la caza de un diplodocus, descubre que los huesos recogidos no pertenecen a ningún reptil, sino que son reliquias sagradas. Naturalmente, no se trata de pintarrajearlas. No se trata de que el autor sienta una devoción particular por las redes del espionaje soviético, pero ha adquirido al menos respeto por el enorme coraje de los hombres y de las mujeres de la Orquesta Roja, y simpatía por el cruel destino que fue el patrimonio de la mayor parte de ellos.

Cuando la agente Käthe Voelkner escuchó al tribunal militar alemán que la condenaba a ser decapitada, saludó con el puño cerrado y dijo sonriendo: ‘Soy feliz por haber podido hacer algunas pequeñas cosas por el comunismo’. Al autor le molestaría envolver esta frase auténtica, bella y dura como el diamante, en una pacotilla de bazar. Estas palabras son las únicas de las cuales tiene la certeza que fueron pronunciadas por Käthe Voelkner. Por lo tanto no pondrá otras en sus labios.”

(De La Orquesta Roja)

Información adicional

Autor/a: Virginia Martínez
País:
Región: Europa
Fuente: Brecha

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